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Raúl Herrero

Un paseo en ballenero

Un paseo en ballenero

Mientras el ballenero se balancea como un moisés, durante una jornada de calma, en uno de esos días de azul intenso, cuando sólo queda por hacer los trabajos de siempre; en uno de esos tiempos desfallecidos entre el mar y el buque por el hastío, la voz de Ismael nos instruye a nosotros, lectores neófitos en estas labores marineras. Por supuesto que nuestro amigo no posee tantos años de experiencia como para demostrarse infalible y yerra algunas veces cuando se aventura en las resonancias filosóficas, históricas y mitológicas de la pesca del cachalote. Así, Ismael, dedica un soliloquio al color blanco, el color de la ballena proverbial, que nuestro capitán insiste en perseguir. En ocasiones, la voz de nuestro amigo se alinea con el tono de los profetas. Sobre todo cuando repite la historia de Jonás, o cuando asciende hasta el demiurgo para justificar la imbatibilidad del cachalote Moby Dick, o cuando describe con resonancias bíblicas los comportamientos obsesivos de nuestro capitán.
A algunos les molestan las confesiones, las historias y los discursos de Ismael. Afirman que esas intermisiones enturbian la acción, distraen al grumete y que, a veces, no aportan nada ni a la historia ni a su desarrollo. Pero nosotros hemos encontrado en la voz de nuestro narrador, Ismael, el paso del tiempo. Esos largos intermedios simulan los momentos de nada, pero que pasan, durante la navegación. La espera, acompañada por los detalles que Ismael refiere, más o menos relacionados con los sucesos, nos aproximan a la verdadera "caza" del cachalote. Y esas digresiones nos sitúan de cuerpo entero en el buque Pequod atosigados como un marinero más en instantes de virulenta actividad, como la caza de ballenas o cachalotes, o con periodos de reposo en los que Melville bien pudiera haber escrito: azul, azul, azul (o gris, gris, gris, según el estado atmosférico) durante páginas para simular los cambios de ritmo, los diferentes tiempos de una auténtica persecución de meses o años a lomos de un barco. Tal vez si Herman Melville no hubiera formado parte de la tripulación de un ballenero no habría tenido la necesidad de evocarnos no sólo el ambiente, las costumbres o los vicios, sino también el propio “tiempo”.
Ismael utiliza un tono de amenaza divina, de maldición a punto de volcarse con toda su furia contra los marineros del Pequod cuando hace su aparición Gabriel, a bordo del Jeroboam, un buque que se cruza con el nuestro. Este extraño personaje que pronuncia maldiciones, que se comporta como un ídolo, que augura la destrucción de todos si no se siguen sus precisas indicaciones, hasta el punto de involucrar en sus caprichos al capitán del barco… Gabriel se comporta como un falso profeta sin don que simula su capacidad para auparse como dios apocalíptico. O como un sacerdote del antiguo Egipto que se superpone a los designios del Faraón. Ismael nos informa de las creencias de Gabriel, al que por los rumores de otros marineros que anteriormente compartieron navegación con él, lo relacionan con la secta shakers (agitadores) que se originó en EE.UU.
Las descripciones de Ismael no se ahorran detalles de crueldad tanto en la caza de cierto cachalote ciego y anciano al que se masacra sin piedad y del que se nos dice: “A pesar de su vejez , y de su brazo único, y de sus ojos ciegos, debía morir de muerte y ser asesinado para iluminar las alegres bodas, y los demás festivales del hombre, y asimismo para alumbrar las solemnes iglesias que predican que todos han de ser, incondicionalmente inofensivos para todos”. El uso del aceite de ballena como propiciador de luz ilumina muchas de las reflexiones de nuestro narrador. Incluso, cuando tras la caza del primer cachalote, uno de los mandos del Pequod pide un corte de la carne de la presa como cena, nuestro narrador insiste en que la luz que ilumina el banquete también procede del cuerpo del animal.
Los tiburones ansiosos por arrancar bocados de carne del animal muerto y los arponeros destinados a tintar las aguas con la sangre de estos ladrones de la cosecha del barco nos adentran con sutileza en una forma de crueldad y de horror que empequeñecen la narración de algunos asesinos de “novela”.
Y el dilema: ¿quién merece continuar vivo? ¿La ballena blanca, el capitán o la tripulación sumisa? Como grumetes, ¿sobre quién recae nuestra simpatía?
Tal vez este paseo sólo tenga un defecto: las molestias que ocasiona la sal marina en los ojos y las orejas.

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