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Raúl Herrero

Crónicas de un convaleciente crónico, (VI)

Crónicas de un convaleciente crónico, (VI)

A vueltas con los vampiros leí en torno a  los once años una selección de cuentos de terror publicados en una de esas colecciones juveniles de bruguera. De ella me llamaron la atención en especial  los textos Edgar Allan Poe y Robert Louis Stevenson. No recuerdo más. Del segundo había leído un par de novelas, hasta entonces nada del primero.

Ese mismo año durante una clase de lenguaje se nos impuso la lectura del cuento El monte de las ánimas de Gustavo Adolfo Bécquer. Esos instantes transformaban el alumno sometido al tedío que vivía en mí en un niño concentrado en cada una de las palabras. Fui mal estudiante y mejor lector durante esa época, también podría decirse que en la actualidad, en ese aspecto creo no haber cambiado.

Deslumbrado tras esa primera visión de Bécquer quise saber más. Con una pericia, de la que eran incapaces mis compañeros de percha, leí la referencia que, con letra minúscula, constaba al pie del último párrafo de la narración. Por eso, en mi cumpleaños pedí como regalo  Rimas y Leyendas de Bécquer. Fue mi tío Antonio, que, en mi mundo infantil, se tornaba en Totó, el alma espléndida que puso en mis manos el deseado libro. Me pareció un tanto enclenque el volumen, lo esperaba con más páginas, pero me resigné.

En primer lugar sobrevolé las rimas, que me parecieron sensibleras y carentes de la suficiente donosura y virilidad. En cambio releí varias veces las leyendas bécquerianas, sorianas y organistas. Por un motivo incomprensible, teniendo en cuenta el que yo era por entonces, tras varios meses volví sobre las rimas. No me parecieron gran cosa, pero sí despertaron en mí curiosidad por la poesía. Con mi petulencia de entonces pensé: "No están del todo mal estos poemas, pero se les podría sacar mayor partido con una buena dosis de negrura". Tuvo que llegar Antonio Fernández Molina, diez años más tarde, para redescubrirme a Bécquer.

Supe del romanticismo a través del autor de Rimas y Leyendas. Intenté escarbar más en esa veta que se me antojaba dorada, porque para mí inconsciente mente:"tal vez en otro seguidor del movimiento encuentre lo que busco". Pasé sin demasiado entusiasmo por Rosalía de Castro. Cúlpese a mi edad o a mi ignorancia que no me estremeciera. Pero seguí buscando. Revisé lecturas y hallé La canción del pirata, que, por entonces, gracias a la desvirtualización educativa, el que esto escribe lo consideraba un poema infantil. Pero me introduje en la biografía de su autor y en su Diablo mundo, para seguir con El estudiante de Salamanca y me dije: ¡Hombreee, esto sí! Algunos años después en el instituto todavía declaraba mi entusiasmo por Espronceda, incluso llegué a quejarme cuandom en lo apretado del curso, un profesor quiso eliminarlo del programa de ese año. Recuerdo que ante mis inquisitivas preocupaciones respondió el educador: "Voy a eliminar a Espronceda y a dejar a Bécquer porque este segundo me parece más importante". "Pero a mí no", le respondí con insolencia imperdonable.

Seguramente no me postré ante el movimiento gótico-urbano por puro milagro. Una mañana de primavera, mientras paseaba por mi barrio, me adentré en una papeleria que prometía libros rebajados en un cartel pegado a los cristales de la vitrina. En un expositor giratorio, donde parece que los libros rueden en una noria infinita,  me topé con Federico García Lorca presentado por Seix-Barral en un tomo con doble título: Yerma, seguido de Poeta en Nueva York.

Reconozco que, como excepción, ese día comencé el libro con el poemario. Y entonces sucedió todo. Aquel libro lo leí a toda prisa, como si mi vida se encontrara en punto de fuga, como si de su deglución dependiera mi supervivencia... Y en muchos aspectos así fue. Desde entonces el virus de la poesía se inoculó en mi sangre y en mi cerebro. Como ese esfera de mercurio, de la que escribió Fernando Arrabal, y que se pasea de su corazón a su cerebro y de su cerebro a su corazón. Luego llegaron las antologías de poesía surrealista, los libros de André Breton, Sobre los ángeles, seguidos de Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos de Alberti, Tristan Tzara, el dadaísmo, Vicente Aleixandre, antologías del 27 entredevoradas en mi cerebro, el encuentro fulminante con el museo Salvador Dalí de Figueras primero durante unas vacaciones de verano, luego en un viaje de estudios... Toda mi fiebre poética  se produjo en el instante de esa lectura que comencé como un niño escéptico y que terminé con fervor, con los ojos empañados por el otro lado y con una visión nueva de mí y del mundo.

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