Crónicas de un convaleciente crónico , (XX)
6. El tío de Hamlet
Mi madre se casó con el que dice ser mi padre, y lo es desde un punto de vista meramente formal, en 1972. Un servidor nació nueve meses después de la luna de miel, ya en 1973. El que se dice mi padre trabajaba en un fábrica no sé muy bien haciendo el qué. Recuerdo que de niño me traía a casa camiones hormigonera de juguete, o con una función decorativa que un servidor de inmediato transformaba. También sé que durante el cierre de la fábrica, en la crisis de los 70, en algo se vio mezclado, como representante del comité de empresa, para que un compañero suyo considerase la idea de lanzarle sobre las piernas una cuba de hormigonera. Este accidente lo tuvo ingresado casi un año mientras los cirujanos representaban topografías de mundo insólitos sobre sus piernas. El resultado fue muy apropiado para una exposición de "arte povera".
Durante el embarazode mi madre todas las tardes el sujeto se acicalaba con donosura y afeminada pulcritud. Luego abandonaba el hogar hasta altas horas de la noche con excusas variopintas y siempre enigmáticas. Mi madre, que pasaba la tarde, y luego buena parte de la noche, encorsetada a una máquina de bordar se quedaba con la incertidumbre propia del que ignora los usos y costumbres y la norma de la normalidad. Así, el feto, que era yo, en ese vaivén de las piernas de mi madre para conceder impulso a la máquina, en la tripa oscilaba y navegaba como si fuera un aguerrido marinero sobre un acorazado con marejada.
Tras mi nacimiento mi madre continuó con sus costumbres. Y mi padre con las propias. Durante mis primeros años de vida él se adentraba en los mundos afrodisíacos para deslavazarse y divertirse no sólo de lunes a viernes, sino también los sábados y domingos. Pronto para mí esos instantes resultaban alentadores porque desaparecía la autoritaria figura paternal y me quedaba libre para ser, con las limitaciones que se le puedan poner a todo niño, pero, en definitiva, se me permitía respirar, cantar y realizar algunos gestos del todo impensables en su presencia como jugar con un sonido superior a un suspiro.
Cuando el que se dice mi padre se cansó de salir los domingos, porque tanta juerga no hay cuerpo que la aguante, para mi desgracia sustituyó el festivalero cometido dominical por unas largas siestas. Si uno deslizaba un ápice una silla, si uno bostezaba dos veces, si uno se levantaba a beber un vaso de agua, si uno siquiera intentaba cambiar el canal de la televisión, o si uno no hacía nada, pero él suponía que sí, con el despertar del oso se agitaba una pléyade de reproches iracundos e insultos porque un servidor había realizado tantos y tan extraordinarios ruidos que le había interrumpido el sueño a su Excelencia. Si ante semejante panorama el niño se decantaba por abandonar el salón, donde dormía plácidamente el hombre que dormía sin dormir, y se refugiaba en otro cuarto, el resultado era idéntico. Por tanto, lo mejor hubiera sido abandonar la casa, algo del todo imposible, sobre todo, durante los años de infancia.
Los objetos del salón-comedor guardaban una simétrica relación entre sí y, al tiempo, con las líneas del suelo que delimitaban las baldosas. Si uno de los muebles se encontraba fuera de tales límites y el que se dice mi padre presenciaba tal movimiento díscolo los gritos y descalificaciones caían sobre uno como un mar de sal. A veces, la mano del que se dice mi padre pululaba por el aire como si pretendiera ejecutar un baile del todo excéntrico, o como si buscara a una mosca embriagada y bailarina. Alguna vez llegaba a la cara, pero no era lo habitual.
El sonido de la llave en la puerta de casa de esta figura proterva movilizaba a mi madre y a su hijo a "deconstruir" la casa por completo devolviendo toda pata de mueble a su correspondiente línea del suelo. Si por ventura estábamos viendo la televisión, cambiábamos de inmediato de canal, puesto que la llegada del padre pródigo iba seguida tras su ritual de calzarse el pijama, del cambio de canal fuera cual fuera el que se estuviera visionando. Como por entonces sólo había dos cadenas el engaño a la pretendida maledicencia del pater no era difícil.
En la casa una habitación contenía los secretos de la vida y de la muerte. Allí reposaba una barra de bar, con una cafetera, que jamás vi utilizar, así como un equipo de música formidable. Pasé unas felices horas en esta habitación levitando con la música, sobre durante las ausencias de mi padre. Si bien me estuvo prohibida la entrada a ese cuarto oficialmente hasta los trece años a partir de los diez comencé mis incursiones lentas pero seguras. Le molestaba enormemente que eschara un disco de Mozart porque en su opinión "alguien como yo jamás podría disfrutar de esa música, al igual que le ocurría a él". Por tanto terminé gravando el contenido del disco en un cassette para escucharlo con cascos y ahorrarme las escenas de acusadores delitos. Por un deseo de liberación incontenible, a los trece años hice sonar el primer disco en ese excitante conglomerado sonoro en presencia de la bestia. Me esperaba un bofetón de cariño paterno, pero en ese caso él sonrió con media boca y lo dejo pasar. Tal vez esta sea una de las pocas veces en que la misericordia se adueño del sujeto.
Durante las visitas familiares, durante la vida cotidiana y, en especial, si me rodeaba un buen número de amigos y familiares, el que se denomina mi padre se entretenía situándome en posiciones que me ridiculizaran ante la platea. Los apelativos hacía mi persona solían enmarcarse en la órbita de los siguientes ejemplos: “imbécil, cretino, inútil”, a los que acompañaba, de vez en cuando, con frases más elaboradas y provistas de dudoso contenido como “careces de picardía, cómete eso o te tiro por la ventana, rompes todo porque no tienes cuidado con nada”, etc.
Un año antes de las vacaciones estivales me llevó a visitar a la que luego supe era una de sus "amigas" oficiales. Recuerdo que entré en una perfumería y una mujer rubia me preguntó dónde iba a pasar el verano. Con mis siete u ocho años le hablé del balneario de Benasque, donde la familia tenía por costumbre pasar unas semanas. Por entonces, tras un montículo se encontraba almacenada un montón de leña, dejada allí con un propósito ignoto, en mi imaginación, esta madera se había transformaba en uno de esos robots que aparecían en la televisión pilotados por niños en series infantiles de animación. Una vez que abandonamos la tienda el que se dice mi padre me reprendió y aseguró que sólo había hablado de tonterías, que no sabía a qué venía eso del robot. Como castigo, supuse yo, jamás volvió a llevarme a ninguna parte. Y a esa señora no volví a verla hasta muchos años después.
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