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Raúl Herrero

La pelota azul -Cuento de Eduardo Chicharro–

La pelota azul -Cuento de Eduardo Chicharro–

 


Era una pelota azul, aunque no totalmente. En sus dos casquetes ostentaba el mismo azul unido, tierno e intenso a un tiempo, pastoso, matizado por esa imponderable pátina que con el tiempo acaba por adquirir la pintura. En síntesis, algo semejante a como puede entreverse el cielo del atardecer si se mira a través de los párpados entornados. Tenía en su círculo máximo una estrecha faja encarnada entre dos líneas blancas, las cuales, si bien ligeramente veladas por el repetido contacto con manos, suelo, paredes, troncos, hierbas, pelo de animales, rodillas, esputos, tomillo, sartenes, carbón y aleros de tejado, seguían siendo blancas. El rojo de la lista central, de siete milímetros, era bermellón rabioso, un tanto ensombrecido por la referida pátina y los diversos contactos que acabamos de enumerar. La parte azul, de tono más sosegado, se exaltaba por la presencia de las líneas blancas y roja, éstas hacían lo propio entre sí, y a las tres les sucedía otro tanto gracias al azul. De suerte que la pelota, que no estaba limpia, ya que no era nueva de tienda, que no estaba sucia, ya que ni manchas ni pegotes tenía encima, brillaba como nueva merced a la atinada distribución de sus colores. Por debajo de la pintura era de goma; no maciza. Dentro nada tenía: ni pequeños guijarros, como otras de celuloide, llevan ni cascabeles, ni menos estopa, trapo, crines o serrín, aunque tampoco fuese rigurosamente exacto decir que no contuviese nada. Estaba llena de aire comprimido, y de olor a goma. Su tamaño no era ni grande ni pequeño. En verdad no era ni lo uno ni lo otro, pues podía medir unos doce centímetros de diámetro y  ser su volumen, entonces, de unos novecientos cuatro, coma, setenta y ocho centímetros cúbicos. Para formarse una idea: hubiera cabido media en un tazón grande. Pesaba más que regular, si se considera que estaba hueca, y su dureza era todavía suficiente para que, arrojada con fuerza contra el suelo, pudiese saltar hasta cinco o seis metros de altura.

Ha permanecido quieta en un vasar de cocina todo el invierno, cubierta en su hemisferio superior por una capa de grasiento polvo. La han lavado con agua y jabón. Durante unos días ha recibido impulsos, manotazos, golpes. Ha vuelto a la cocina, ha rodado por los suelos, las sillas, las camas, aprisionada a veces entre las manos y mejillas de un niño dormido. Ahora, inexplicablemente, se encuentra en la calle, en el empedrado sucio y sin acera. Es de noche, la luz mortecina de un farol la hace apenas visible. Ya no es azul, parece gris, o verde, parece oscura. Ya no es una pelota, parece una cosa, un bulto. No puede comprenderse cómo, estando allí, nadie la haya recogido todavía. Debió de perderse ya tarde, tal vez a la hora crepuscular.

Con frecuencia se extravían objetos de manera incomprensible. No se caen, no se escurren, simplemente se olvidan en cualquier sitio. Los hombres pierden cosas que sus semejantes no alcanzan a comprender cómo pueden perderse. En los periódicos se lee. Además de alhajas, carteras, paraguas, niños, los hombres suelen perder a su mujer, a un amigo, una mula, la memoria y hasta su propia vivienda. Lo que, en cambio no, es justo afirmar que se pierde, es aquello que tanto se oye decir: el tiempo. Ya que el tiempo nadie sabrá con certidumbre si lo ha perdido, y más atinado resultaría concebirlo como empleado o gastado en detrimento de otras cosas que pudiéramos haber resuelto mientras estamos charlando, tumbados, cantando o haciendo el amor –apreciación muy relativa, por cierto, sea para lo que fuere.

Ahora bien, el sitio adonde ha ido a parar la pelota es una plaza extensa, irregular, en la que desembocan cuatro calles desiguales, dos de ellas en ángulo agudo, y una quinta, cuesta abajo, empinada y escalonada. Parece una plaza de pueblo grande, pero no la principal. Está desierta y silenciosa, y así sigue durante algún tiempo, hasta que dos hombres la cruzan. Poco después, la sombra confusa de una mujer dobla la esquina. Junto a la pelota pasa un perro, sin detenerse. Un cura pasa también. Luego, ráfagas de aire que la hacen oscilar. Alguien, incomprensiblemente, le da un puntapié, y la pelota rueda varios metros, a lo largo del muro: no se la llevan. Pasan dos curas más, dos o tres perros más, un potro, figuras que son bultos, que son envoltorios de ropas, una vaca, un pato, murciélagos, aves extrañas por los aires, una cosa negra, más ráfagas, algo como rodando aprisa. Hasta que llega un grupo de mozos. La pelota está en medio de la plaza, en un charco. Cerca hay una fuente pública. La fuente no echa agua. Un mozo se la salta, otro se sienta encima. Los demás ríen, canturrean, charlan, alborotan, fuman, escupen, pronuncian palabras soeces, dichos soeces, algunos lascivos, hablan de los balcones de mozas o señoritas que duermen en sus casas, hacen alusiones obscenas, les brillan los ojos. El de la fuente juega con una navaja y en un momento brilla la hoja de acero. Hay luna; sólo a intervalos se deja ver. Algún mechero, alguna cerilla se enciende también periódicamente. Los mozos pasan el rato, no se van a dormir, no se van a la taberna, no se van al prostíbulo, no se sabe qué hacen allí. No están graves, pero algo grave aletea en ellos, en frases que pronuncian. Ya no cantan. Juguetean: a empellones, puñadas, puntapiés. Uno ha encontrado la pelota. Inmediatamente se la pasan entre ellos. Sólo el sentado en la fuente, el de la navaja, el que fuma y no habla, sólo ése no participa en el juego, que acaba por dirigirse contra una pared, tal vez la de una iglesia, pues pegan entre macizos contrafuertes. Hasta que el sentado, el de la navaja, se levanta y va a quitar la pelota a los otros mozos. Todos se callan, le miran. Él dice: «Ya está bien», luego pronuncia otras palabras. Discuten entre sí, como si deliberasen. Luego, el de la navaja, que ya no la tiene en la mano, pero sí la pelota, dice: «Vamos pues», y todos se marchan apelotonados. Se meten por una de las bocacalles, la más amplia. Una figura viene hacia ellos. Alguno la reconoce. Es un tipo bien trajeado y de aspecto principal. Su nombre, un mote y algunos calificativos, mezclados con palabras sentenciosas, se cruzan por lo bajo. La pelota, que alguien ha arrancado al de la navaja, derriba con fuerte impulso el sombrero negro del personaje al golpearle brutalmente en la frente. No reacciona en seguida el del güito, sino que, pasada la sorpresa y vencido un momento de vacilación, en el que cada cual permanece clavado en su sitio, se agacha a recoger el sombrero. Mientras maquinalmente le quita el polvo con la manga, les espeta un «¡Cerdos!», y, mientras se lo encasqueta, añade un «¡Me las pagaréis todas juntas, canallas!» Como nadie le contesta, echa a andar por su camino. Pero los mozos le cierran el paso. No hay en ellos continente amenazador, se agrupan y mueven pausadamente, con ademanes torpes. Uno de los de atrás se agacha a recoger un canto. El personaje se ha detenido, también los mozos. Así permanecen algunos segundos, hasta que uno de los de delante hace un brusco quiebro con el cuerpo y golpea fuertemente el suelo con el pie, al tiempo de darse una palmada en el muslo, resoplando entre dientes como se hace para espantar a un perro. El personaje, que llevaba bastón, además de sombrero, desenvaina un estoque. Recibe entonces una pedrada en mitad de la cara y los mozos le acorralan, se le echan encima. El hombre se defiende con bravura, pero le agobian, le desarman, le zarandean, le aporrean, le acogotan, le apalean cobardemente.

–¡A colgarle del farol! –grita alguien.

–¡Venga! –gritan varios.

Y mientras uno trepa al farol, otros pasan una correa, la del propio agredido, por el cuello de un hombre agotado o tal vez muerto. Se lo cargan al hombro, le empujan hacia arriba. «Ya está bien», sentencia el de la navaja. Arranca el cuerpo del personaje a sus verdugos y lo deja caer al suelo. Todos permanecen mudos, rodeando al cuerpo tirado, que allí queda con la correa al cuello, la negra ropa cubierta de polvo y la cara ensangrentada. No lejos, yacen también el sombrero, el bastónvaina y la pelota azul. Por último, dice el de la navaja «¡Hala!», y se aleja seguido de los demás calle adelante. Uno de ellos se lleva la pelota. El de la navaja lleva el estoque. Otro, que se queja y va renqueando, pasa los brazos por los hombros de dos compañeros. Después de recorrer un par de calles más, llegan a una taberna. Está cerrada. Golpean a la puerta, llaman a voces. Se les abre. Entran. La pelota queda en una mesa. Suben al herido a casa del tabernero. Tiene una cuchillada en el muslo, se está desangrando. Un chico, que va abrochándose los pantalones, corre a avisar al médico. Mientras se atiende al herido como se puede, los otros de abajo, los que no caben arriba, beben. Llega por fin el médico, entonces vuelven a enviar al chico, esta vez a casa del herido. Va a marcharse ya cuando uno de los mozos, viendo la pelota en la mesa, se la entrega y le dice que la tire al corral de su casa, la del mozo, para que al día siguiente la encuentren los chavalines. Regresa el chico acompañado por un hermano del herido, pero no trae la pelota. En la prisa y los apuros se le olvidó echarla al corral. Todos abandonan la taberna con el espíritu más afianzado. Llevan garrotes, piedras. Se dirigen a un edificio público, no se sabe si ayuntamiento, audiencia o qué. Hay funcionarios reunidos, guardias que interceptan el paso. El de la navaja insulta groseramente a los allí congregados, la pelota sale disparada de la mano de uno de los mozos y va a golpear a alguien que parece persona principal. Piedras recorren trayectorias paralelas a la de la pelota. Los guardias forcejean por desasirse, los concejales, magistrados o lo que sea, responden a la agresión con lo que tienen a mano, sillas, tinteros, tijeras, cortapapeles. Entre los pies de los beligerantes, los cantos ruedan de un lado para otro con la pelota de goma. Salta ésta escalones abajo arrastrada por los que salen, primero los personajes, detrás de los mozos que los empujan. Llega a la calle entre los pies de unos y otros. Está rajada. Los mozos se llevan a los personajes hacia el río. Los guardias marchan corriendo en dirección opuesta. Un perro se acerca a la pelota, la husmea y le da medio lengüetazo, después se orina en la puerta del edificio. Un borracho que pasa recoge la pelota azul, tiznada, manchada, algo rajada. En esto tropieza y cae. La pelota va a parar a las tablas de una carreta de bueyes junto a la que ha caído el beodo. Penosamente se levanta éste y la busca a su alrededor, debajo del carro, hasta que renuncia a encontrarla y sigue por su camino. En un movimiento de los bueyes rueda otra vez al suelo la pelota. Regresa una pareja de guardias, van a entrar en el edificio. Uno de ellos la ve, tal vez la recuerda, duda un momento y se la lleva escaleras arriba. Así es como la pelota entra de nuevo en el salón de actos. Los dos guardias consideran el destrozo de muebles, cortinas y cristales. Comentan, discuten, se insultan, y la pobre pelota, siguiendo su predestinación de bólido, sale disparada, a través de uno de los balcones. Va a parar a la casa de enfrente, penetra por una ventana y rebota en una mesa llena de papeles y libros. Es la de un estudiante que en ese momento no sabemos si ha de habérselas con las diofánticas o con alguna rima rebelde, pues la hoja en que escribe se halla parcialmente cubierta de signos dispuestos en columna. No da tiempo a verlo, el tintero se ha derramado sobre lo escrito. El estudiante apenas si hace el indispensable movimiento de separar las piernas para que la tinta no le gotee en los pantalones. Su pasmo se prolonga unos segundos, bastantes. Endereza el tintero, separa los papeles, mira a la ventana abierta. Dirige por fin la vista a su alrededor intentando averiguar la causa de tamaño desastre. Descubre la pelota. Se agacha y la toma en la mano maravillado, no menos que si hubiese caído en su aposento un albatros de los mares del sur. La sopesa, vuelve a considerar la ventana y, en un arranque de mal humor, la arroja con fuerza hacia el balcón de enfrente. Por muy extrañamente casual que pueda parecer, el proyectil acierta a colarse entre el bastidor y los cristales rotos del vano. Todavía hay allí un guardia. Oye ruido y ve rodar la pelota. No tan sorprendido como el estudiante, pero sí tan enojado, la recoge y la arroja de nuevo a la calle a través del mismo balcón. La pelota no vuelve a entrar en el cuarto del estudiante; rebota en la pared y va a parar de nuevo, segunda broma del azar, a la carreta de bueyes. El estudiante ha podido entrever cómo el proyectil de goma salía por el balcón. Guardia y estudiante se contemplan, preguntándose si hay algo de común entre ellos. Sube a la calle un grupo de gente. Algunos parecen los mozos de antes. Pasan todos junto a la carreta.

Estudiante y guardia se retiraron, la escena queda silenciosa. Poco más tarde se aproxima un hombre, el boyero, y la carreta echa a andar. Sigue siendo de noche. La carreta lentamente abandona la población. Va por el campo. Hace aire, un aire húmedo, frío. Ya lejos, en un tumbo, la pelota cae a la carretera. Rueda a la cuneta, después de hollar el espeso polvo blanco que en la oscuridad tiene un color de ceniza. Ahí queda. La carreta se aleja con pausa de alucinación. Al alejarse, se oscurece y se achica, devorada por los márgenes convergentes de la carretera y por el cielo inmenso, combado, en el que brilla un mar de estrellas. Hasta el ruido de la carreta se perdió. Todo se lo tragaron el cielo y la hora de la noche. También es inmenso el silencio, y es inmenso el campo alrededor de la pelota. Se oye sólo el silbido intermitente de los sapos y, de cuando en cuando, el de las ráfagas a través de los cardos secos. Grandes, vagas, traslúcidas figuras de tul, azules, malva, grises, pasan ingrávidas por los aires. Tal vez falta poco para que la aurora aparezca. Así, antes de que esto ocurra, la pelota parece consolidar su estructura física, cerrar su grieta, agrandarse, distenderse. Hasta remontarse. Sí, hasta hacerlo como un globo de tafetán o como un globo de fuego que empieza a dar botes por la carretera en sentido inverso al de la carreta, y a crecer, y a remontarse, de suerte que cada salto es más largo, más alto, y más lento, y el último la lleva sobre el pueblo aquel, donde atónitas las personas, las pocas que velan, observan el extraño meteoro de fuego que se cierne muy por encima de los tejados, aunque no tan alto como para podérsele confundir con la luna llena. También el estudiante contempla el fenómeno. Sin saber por qué, se acuerda del primer hecho mágico de aquella noche: la pelota llovida de los cielos en su cuarto. En un momento todo el poblado despierta y se asoma a ventanas, puertas, escotillas o tragaluces, lleno de espanto, de curiosidad, de asombro, y prorrumpe en inmenso alarido que pronto se trueca en clamor dentro del tumulto general. Sólo desde una ventana abierta a última hora, la de una cocina, no salen estentóreas voces ni lastimeros ayes. Allí unos niños ven y reconocen en el enorme globo su hermosa pelota azul extraviada la víspera. Cae de pronto como un rayo de fuego la esfera alargándose en su forma, hasta el zócalo de la casa donde recibió el puntapié inicial. Los niños salen corriendo en su busca. De los demás habitantes, nadie se atreve a moverse. Por fin se arriesgan algunos, se reúnen en la plaza principal, se dirigen al edificio de la lucha. Hay confusión. Los personajes no pueden acudir, ya que se hallan malheridos o fuertemente contusos, impresentables. Todo el mundo está en la calle. El revuelo es mayúsculo. Nadie sabe lo que fue. En la plaza de la fuente no se ha encontrado nada, si es que el bólido ha caído allí. Tampoco los niños han hallado su pelota. Intentan explicar que ellos saben lo que era, pero nadie los escucha. En medio de la zozobra, el susto, la interrogación, muchos ojos se vuelven hacia poniente, a la línea oscura de los montes por donde empieza a desaparecer una luna enorme, color naranja de brasa. Pero el nuevo día aún no aflora. Algunos se reintegran a sus viviendas, muchos rodean a los niños, no logran entenderlos ni entenderse entre sí, van olvidando el aerolito, casi no creen lo que han presenciado. Se forman corrillos en todas partes, hasta que un nuevo resplandor atrae a todos hacia la plaza principal. Allí está ardiendo el edificio de la pelea, los mozos le prendieron fuego. Arde también un pajar inmediato. Al cabo de cierto tiempo el fuego puede ser reducido, pero corre la voz de que otro edificio arde al lado opuesto del pueblo y que fueron los mozos los incendiarios…

Pálidamente, empieza a amanecer. Como si esto fuese la señal, cada cual huye hacia su cobijo. Las puertas parecen absorber con fuerza prodigiosa a esa población que en el espacio de unos minutos desaparece y cierra y atranca sus casas. Queda el pueblo desierto, sumido en sepulcral quietud. También los niños se han retirado. No hay luz, no unos pañales tendidos en las cuerdas de las solanas. Los niños, en sus camitas, se han dormido ya de día. Transcurren unas horas de calma absoluta, ni campanas se han oído. Cuando los niños despiertan, corren a la cocina, al vasar. Allí no hay pelota ni nada que se le asemeje. Corren a la plaza, se cruzan con el basurero, la lechera, el alguacil, el perro cojo de la inclusa. Nadie parece mirarlos con curiosidad a pesar de ser ellos los de la pelota. Nadie parece impresionado y, en la plaza, junto a la pared, encuentran la pelota azul, tal y como la dejaron; no rajada, no tiznada, no salpicada de sangre, aunque sí húmeda de rocío… El reloj del Ayuntamiento da una hora. Los niños cuentan: son apenas las nueve de la mañana.

 

 

[A los ocho meses de su concepción nace Chicharro en Madrid, un año después que Salvador Dalí, es decir en 1905, en la calle de Ayala un 13 de julio. Tras vivir en Roma desde 1913, con excepción del tiempo que pasó en su país en torno a 1925 enzarzado en el servicio militar, o en ciertos viajes por Francia, Bélgica, Holanda, Alemania y Austria, regresa a España, con su esposa e hijos, en 1943. Se había casado en 1937 con la pintora Nanda Papiri, cuyos dibujos ilustraron revistas y catálogos vinculados con el Postismo.

En Madrid, Chicharro realiza una exposición en la Sala Marabini. Instala su estudio en el Pasaje de la Alhambra, lugar de reuniones en las que se discute, se recitan poemas y se dirigen las operaciones postistas en los años del movimiento.

Se voltea el año 1944 cuando Chicharro conoce a Carlos Edmundo de Ory en el café Castilla y deciden fundar el Postismo en compañía del italiano Silvano Sernesi.Cuando el grupo se disuelve, Eduardo mantiene amistades cercanas al ismo, como Ory y Francisco Nieva, con los que seguirá colaborando. Precisamente junto al segundo funda, a principios de los años 50, la revista Ambo que, como las anteriores Postismo y La Cerbatana, sólo verá un número. En los cuatro años de la década de los 60 que vivió disminuye su producción, se entrega a infinitas correcciones.]

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