En Soria con Machado y los cien mil hijos de San Luis (transformados en un poeta-hombre de nombre Martín Marcos)
(En la imagen superior Pino-roble. Fotografía de Raúl Herrero.)
Este año se celebra el 75 aniversario de la llegada de Antonio Machado a Soria. Por este motivo, al concluir mi recital-ceremonia, una simpática muchacha me preguntó por el poeta. Tan apresurada fue mi llegada, que no me percaté del acontecimiento. Con más calma, tras el acto, acompañado por el poeta-sonetista-caminante no hay camino-leñador-¡y santo! Martín Marcos, y también de María José, me percaté del baño en Machado de la ciudad de Soria, descubrí sus textos preñando las paredes, las colgaduras y deslizantes cabalgaduras que, en verso, cual cortinas, desbocan a toda la ciudad. ¡Y olé!, me dije. ¡Olé! porque me he encontrado sin saberlo, tras varios años sin pronunciar un verso en público, apenas alguno en privado, con este suceso inusual de una ciudad abarrotada de poemas. Ese día la poesía, en cualquier caso, la hubiera puesto Martín Marcos quien, se presentó de improviso con su poemario con sonetos sobre el ajedrez bajo el brazo.
El recital desfiló por Antonio Fernández Molina, Fernando Arrabal, José María de Montells, Mariano Esquillor, Félix Casanova de Ayala, entre otros, más o menos. Aunque, en esta ocasión, el poema que más sorprendió pertenecía a Salvador Dalí. Hasta tal punto que un atento “escuchador” intentó realizarme una pregunta mientras me desenrollaba a lomo caliente por el latido profundo del final del poema. Como postre una adaptación de un servidor de un poema sumerio del 3000 a.c.
En la librería Sanchos Ochoa nos trataron como a niños recién paridos. Ese detalle nos reconfortó durante esos preludios de un viaje posterior, que nos llevó a la siempre hermosa y enriquecedora ciudad de León.
Mientras mi boca se pronunciaba en voz alta imaginaba que mi cerebro se transformaba en un melocotón que crecían, aumentaba de tamaño hasta hacerme estallar el cráneo. Semejante visión me produjo cierta hilaridad, es decir, que terminé por resistirme a la tentación de carcajearme del panorama que mis visiones me servían como un suculento plato (como los huevos al plato sin el plato de Dalí).
Aproveché la presencia de Marín Marcos para sintonizar unas palabras sobre los amigos que, siempre que nos es posible, viajamos tras, con y sobre Fernando Arrabal por valles, montañas y veredas.
Tras la celebración posterior al recital, una vez en la habitación, tuvo a bien saludarnos uno de los gnomos de la ciudad, hombre servicial de cintura elástica y hábil manipulador del pico y la pila bautismal.
A la mañana siguiente Martín Marcos nos sedujo en una cafetería entre cafés con leche y otros menesteres. Nos habló del ya famoso pino-roble, de ese encuentro entre naturaleza y patafísica (ciencia que estudia las excepciones). Como sabiamente nos advirtió el poeta Marcos: “Ahí reside la grandeza del pino-roble. Jamás dará “pinos-robles” pequeñitos, se trata de una excepción, por tanto se encuentra por entero dentro de la patafísica.
Admiramos ese ejemplar único cubierto por una piel de hormigas rojas que, con sus mandíbulas descastadas, pretendieron mordernos y arrancarnos el brazo de cuajo. A punto estuve de llorar por los codos.
Unos pasos más adelante descubrimos la existencia del pino de la voluntad, es decir, de un pino que crecía sobre una enorme roca. ¿Por donde obtienen las raíces su alimento?, pregunté a Martín. No descubrimos el secreto. Al igual que tampoco pudimos desnudar los arcanos de los enterramientos funerarios realizados cerca del lugar. En una colina, en la propia piedra, se habían tallado los huecos necesarios para albergar a los muertos, adultos o niños. Sobre aquel lugar reposamos unos minutos. Martín nos mostró que su cuerpo podía penetrar en una de esas tumbas con absoluta naturalidad. ¿Cuándo llegará el momento de fundirme con la piedra?, me pregunté. “De ser uno y no más”. Martín se despidió, todavía pienso en su sonrisa deshaciéndose en el espacio, cual si fuera un gato en un país de las maravillas.
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