Teatro del Absurdo (Artículo de Antonio Guri)
(Artículo de Antonio Guri, subdirector de la Colegiata Marsilio Ficino, al que agradecemos que nos permita reproducir un artículo que nos resulta tan interesante y atractivo.)
“Sin otra alternativa lucía el sol sobre el mundo de siempre” escribe Samuel Beckett. Difícilmente se puede expresar de forma tan nítida y con tan pocas palabras la visión desesperanzada del mundo, el cosmos como una cárcel.
Existen seres dotados de una especial lucidez para experimentar y transmitir el tremendo absurdo de una existencia encerrada en ella misma. De hecho gran parte del llamado “arte”, desde algunos decenios no viene haciendo sino eso: enfocar un aspecto de la realidad rasante, desde lo más cotidiano hasta lo falsamente trascendente y evidenciar su falta de consistencia, su banalidad e incoherencia, a menudo su carácter grotesco. Difícilmente el encuadre sugerirá aquello que hay detrás, antes bien pondrá el acento en aspectos parciales, a ser posible sórdidos, lo suficientemente opacos para que impidan entrever la luz que origina estos claroscuros, una luz sucesivamente empañada por cada vez más gruesas capas de ignorancia. Así pues, lejos de apuntar la posibilidad de traspasar unos límites, se entretendrá describiéndolos, lo hará con tintes más o menos agobiantes y torturados, y todo ello procurando mostrar un distintivo, el sello personal que permita reconocer la “originalidad” de su autor.
Las artes escénicas no escapan a esta tendencia. Por ello puede ser oportuno revisar algunas de aquellas piezas teatrales que se englobaron en el llamado “Teatro del Absurdo”, y que si bien alguna de ellas se pueden relacionar decididamente con la corriente existencialista y su pesimismo autocomplaciente, otras en cambio no se quedan adheridas a este marco, a esta corteza, sino que los atraviesan.
El Teatro del Absurdo engloba un conjunto de obras escritas hacia los años 40, 50 y 60, entre las que se encuentran las del citado Samuel Beckett (“Esperando a Godot”, “Final de partida”, “La última cinta”, “Los días felices”...), Eugene Ionesco (“La cantante calva”, “Rinocerontes”...), y otras de autores tan dispares como Jean Genet, Fernando Arrabal o Antonin Artaud entre otros. Son obras que se caracterizan por transmitir una absoluta extrañeza ante la supuesta realidad objetiva, la chocante rareza de lo habitual. Y lo consiguen a través de una serie de trazos comunes: ausencia de un argumento convencional, no hay un hilo conductor que se exprese mediante un entramado dramático, tampoco se para atención a la sicología de los personajes, abundan además los monólogos, y también los silencios, así como situaciones y diálogos repetitivos. Todo ello contribuye a crear una atmósfera onírica en la que el humor y la poesía pueden de repente provocar la intuición de otros ámbitos ya no claustrofóbicos, más aireados, tal vez ni tan sólo determinados.
Ni que decir tiene que no estamos hablando de un teatro de índole metafísica con una filiación tradicional que le permita transmitir un mensaje claro, (diríamos una doctrina si no fuera por la interpretación religiosa que identifica dicho término con dogma), pero sí es verdad que de repente, en su negación de lo obvio, lo convencional y comúnmente asumido, deja traslucir “algo más”. Únicamente atravesada una absoluta desesperanza puede accederse al misterio de lo supraindividual, y si no, echemos una ojeada a los falsos esoterismos, creencias que se pretenden metafísicas, estando empastadas de buenísimas intenciones y rebosantes de una esperanza sentimental, por tanto dual y como mucho religiosa.
Hay pasajes y escenas del teatro del absurdo, -muy especialmente en las cuatro obras citadas de Samuel Beckett sobre las que nos gustaría hablar en otra ocasión- que constituyen verdaderos fogonazos que dinamitan cualquier caparazón como a los que acabamos de aludir. Y la aniquilación, la nada que intuyen y a la que aspiran algunos de sus personajes posiblemente no es el En Sof del que nos habla la Cábala hebrea, el No-Ser previo a la primera determinación, pero puede simbolizarlo.
En este sentido desde La Colegiata Marsilio Ficino creemos que de alguna manera el Teatro del Absurdo está emparentado con nuestro Teatro de la Memoria, (tal vez a aquél podríamos también llamarlo Teatro del Olvido). En la negación de la negación subyace de forma misteriosa la afirmación, aquella cárcel se percibe como tal en la medida que contrasta con lo ilimitado. Quizás vivenciando hasta la saciedad la rutina de lo reincidente -el ciclo recurrente y sin alternativa del sol- uno se aperciba de que “él es una cosa diferente”.
“La reincidencia existe para ser trascendida”.
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