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Raúl Herrero

Armónica de cristal

Armónica de cristal

Entre mis instrumentos musicales predilectos, junto a la viola de teclas y las ondas martenot, sitúo sin dudarlo el inveterado “Glass armónica”, o armónica de cristal, o armónica de copas, del que se llegó a decir, en 1803, en un tratado sobre las reacciones que produce la música en el cuerpo humano: “su timbre melancólico nos hunde en el abatimiento...hasta tal punto que incluso el más fuerte de los hombres no podría oírlo durante una hora sin desmayarse ".
Aunque el lector suponga que se trata de un instrumento exótico, desternillante, ambiguo, ditirámbico o excéntrico, nada más lejos de la realidad. Para su peculiar timbre compusieron piezas Mozart (una de sus últimas obras, por cierto, junto a otra pensada para un reloj mecánico), Beethoven, Schulz, Gluck … Incluso Donizetti en su ópera Lucia di Lammermoor añadió a la orquesta esta “armónica de cristal”.
Los antecedentes de este instrumento los encontramos en los recipientes de cristal a los que, desde tiempos inmemoriales, se les extrae sonido de las más diversas maneras. En mi caso, tengo predilección por el sistema que consiste en mojar levemente la yema de un dedo y luego deslizarla por el borde un vaso. Si conseguimos, por ejemplo, en el transcurso de una cena de compromiso, boda, comunión o bautizo, varias copas rellenas con una  cantidad de agua variable, podemos divertirnos, al tiempo que interpretamos una peculiar serenata, e incordiamos al entorno, que en el fondo de eso también se trata, aunque sólo sea por caridad, para que las gentes despierten de su constante letargo intelectual, anímico y circunspecto.
Según se rumorea todo comenzó con el irlandés Richard Puckeridge. Durante los primeros años conoció al invento con el nombre de “órgano angelical”. El propio Benjamín Franklin, conocido popularmente por volar una cometa y ser presidente de los EE.UU. y que, en la intimidad, fue un humanista de su época, una mente preclara y un privilegiado inventor, sintióse fascinado por la armónica y le añadió ciertas mejoras, como un pedal, que facilitaba la interpretación. El mismísimo Franklin quiso patentarla, pero el hecho de que ya existiera desde antes de su nacimiento, al final le hizo desistir del empeño.
Aunque en torno a mediados del siglo XIX el “glass armónica”  estuvo muy de moda en salones de moda y se compusieron para él abundantes piezas (en torno a cuatrocientas), de pronto comenzaron a propagarse extraños rumores sobre sus efectos antiterapeúticos. Quizá el más sorprendente consista en la afirmación “científica” que atribuía la posibilidad de enloquecer para aquel que se expusiera en exceso, ya fuera como interprete o simple sujeto auditor, al instrumento de agua. ¡Fíjense qué hermoso, mis amados lectores, si esto fuera cierto!
Por supuesto, no sentí ningún remilgo en buscar como un desaforado cualquier soporte que incluyera una grabación de este colosal instrumento. ¡Y vaya si la encontré, y vaya si escuché una selección de piezas para este instrumento!
Aunque me he sometido a múltiples audiciones no he alcanzado las proezas que los rumores atribuían al instrumento, ni he sentido cambio sustancial alguno en mi mente ni en mi cuerpo, más allá de los desarreglos propios de mi personalidad, a la que ya me tengo acostumbrado. Pero, a cambio de mis desvelos, sí he gozado como un alacrán en un pozo de arena y he descubierto el que ya nombro como uno de mis instrumentos favoritos.

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