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Raúl Herrero

Diario

Diario

(En la ilustración superior obra de Gustav Moreau, Piedad, 1854, óleo sobre lienzo, Museum of Fine Arts, Gifu)

 

El diario de un escritor constituye un mecanismo certero para adentrarse en su humanidad (o inhumanidad). La figura del diario conviene distinguirla de las memorias (como las ejemplares de Casanova, donde la fabula cohabita con la auténtico), ni con obras donde el autor rememora una parte de su vida (Adiós a todo eso de Robert Graves o Si eso es un hombre de Primo Levi, por ejemplo). En el diario se encuentra la inmediatez, si acaso, incluso, una relativa falta de estructuración lógica, al tiempo que se muestran los anclajes de los pasos lúgubres o luminosos del pensamiento que terminan fraguando toda la idiosincrasia del autor.

Entre mis diarios predilectos desde casi siempre se encontraron los de Kafka, Paul Klee y el Diario de un genio de Dalí. Pero en los últimos tiempos he añadido, por cuestiones de trabajo y otros motivos, algunos nuevos dietarios a mis querencias. Entre ellos citaré La dudosa luz del día de Fernando Arrabal, por el que recibió el XI Premio Espasa de Ensayo, las brillantes Radiaciones de Ernst Jünger, el Columpio autobiográfico, donde el poeta de ochenta y tantos años Marino Esquillor desarrolla, en un breve cuaderno, apuntes sobre su vida hilvanados con el sueño, la fantasía y lo cotidiano. (Lo que pensamos y soñamos forma parte de nuestras experiencias, por tanto, de nosotros mismos al nivel más profundo). Tampoco han faltado las falsificaciones en este sentido, como sucedió con los atribuidos a Hitler y Jack “El destripador”.

En breve publicará Libros del Innombrable la segunda parte del diario de José Fernández Arroyo, fechado desde 1954 hasta 2006, agrupado bajo el título genérico No es un sueño. En estas páginas el autor insiste diferenciar el diario (sin más) del diario íntimo. Durante las últimas páginas del volumen el autor se adentra en una intensa búsqueda que confluye en la lectura de diarios, sobre los que ofrece opiniones más o menos acertadas (en mi opinión). Arroyo afirma que los diarios con un alto contenido de búsqueda filosófica o, simplemente, donde se detalla una evaluación que trasciende los quehaceres cotidianos, no pueden incluirse en el terreno de lo íntimo. Entonces recuerdo las palabras que pronunció Ricardo Senabre al hilo de la presentación de mi ensayo-dietario El Éxtasis en Salamanca: “En este libro el autor se ocupa de la verdadera intimidad, es decir, de sus inquietudes filosóficas y de búsqueda”.

Ernst Jünger en sus diarios de la Segunda Guerra Mundial, agrupados bajo el apelativo Radiaciones, recoge sus impresiones de la lectura desenfrenada de los Diarios de León Bloy. Un estudio comparativo de las divergencias entre ambos escritos, a luz de las opiniones de Jünger sobre Bloy, sin duda, trascendería lo meramente anecdótico y abarcaría amplios matices del mundo de finales del siglo XIX y mediados del XX, así como de sus carnicerías. Antonio Fernández Molina también sentía un entusiasmo vibrátil por los diarios de Bloy. De hecho el ejemplar en que he leído esta obra fue un regalo de mi amigo poeta.

Alicia Silvestre, que ha llevado el interés por lo diarístico al límite de la grafomanía, desde hace varios años redacta con exactitud y disciplina un diario que ya abarca varios cuadernos. Al parecer durante un tiempo su modelo fueron los de Anaïs Nin, que un servidor conoció en ejemplares que Alicia le prestó, aunque sospecho que mi amiga ha superado el modelo, en el sentido de forjarse el suyo propio. Algunas veces ella me ha leído algunos fragmentos de su obra, lo que me parece un sincero privilegio, en los que me retrata como una persona con un encanto superior al “yo” que uno siente como propio. Mi persona en sus diarios se aproxima a un personaje inquietante, lo que me satisface profundamente. Resulta aleccionador el descubrimiento de las hechuras que nos atribuyen los demás, aunque tales revelaciones no siempre, como en este caso, reconfortan.

Por otro lado, los diarios describen con una perfección, que supera a las intenciones de su progenitor, las miserias y logros del redactor. A este respecto considero decisivas las últimas páginas que el autor incluye en su diario cuando se decide a publicarlo. Considero esta parte como el equivalente a un epitafio del escritor.

Por ejemplo, Fernández Arroyo ha decidido finalizar sus diarios con la proclamación de la amargura que le generó la acogida (o, más bien, el respetuoso silencio habitual) de la primera parte de los mismos (Edelgard. Diario de un sueño).

Carlos Edmundo de Ory, en los diarios publicados por la Diputación de Cádiz, decidió poner fin al tercero y último de los gruesos tomos de la siguiente manera: “Pues que voy a poner un fax a Javi, mi plenipotenciario. Y estoy pensando decirle que no quiero dinero de A.H. (25000 cochinas pesetas), según el contrato de 100 ejemplares y no 50… Le estoy diciendo esto y a poco sale un fax tuyo que dice: “Anoche hablé con el posible editor y le saqué la edición de Novísimos Aerolitos, te daría 100 ejemplares en lugar de 50… Ya ves, más telepáticos que vosotros dos tendría que buscarlos en vano con linterna en pleno día como Diógenes buscando hombres.

Aquí me quedo abrazando en el aire a los esposos del Valle Verde. Y hasta nuevos mensajes.”

En ocasiones no se puede evitar el sonrojo ante ciertas actitudes o pretensiones del diarista. Por el contrario, uno de los mejores epitafios de diario que leído, hasta el momento, lo redactó Ernst Jünger, al término de sus Radiaciones:

“Deberíamos pensar en cada muerto como si estuviera vivo, y en cada vivo, como si estuviera ya separado de nosotros por la muerte. Así nuestros deseos apuntan más alto, a la persona invulnerable. Y si tensamos bien el arco, experimentaremos el instante maravilloso en que nos llega la respuesta. Pues en el interior sí está hecho.”

 

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