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Raúl Herrero

La nieve aleve

La nieve aleve
 

Mi amiga la poeta Alicia Silvestre se traslada a Brasil por una temporada. Como despedida con pompa, marcha y circunstancia una troupe cenamos juntos para homenajear a  "la viajante" Alicia, recién llegada de Londres, por cierto. Aunque todo el mundo se las promete muy felices ignoran las dificultades de una noche dedicada a los rigores de la celebración. Por tanto, más o menos a la mitad del periplo, apenas quedamos la homenajeada y un servidor. A eso de las cuatro o cinco de la mañana el cielo cambia de color, el frío se intensifica y comienza a nevar con debilidad primero, luego con cierta insistencia, que pronto queda en nada. Pero mientras mi abrigo se empapa con copos blancos mi memoria rescata el siguiente extracto de un poema del pintor Gregorio Prieto:

 

Y no en balde, vencedor

el poeta podrá abanicarse

con el fresco resplandor

de bellas alas de arcángel.

Miguel, Rafael, Gabriel,

prestos vendrán a ofrecerse,

dispuestos a coronarle.

 

Lo que nos impresiona en ese instante no es el acto lluvioso de la nieve, sino el blanco que se abandona brevemente sobre el suelo, en los márgenes de nuestras cabezas.

 En alquimia las tres grandes fases de la gran obra se relacionan con el color negro (materia prima), el blanco (mercurio) y rojo (azufre). Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos refiere: “…la serie ascendente: verde, blanco, rojo constituía el símbolo predilecto de los egipcios y de los druidas célticos.” Y más adelante afirma: “…hace notar Réne Guénon, la coincidencia de que Beatriz aparece vestida, según Dante –que tenía un absoluto conocimiento de la tradición simbólica–, de verde, blanco y rojo, como expresión de la esperanza, la fe y la caridad…”.

Por supuesto el blanco se vincula con la fe y lo sagrado. Ya vestían de blanco los sacerdotes de ciertos cultos paganos por su vinculación con la luz del conocimiento, al acercarse al significado de ciertos ritos.

Fulcanelli también tiene algo que decir a este respecto:

 “El color blanco es el de los Iniciados, porque el hombre que abandona las tinieblas para seguir la luz del estado profano al de Iniciado, al de puro queda, espiritualmente, renovado. El término blanco –dice Pierre Dujols– fue elegido por razones filosóficas muy profundas. (…) En el célebre Diccionario-Manual hebreo y caldeo de Gesenius, hur, heur, significa ser blanco; hurim, heurim, designa a los nobles, a los blancos; a los puros. Esta transcripción del hebreo más o menos variable (hur, heur, hurim, heurim) nos lleva a la palabra heureux (feliz). Los bienheureux (bienaventurados), los que han sido regenerados y lavados por la sangre del Cordero, aparecen siempre representados con vestiduras blancas. Nadie ignora que bienaventurado es, además, equivalente o sinónimo de Iniciado, de noble, de puro.”

Precisamente aquella noche me cubría con una chaqueta blanca que, oculta por mi abrigo, sin duda se regocijaba de esa lluvia de blancura. Alicia y yo, embobados por el sueño y el frío, nos sentíamos embaucados por luces y sombras. Por un instante el cielo se volvió de un azul intenso. Fue entonces cuando más blanca se había tornado mi indumentaria, empapada por el agua que cedía su paso a la blancura.

Sí, Cirlot publicó el poemario Blanco en 1961, con frontis del excelente pintor Cuixart. Aquel recuerdo me sorprendió bajo el agua blanca, con los labios entrecortados por el frío punzante y un sonámbulo recuerdo de un pasaje del libro de Cirlot:

 

“Me acerco a la iglesia de piedra mientras el sol brilla a través de la lluvia. Otro campo, negro y nevado, se extiende detrás de mí, pero el infierno ensordecedor llamea sobre mi cabeza.”

 

Alicia y yo compartimos una pasión devoradora por Juan Eduardo Cirlot. Y ambos nos quedábamos embobados cuando el imprescindible Antonio Fernández Molina nos narraba sus encuentros con el poeta, nos mostraba sus cartas y nos refería alguna anécdota.

 

La felicidad tiene la forma del libro de entrevistas a Dalí que mis amigas Ángela y Carmen me han regalado, pensaba blanco como la patena blanca.

 

A lo lejos se divisaba una casa y nuestro paseo llegaba a su final. El frío había dejado de importarme porque había alcanzado uno de esos misteriosos estados en que uno siente que el tiempo no le alcanza,

 

Fernández Molina escribió:

 

Al soplar la ceniza

la nieve

se transformó en estatua.

 

De regreso a mi casa encuentro sobre la mesa la antología de Lundkvist, preparada por Francisco J. Uriz: Textos en la nieve. Sin embargo abro el libro que me regaló Félix, de la librería Los portadores de sueños, un encendido y “surrealista”, sin pretenderlo, ensayo de Léon Bloy, sobre Napoleón, y leo:

 

“Es un inmenso rebaño de almas, es el ganado de la Eternidad”.

 

 El autor se refiere a los soldados prestos para el combate. La vida hay que tomarla como si no fuera con uno, creo.

 

Buena suerte y buen viaje.

   

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