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Raúl Herrero

Jesús de Nazaret, una ópera de Josep Soler contada por Josep Soler

Jesús de Nazaret, una ópera de Josep Soler contada por Josep Soler

(Entre nuestros compositores más fecundos e interesantes, por ende, importantes del siglo XX, y de lo que llevamos del XXI, se encuentra Josep Soler. Autor de una estética personal que bebe tanto de la tradición  que desentrama lo que de ella habita en Wagner, Scriabin y Schönberg. Entre sus trece óperas se cuenta una de las obras más ambiciosas de las que ha emprendido un ser humano en los últimos siglos, o, al menos, desde que encuadernamos páginas y escribimos sobre  ellas la palabra historia. Nos referimos a la ópera Jesús de Nazaret, obra extensa y, por lo que de ella sabemos, de gran interés, para la que no encuentro calificativos ni obras hermanas a las que compararla. Para mejor conocimiento de mis amados lectores, y como muestra de mi admiración ilimitada por su obra y su persona, incluyo el siguiente extracto escrito por el propio autor sobre las disquisiciones de su ópera.)

Josep Soler (nacido en Vilafranca del Penedès, Barcelona, 1935); en su ciudad natal estudia con Rosa Lara y más tarde —1960— es discípulo de R. Leibowitz en París (amigo de Schoenberg y discípulo, a su vez, de A. Webern). En Barcelona trabaja con C. Taltabull —que estudió con Max Reger a comienzos de siglo, en Munich— desde 1960 hasta la muerte de éste en 1964.
En su dilatada carrera ha compuesto dieciséis óperas —entre las que mencionamos Edipo y Yocasta (1972), Frankenstein (1996), Nerón (1985) o La Bella y la Bestia (1982)—. En el resto de su obra destacan las piezas de temática religiosa como Noche oscura (1971), la ópera —oratorio— Jesús de Nazaret (1974-2002) y el poema-sinfónico Via Crucis (1995).
Junto con su importante producción musical ha publicado Fuga, Técnica e Historia (Barcelona, 1980), La Música (Barcelona, 1982), Victoria (Barcelona, 1983), Escritos sobre música y dos poemas (Barcelona, 1994), J. S. Bach. Una estructura del dolor (Barcelona, 2004) y Música y ética (Barcelona, 2006); asimismo ha editado y traducido Pseudo Dionisio Areopagita: Los Nombres Divinos y otros Escritos (Barcelona, 1980, 1ª edición), Poesía y Teatro del Antiguo Egipto (Madrid, 1993) y  —junto con Joan Cuscó–— Tiempo y Música (Barcelona, 1999). En Libros del Innombrable: Otros escritos y poemas (1999)y Nuevos escritos y poemas (2003). En la colección Sarastro, aunque también en Libros del Innombrable, se ha publicado: Josep Soler Sardà. De la tradición al oficio de Joan Cuscó y Josep Soler.)


La obra se divide en dos actos o partes; su extrema duración hace casi inviable representarla como un todo; ello exige, si algún día, cosa prácticamente impensable, llegara a intentarse su puesta en escena, encontrar una solución entre dos días consecutivos o considerar las dos partes como unidades individuales y autónomas –cosa factible– y tratarlas como tales.
A diferencia de su primera obra, Jesús de Nazaret  contiene en su partitura largos interludios y aun escenas enteras orquestales: entre otras, se pueden citar la Natividad, la institución de la Eucaristía –como acción de gracias–, ciertos momentos del Via Crucis o el momento del descendimiento de la cruz y la Piedad de María  que no utilizan voz alguna; en otras son los coros solos los que cantan .De hecho no es una obra para grandes lucimientos vocales de ningún intérprete; la persona de Jesús está concebida para ser hablada y otros personajes tienen unas intervenciones mínimas: lo «sagrado» del tema, está concebido aquí en su dimension más abstracta; dimensión sagrada por su misma naturaleza pero nunca, ni remotamente, por sus implicaciones eclesiásticas, que han pervertido, por sus conveniencias, la figura de Jesús hasta hacer de él un objeto lejano de su posible y aceptable realidad y sin relación, física y real alguna, con lo que a sus «herederos» y sucesores les convenía creer que había predicado, esperado y, muy en especial, instituido en realidad.
Es bien conocida la terrible frase de que Jesús esperaba la llegada del Reino de Dios (y sólo esto) y, en su lugar, lo que llegó fue la Iglesia; es por ello que en nuestra obra nunca tocamos este tema: el iluminado profeta galileo, hombre de pueblo con ideas sencillas, de admirable sentido común, tal como, con notable tacto e inteligencia , ponen en su boca los cuatro biógrafos oficiales –y también en algunos textos de los llamados apócrifos–, atraído por su urgente y, según creía él, sobrenatural llamada, seguramente sintió con enorme fuerza que supo transmitir a sus escasos seguidores, la noción de que el Reino de Dios, como concepto abstracto, no político ni institucional, estaba allí, estaba dentro del corazón de los hombres que quisieran reconocerlo con todas sus consecuencias de hermandad, solidaridad frente a las desgracias de todos los días y comunidad de bienes; y éste fue su mensaje, vigente entonces y con pleno sentido ahora (y quizá aún más en nuestros momentos).
La inevitable conclusión, entonces (y también lo sería ahora) fue la muerte en la cruz, en época romana y cualquier otro tipo de muerte caso de haber vivido hoy día y haberse atrevido a decir en público y en privado lo que allí su ingenuidad pueblerina le impulsó (con medios harto diferentes y posibilidades de comunicación incomparables a los actuales) a decir y proclamar con la fuerza que le daba la seguridad de la Presencia en su interior, frente al Imperio, a los ocupantes romanos, al rey impuesto por ellos y a los grandes jefes religiosos, políticos y económicos del país que no podían tolerar semejantes mensajes y anuncios: entonces y ahora su final era previsible y trágico y fue y ahora sería el mismo (seguramente aún más violento) y de la misma manera.
Y esta Fuerza que le impulsaba, según parece transparentarse con gran verosimilitud a través de los textos, canónicos o no, le llevó a autosacrificarse e intentar acelerar la llegada del reino de Dios a través de su muerte –se podría decir de su suicidio– al subir, por última vez a Jerusalén: no podía ignorar que allí sólo le esperaba un único final: las fuerzas estaban totalmente en desequilibrio –aunque en los textos se ve claro que sus seguidores llevaban armas–; a pesar de estas escasas armas, nada podían hacer frente al poder de los soldados romanos o los grandes jefes colaboracionistas, muy interesados en mantener intacta esta relación, buena para los intereses de ambos.
Queríamos mostrar una aventura –una búsqueda– de un alma que ha tenido una importancia excepcional en la civilización de Occidente y en parte del resto del mundo, durante los últimos dos mil años: y esta aventura nos llega a través de textos en los que el equilibrio histórico y personal se hace difícil y no siempre es posible obtener una imagen coherente del personaje: a pesar de todo, a través de los años de leer y «tratar» los textos, sentimos que, a lo largo de ellos, se dibuja con una peculiar nitidez, una sombra, pero una sombra viva y, también en algunos casos, una sombra agresiva y aun feroz: en otro momento llega a un extremo de perversidad (o se le atribuye, con razón o no, este extremo)  quizá inigualado en texto alguno de la historia –aunque queremos creer que los escritores qe intervinieron en estas «historias sagradas» añadieron, de su cosecha, aquello que creyeron era más útil (y es bien sabido que el miedo es lo más útil que puede manejar un sacerdote o un político para sus conveniencias), útil y utilizado sin escrúpulos, para su labor de predicadores que imponían una nueva religión– :léase la parábola, que no queremos reproducir, tal es el horror que nos produce, del hombre rico, vestido de púrpura y un pobre lleno de úlceras llamado Lázaro (Lc. XVI, 19-31): el diálogo final, entre el rico y el Padre Abraham, eleva la perversidad a lo sublime: sólo un hombre –sólo los hombres– pueden hablar así.
Hemos intentado obviar esta circunstancia, olvidarla y centrarnos en lo que pudo ser el costado más positivo del personaje, sin dejar de lado, por otra parte, ciertos aspectos «sobrenaturales» que lo encuadran y le dan un carácter determinado: en el Acto I o Parte I, desde la introducción en la que una voz (sobre la orquesta y las voces del coro, sin texto), recita el Poema--prólogo de Juan, hasta la escena, dramática y muy movida, en casa de los tres hermanos, María, Marta y Lázaro y la resurreción final de éste, pasando por el dúo, al comienzo de la obra, entre María –la madre de Jesús– y el Mensajero, el ángel, la música para la Natividad (en la que nos limitamos a glosar musicalmente el momento, bajo la influencia de una pintura de William Blake, sin que nos atreviéramos a incluir texto hablado alguno); la larga escena de la tentación en el desierto; el diálogo nocturno de Jesús con Nicodemo, en Jerusalén; la Transfiguración, etc., todo ello conforma una primera parte en la que, desde la Eternidad en la que preexiste, «cabe Dios», Jesús, después de esta aparición maravillosa en el mundo, se enfrenta al costado maligno de las cosas, objetivado en el Tentador, conversa y discute con los judíos, con Nicodemo, se encuentra asimismo frente a la enfermedad y al dolor humanos en la Piscina de los Cinco Pórticos y, en Jerusalén, tiene que patentizar que, por encima de la Ley está la caridad y la compasión, en la escena con los judíos y la Mujer adúltera.
Después de otros diálogos en los que se presenta como Enviado salvador, Luz que ilumina las Tinieblas y asegura, finalmente, que Él y el Padre son una sola cosa y provoca el miedo y el escándalo de los judíos por decir cosa parecida, en la casa de Lázaro cierra la primera parte evocando a un muerto del más allá y retornándolo a la vida: con esta afirmación final de la fuerza divina, se cierra esta primera parte.
En el Segundo Acto, en Betania, en casa de Lázaro y sus hermanas asistimos a la escena de María, hermana del resucitado, que unge con un perfume muy caro al profeta; más tarde, ya en Jerusalén, la obra prosigue en el cenáculo donde Jesús instituye la acción de gracias, la Eucaristía. En el monte de los Olivos, por la noche, durante la Agonía en el Jardín (orquesta sola), un mensajero, de nuevo, aparece en la vida del Enviado, ahora para consolarle y enjuagar su rostro, mojado por el sudor de sangre.
 Sigue luego la larga historia de la pasión: un intermedio orquestal comenta la escena en el palacio de Herodes; igualmente orquestal es la Coronación de Espinas y , ya en el Pretorio, la voz de Pilato y el coro es la ultima intervención cantada antes del anuncio, frente al sepulcro, del Mensajero –¡de nuevo!– a las Tres Marías y, finalmente, el encuentro del Jardinero y María de Magdala; entre estas dos escenas transcurre la acción con el Via Crucis que cierra la orquesta con extrema violencia a la llegada al Monte de la Calavera: después de una larga pausa, ya en PP, es la voz de Jesús que exclama sus últimas palabras, con intervenciones, por primera y última vez, del clavicémbalo, la viola de gamba, órgano y celesta, todo con la mayor discreción y PP.
La escena de la muerte del Enviado se cierra con una música muy suave que incluye el llamado Amén de Dresde –bien conocido por su uso en Parsifal– aunque la alusión proviene, creemos, de su intrínseco valor musical (si bien es cierto que no puede desligarse, hoy día, de su relación con la música de Wagner): un acorde do-mi-sol, muy largo y PP en el órgano y, finalmente, en las cuerdas solas, cierra esta escena.
Unos compases de extrema violencia expresan el dolor de María ante su hijo muerto, su meditación sobre el cuerpo y el entierro en el sepulcro nuevo; ya al amanecer del primer día de la semana, el Mensajero sale al paso de las tres Marías y les advierte de lo que ha sucedido. Sigue la escena de María de Magdala con el Jardinero y el aviso de Jesús de que les abandona a todos para ascender hacia el Padre.
Un largo intermedio orquestal anuncia las luces del final de todas las cosas: la voz de Jesús afirma que Él es el primero y el último, que estuvo vivo y muerto y que ahora, por el poder de Dios, ha sido despertado para vivir por los siglos; desde el comienzo de esta última escena las tres máquinas de viento, símbolo del Triple Aliento divino, al unísono, suenan dulcemente y en PPP; en 275 y sólo en los tres compases siguientes, en FFF: aquí el gran coro se une al pequeño coro que canta desde el principio de la escena; son en realidad tres únicos compases FFF que disminuyen de volumen rápidamente. El pequeño coro se halla situado o debe sonar «como oyéndose desde lejos», indicación cara a los autores de la Escuela de Viena.
De nuevo la voz de Jesús aparece, sobre las voces PPP del coro pequeño, ahora ya por vez postrera: «Todo está consumado, soy el alfa y el omega, principio y fin; a los sedientos les doy agua de la Fuente de la Vida… soy Dios para ellos y ellos son hijos para Mí … soy la estrella esplendente de la mañana».
Y las voces al unísono de las tres máquinas de viento, ya solas, siguen sonando PPP pero incesantes, sin detenerse, por la eternidad…
Es evidente que esta obra –ópera, oratorio escénico…– nada tiene que ver con cualquier confesión religiosa o con iglesia alguna; el material histórico y humano pertenece a todos los hombres y es por ello que ha sido –confesamos que con el mayor y máximo respeto –empleado –en ésta y otras obras de tema semejante– por el compositor.
El empleo del órgano, muy frecuente en las obras del compositor, no tiene aquí –ni en parte alguna– ningún carácter eclesiástico, pero sí es símbolo de lo «sagrado» o de sonido «trascendente»; su timbre, casi siempre suave y dulce, medita en éstas y otras obras –incluso en Macbeth o en El Sueño de una Noche de Verano– sobre la gran tragedia que se desarrolla en escena o en el espacio imaginario del oyente.
Con todo, sería equivocado ver en esta obra una especulación sobre el choque entre política e idealismo: Jesús de Nazaret fue un galileo, un pueblerino nacido en un paisaje amable y muy distinto de la aridez y dureza del sur de Israel y que, por temperamento y carácter, debía tender a ver el mundo y sus circunstancias de un modo harto diferente del que imponían y aceptaban como único los legalistas y aristocráticos habitantes de Jerusalén.
Muerto hace más de dos mil años, la pasión de sus seguidores –sea la pasión de una alucinada, sea la pasión de un hombre enfermo, exaltado y genial, como Pablo– hizo que las ideas derivadas de sus enseñanzas (que iban poco más allá de la sabiduría popular) se implantaran en terreno griego y, fecundadas por los misterios helénicos y orientales, vinieron a convertirse en el llamado cristianismo; de esta manera organizaron la base de nuestra civilización occidental, maridaje entre el pensar de Grecia y la austera y agresiva visión del mundo de los judíos: sobre su figura, directa o indirectamente, se ha basado el devenir de nuestra cultura y ahora, que pensamos está ya en su ocaso definitivo, el compositor, fascinado por esta figura, lejana, huidiza y que , a pesar de todo, aún posee entidad y vida propias, ha querido, con insistente dificultad y esfuerzo, situarla sobre la escena y –¿por qué no?– rodearla de su aura y halo míticos y místicos, evocarla desde la eternidad como Logos intemporal y que está cabe Dios y observarla, de nuevo, tras su vida terrestre, en la detención en un punto sin tiempo, retornado a la fuente inicial, al lecho en el que, inmutable, descansa como Logos desde el comienzo de todas las cosas.
Al final del oratorio u ópera serán las tres voces de las tres máquinas de viento las que sonarán cada vez más solas para acabar la obra únicamente con los tres instrumentos al descubierto, símbolos del triple Aliento divino: con Él se iniciaron todas las cosas y así el triple viento –la rouah de la Voluntad que todo lo mueve– las concluye y sigue para siempre su operación inacabable, eterna. En otros momentos, el Aliento será simbolizado por tres flexatones que juntarán sus voces a los flatterzunge de las maderas y los metales con sordina para llorar su dolor y su desesperación ante los trágicos sucesos que cierran la vida terrena del Enviado: el llanto de María ante su hijo muerto está acompañado por sus gritos.
El tema tratado parece situarse en una órbita dependiente de las ideas de Wagner, cosa que ya era más que visible en su primera ópera completamente acabada e incluso en el primer intento que recuerde el compositor; vista la evolución de este largo ciclo de óperas, es evidente que, desde un principio, el compositor se sintió, por derecho y natural sentimiento, cada vez más inmerso dentro de la gran corriente que en Wagner halla un teórico consecuente y preciso pero que ya veía sus primeros y muy exactos exponentes en Monteverdi, Cavalli, etc. y, ahondando aún más, remontaba el hilo conductor hasta el teatro griego y, más allá, en el teatro litúrgico de Egipto, (es ya un lugar común el que la ópera que se inicia en los gloriosos comienzos del siglo XVII es un intento de actualizar, de revivir, de provocar un renacimiento de la tragedia griega aunque se olvide o se desconozca el papel crucial que Egipto y sus representaciones litúrgicas tuvieron sobre el teatro de Grecia primero, y mucho más tarde, en el teatro litúrgico de la Edad Media).
El compositor ni tan sólo se planteó en su juventud el discutir o el interrogarse sobre esta problemática: Wagner, Strauss, Mussorgsky, Schönberg y Berg (Wozzeck lo pudo oír en la grabación que hizo Mitropoulos en 1951, Lulu, sin fecha en los discos, es aproximadamente de la misma época; el Schönberg de Erwartung fue la única de sus óperas que conocía en aquel momento en  la grabación de Mitropoulos y Dorothy Dow de 1952 y no pudo acceder a Moses und Aron hasta su edición en 1957; las dos óperas restantes tuvieron que esperar hasta las ediciones de Robert Craft, Die Gluckliche Hand en 1962 y –absoluta obra maestra– Von heute auf morgen en 1968), todos ellos, le indicaron el camino que, por instinto y por una absoluta afinidad electiva, era el suyo propio.
Y por otra parte, no se sintió interesado en absoluto (dadas las fechas en las que inicia sus intentos dramáticos que se remontan, tan primitivos como se quiera, a los finales de los cuarenta: por razones personales recuerda que una obra que intentó preparar, no sabía exactamente cómo y de qué manera, fue Jezabel inspirada, más que en la historia, fascinante en su conclusión: «… y los perros lamieron su sangre…», en los grabados de Gustavo Doré; allí, como en otras obras, fue una imagen la que sugirió la necesidad de una representación escénica; tiempo más tarde será el cine, que, en aquellos momentos, ya le hacía sentir la necesidad de poner música a obras como Los Nibelungos que Fritz Lang había rodado sobre la tragedia de Hebbel, el que le empuje a escribir unas determinadas obras sirviéndole como ideal telón de fondo, imaginario y personal), no se sintió interesado, decimos, en un teatro nacionalista heredero del que preconizó Pedrell y del que son pocas las obras que, en la actualidad, se pueden salvar con auténtica calidad musical; ni menos, en aquellos momentos tan difíciles y con connotaciones políticas del peor nivel, se sintió afectado por «la lección castellana de Falla», tal como se insistía, con fuerte presión, desde determinadas revistas y centros musicales; siempre admiró –y admira– las obras teatrales (e instrumentales) de éste, pero jamás ha sentido necesidad alguna de proseguir o continuar por aquellos caminos.
Tampoco sintió, en absoluto y como es muy evidente, vista su trayectoria, necesidad alguna de transitar por determinadas experiencias de teatro musical, –con acentos de «denuncia social»– harto discutibles –o, lo que es peor y en el peor sentido de la palabra, socializantes, es decir, las más vulgares y de peor calidad posibles– o por tratar de conseguir una o unas obras «revolucionarias» abriendo «nuevos caminos» o tratando de destacar por lo nuevo de sus aportaciones: ingenuo o no, trataba entonces y aún lo intenta ahora, hacer aquello que creía y cree es lo que debe hacer y de la manera como cree es la correcta, pensando que sólo de su interior, de su necesidad y fondo interior –del pozo, temible o no, pero inevitable, de su interior más profundo– es de donde tiene que sacar aquello que será el material de sus obras y las ideas y músicas que las configuren.
Digamos, finalmente, que una de las sugerencias para escribir esta obra fue el hecho de que Wagner había planeado componer una ópera (aunque no es claro que esta fuese su intención: el texto lleva la indicación de ein dichterischer Entwurf –esbozo poético–; se publicó, cuatro años de después de su muerte, con una dedicatoria de Herr Siegfried Wagner «a la memoria de Heinrich von Stein») sobre este mismo tema y con el mismo título: Jesus von Nazareth (entre noviembre de 1848 y comienzos del 1849); el texto nos ha llegado en un resumen de la acción de sus cinco actos e incluyendo comentarios y fuentes para la redacción del libreto o poema definitivo que nunca llegó a escribirse.
Nuestra primera intención, antes de recibir las fotocopias del original (en enero de 1978), había sido poner música al texto de Wagner dando por sentado que él quería escribir una «Handlung» y no una obra de teatro; esto se reveló imposible: no sólo no había en sus escritos un diálogo establecido y concreto sino que la acción y sus incidencias tocaban temas que eran y estaban muy alejados de nuestra manera de pensar y concebir la obra y la alejaban de lo que para nosotros era lo más esencial: la unidad de la acción en el Enviado trascendida por lo arquetípico, si así se puede decir, de su acaecer y su circunstancia «sobrenatural» y no en el desarrollo de un fresco seudohistórico, de gran espectáculo, pero lejos de lo íntimo y «sagrado» que deseábamos para nuestra visión de la historia del paso del logos eterno por entre los hombres: el esfuerzo de Wagner, único que sepamos que exista para poner en escena estos acaeceres, nos parece muy notable y sería de desear que se hiciera un estudio profundo de sus textos, pero para nosotros, como texto para una ópera propia, no era válido.


Josep Soler

[Extracto del capítulo Jesús de Nazaret del libro: Nuevos escritos y poemas, Josep Soler, Libros del Innombrable, Zaragoza, 2003]

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