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Raúl Herrero

Crónicas de un convaleciente crónico, (XXI)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XXI)

Como el lector podrá figurarse la situación se degradó con los años. Recuerdo que, un día, a la hora de comer la televisión no funcionaba. Mientras el que se denomina mi padre movía el cable de la antena con llevado por una convulsión propia del baile de San Vito el niño que entonces yo era comía una ensalada. De pronto él dejó su afanosa tarea, se volvió hacía mí y me giró la cara con un certero guantazo. “Eso para que sigas haciendo ruido mientras comes”. Desde que puedo recordar he tenido la gracia de alimentarme con la boca cerrada, incluso mientras mamaba del pecho de mi madre, por tanto, miré a mi plato y me pregunté cómo seguir degustando la ensalada sin hacer ruido. Las hojas crujientes insistían en realizar unos sonidos que el que se llama mi padre debía considerar de distracción en su honorable cometido. Por fortuna llegó mi madre y no hubo más golpes, sólo miradas de desaprobación.

Esa fue una de las ocasiones que mi madre me libró de una insensata situación provocada por el energúmeno al que me refiero. Estoy seguro que existieron muchas más de las que no supe gracias a su discreción.

Con dieciséis años mis padres decidieron tramitar la separación. En una conversación en la puerta de casa el que se llama mi padre confirmó a mi madre que si ésta le concedía dos millones de pesetas le regalaba a su hijo. Mi madre, con un puesto de confección, con el que me había sacado adelante a mí y durante años había mantenido al sujeto en cuestión, ese dinero representaba una suma nada despreciable. Finalmente lo consiguió pero deshilvanarse de la influencia del personaje no fue sencillo.

Antes de la separación, una mañana, nos encontrábamos los tres en la tienda de mi madre. Ella salió a realizar algún recado. Entonces él me dijo algo que no recuerdo. Puede ser que fuera porque empezaba a llevar el pelo algo mayor de lo normal, o que se refiere a alguna cosa que no era cierto, en cualquier caso, con prudencia le desmentí o repliqué la observación. Entonces él tomó el cigarrillo que sujetaba con los labios y me atrapó una de las manos. Me quemó con alevosía y conocimiento en uno de mis dedos. Aquella acción inesperada me dejó sin aliento. Entonces pensé por vez primera que mis temores eran ciertos no sólo el que se llama mi padre guardaba una personalidad violenta y desquiciada sino que desde el punto de vista psíquico  era merecedor de ser tratada con las más arcaicas formas de tratamiento: los electrodos, la reclusión en una jaula menor que su cuerpo, el bozal, en fin, esos remedios bárbaros que precedieron a la psiquiatría y al tratamiento de las enfermedades mentales.

Mi madre regresó y le expliqué delante del agresor lo ocurrido. Él negó de manera categórica lo sucedido. Mi madre se quedó perpleja. Lo que no le reprocho porque incluso a mí que me acababa de suceder me resultaba inverosímil. Ella volvió a marcharse porque le quedaba algo por comprar, probablemente para la comida de ese mismo día. Entonces el fumador me llevó detrás del mostrador de un empujón y me propinó una fuerte patada en el estómago. Me retorcí en el suelo durante unos instantes, pero después mi tenacidad pudo más que el dolor y me levanté tan campante. Desde luego de este segundo incidente ya no dije nada, pero me confirmó a qué atenerme en adelante. Desde ese día hasta que el juez dictaminó que el que se llama mi padre podía marcharse sin que eso le supusiera la consideración de abandono de hogar dormí con una espada de Toledo junto a mi cama. Me despertaba en mitad de la noche si oía algún ruido. Creía al fumador capaz de atrocidades para mí impensables, por tanto no descansaba en absoluto hasta el sueño me vencía.

Llegado el día de su marcha tomé una ballesta, también comparada en Toledo, y disparé su dardo de hierro contra el retrato de la boda de mis padres. Aquello causó un efecto en mi madre que no sabía si me había liberado o si me atormentaba la situación.

Años más tarde supe que durante ese período el que se llama mi padre llevaba en su “mariconera”, pues con esa prenda realizaba sus rondas nocturnas, una foto de un servidor. Sobre ella peroraba y provocaba lástima en la concurrencia, en especial, supongo, en el sector femenino. Por esos días se presentó con un colgante que mostraba una manzana mordida por lo que supongo con esa treta alcanzaba el propósito que se había fijado.

Debo admitir que tal vez por esas circunstancias, o por otras completamente ajenas a lo relatado hasta ahora, el caso es que tengo por Toledo una devoción especial y que, por algún motivo que no comprendo, durante años visité la ciudad puntadamente y adquirí en sus tiendas de recuerdos las armas más variopintas, estrafalarias, las reproducciones más soeces, en algunos casos, que pude encontrar y que todavía hoy circulan por las habitaciones de esa casa, ¿tal vez por si acaso regresa el caballero con el que lidiar?

En los mismos tiempos de la agresión citada intentó el que se llamaba mi padre agredir a mi madre. Sobre este punto no daré detalles, puesto que sería ella la que debería darlos si ese fuera su criterio. Pero añadiré que el lance se cerró una patada en las partes groseras del sujeto y sin que mi madre sufriera daño alguno salvo el susto del que pronto se repuso.

Por algún motivo transcurridos dos o tres meses de la separación, los hombres de la tipología aquí descrita, deciden retornar al hogar. Y el que se llama no fue una excepción. Comenzó con llamadas en la madrugada en las que afirmaba que se iba a quitar al vida, al más puro estilo del romanticismo tardío. Esa idea me daba esperanzas de un mundo sin tal sujeto, pero para mi desazón él supuesto enamorado jamás llegó a cumplir su promesa.

 

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