Blogia
Raúl Herrero

Crónicas de un convaleciente crónico, (VII)

Crónicas de un convaleciente crónico, (VII)

Al retorcer las líneas del tiempo recuerdo un instante previo, al ya descrito, de encuentro crucial con la poesía. Tuvo lugar en lo que, entonces, se denominaba sexto de EGB y se produjo por obra y gracia de un malentendido, pero preciso poner al lector en situación antes...

Mi desencuentro con las formas dominantes se iniciaron en mi etapa como preescolar, durante el internamiento en uno de esos lugares a los que se denomina guarderías. El primer día de estancia  la profesora se sentó sobre una silla diminuta, en un extremo de la clase, con una linterna en la mano proyectaba luz sobre la pared, el entorno en penumbra... Entonces a la mujer propuso que el haz iluminado se llamaba "rayito de sol" e insistió en que lo atrapáramos. Como, por fortuna, fui el tercero en intentarlo observé el esfuerzo de mis compañeros por asir aquella mancha color orina.  Supuse que la profesora se proponía descolluntarnos los hombros y desgastarnos los zapatos con  saltos y requiebros. Tras un primer intento por atrapar la dichosa luz, por supuesto, en vano, ya que la mano que manejaba la linterna se movía más rapidamente que un servidor,  me diriji a la profesora para rogarle que dejara inmóvil la linterna. Ella se sorprendió primero, para luego después lanzarme improperios. Ese incidente provocó en mí una absoluta incomodidad. Ella se había pronunciado delante de un buen grupo de desconocidos, lo que, entonces, me pareció terrible. Todo ese jaleo por decir la verdad en un lugar a donde me presentaba obligado... Desde ese instante tomé la decisión de protestar con pertinaz resistencia pasiva. Mi determinación tuvo diferentes puntos de ataque. Por ejemplo las carreras.

Por algún motivo, que todavía hoy se me revela como ignoto, los profesores insistían en la necesidad, por parte de los alumnos, de  celebrar carreras. Tal vez ellos se dedicaban en secreto a las puestas  y nos empleaban como podencos, todo es posible. En cualquier caso, tras mi primera victoria decidí que no sentía el mínimo deseo de volver a ganar. Gracias a mi tío Manuel había visionado unos días antes una película de Cantinflas. Los andares propios del personaje  me parecieron el método más oportuno para asegurarme el último puesto en la competición, eso sino me descalificaban, lo que supondría todo un éxtasis.  Por supuesto, esos fracasos los celebraba en mi fuero interno como auténticas hazañas.

En otra vertiente donde pude demostrar mis habilidades fue en el campo de la plástica. La profesora nos pertrechaba de plastilina de diversos colores y luego nos ofrecía un modelo o, en su defecto, un tema. Por supuesto, en mi trabajo procuraba que el resultado fuera lo más alejado posible del tema, o del modelo impuesto por los poderos fácticos. Sin duda, en ocasiones logré algunas mezclas interesantes que serían valoradas en la actualidad en algunos círculos artísticos.

Entre mis determinaciones de rechazo se incluía la negativa a aprender cualquier cosa. Si la profesora nos pretendía enseñar una canción, lo que suponía varias horas de trabajo y la traslación al encerado de la letra, un servidor se lanzaba a la interpretación de cualquier tema de los exquisitamente seleccionados por uno mismo entre los discos de mis abuelos. Por fortuna, disfruté de una infancia con un pic-up o tocadiscos antiguo con forma de maletín, o de máquina de escribir transportable, con el que me introduje en profundas meditaciones gracias a canciones como Rascayú, o me esforcé en imitaciones de cantantes lacrimosos con temas como La casita de papel, o me sumergí en el éxtasis más absoluto con danzas trivales y fervorosas apoyado en la música de la película Zorba el griego.

Entre mis negativas de aprendizaje se incluyó la lectura. Sin embargo, por mucho que intenté resistirme, al final aprendí a leer sin darme cuenta. Las ilustraciones de los libros de los hermanos Grimm o de Andersen eran demasiado apetecibles para que esos garabatos que las rodeaban se escaparan a mi interés. Por otro lado, puesto que llevaba dos años de lucha constante, en la guardería proseguí realizando mis demostraciones de lectura experimental.

Al año siguiente, ya superado el umbral del parbulo y en el colegio, se presentó la profesora Mercedes. Una mujer morena, dulce, con una sonrisa agradable en los labios y un tono de voz meloso. Pensé que se trataba de alguna artimaña para doblegarme. Pero cuando la encontré vestida para el trabajo con una bata roja, surcada con listas de todos los colores, me conquistó para siempre. El resto de profesores se calzaban sobre los hombros unas horribles batas blancas, inocuas, de médico, de matarife, de una asepsia y pulcritud insoportables.

El primer día de colegio ella me llamó a su mesa y abrió la cartilla, con uno de sus dedos me indicó la línea por donde debía comenzar la cantilena. Y allí, casi en silencio, como si se tratara de una confesión, realicé una lectura de su dedo. Ella me felicitó. Y yo me quede sorprendido. Hasta entonces no había dado motivos para que nadie me felicitara y su gentileza me conmovió. Pero que no se alarme el lector, a lo largo de mi esforzada tarea de contradicción y protesta fueron muy pocos los instantes en los que di pie para ser tratado con esmero. Si bien fui elogiado en momentos y por personas, incluso por profesores,  que marcaron de forma indeleble mi vida.

Cuatro años más tarde de infernal adocenamiento, es decir, tras mi llegada a sexto de EGB, de nuevo la señorita Mercedes. A partir de ese año nos impartían clase distintos maestros en las diversas materias. Ella se ocuparía de las clases de lenguaje y literatura. El primer día me sentí eufórico hasta tal punto que al terminar la clase entendí que ella nos había pedido que nos aprendieramos las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique de memoria. Una vez en casa aquello me pareció una tarea titánica para un sólo día. No sé si por la repetición, o por el esfuerzo que se prolongó durante parte de la noche, el caso es que comencé a degustar con apetito esos versos. Desde luego al día siguiente no había logrado memorizar por completo el extenso poema, pero si, al menos, buena parte del mismo. No deseaba desilusionar a mi profesora favorita y las horas previas a su asignatura las pasé repitiendo versos y consultando el libro. Llegado el momento ella recitó con una voz suave y con una brillantez como no he vuelto a escuchar un extracto del poema de Jorge Manrique. En verdad nos había pedido que simplemente  lo leyéramos en casa. Me sentí aliviado pero, tal vez, sin ese primer empuje, las posteriores lecturas de poesía, de las que ya he dado noticia, no hubieran producido en mí tanta impresión.

 

0 comentarios