Fíjense qué huevo
A cada muerto sus alas. Por la noche, con los pulgares agarro las plumas y me las arranco de la piel con un tirón seco. Entonces, la noche se transforma en una fiesta. Los perfiles de las hojas se internan en mis ojos y los rostros, sumidos en cera hirviente, se desparraman sobre mi carne. Y, con esa carne fundida, dibujo sobre la colcha dibujos que imitan el arte de la marquetería. No importa tanto la noche como las cenizas. En la muerte se refleja mi cuerpo tumbado, herido por los bocados de las estalactitas y los aeroplanos que, a diario, se incrustan en mi biblioteca y despeinan mis líneas y diagramas. Sí, señor mío, los hombres acuden a las piscinas, ya sin plumas, a éstas las guardan en un armario para confeccionarse con ellas un abrigo cuando arrecie el invierno. Algunos muchachos de rodillas entonan El Ángelus y los innumerables ríos de la luz descienden sobre ellos para eclipsarlos. Otros abaten a los piadosos lanzándoles huevos frescos.A cada muerto sus alas. La boca se me llena de plumas y las escupo y las confundo con restos de podredumbre que mi boca exhala, puesto que, al tratarse de plumas de cuervo, las esputaciones que realizo son negras.
La muerte se adentra como una corneja en mi pecho y me sale volando por la garganta.
La gente se acostumbra al tiempo, lo emplea para pisarse las nalgas, recorrer los cien mil espacios donde se han plantado tubérculos, o ahogarse en el mar con un sombrero de rejilla en la cabeza. Pero el tiempo no es para tanto. Los productivos camaradas lo aclaman. Los estudiantes poco diligentes lo temen. Pero, al desprenderse de las plumas y de las curvaturas, el tiempo carece de importancia. Sólo es esto, esto que no conduce a parte alguna. Pero claro, cuando la música lo soporta, se asemeja a algo. En todo lo demás conviene dormir, incluso soñar, o comerse las orejas a golpe de silencio.
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Carlos Calvimontes Rojas -