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Raúl Herrero

La regla del juego

La regla del juego

En estos días finalizo la lectura de La regla del juego (Galaxia  Gutenberg/Círculo de Lectores, 2004)  del brillante José Luis Pardo.

En el capítulo undécimo leo: “En el trabajo tiene uno –uno que haya tenido la suerte de vivir preservado de esta sensación hasta su primer empleo–, por primera vez, la certeza de no ser nadie. Ésta es una experiencia de humillación tan completa que probablemente es extraña  a aquellas formas de organización social no basadas en el empleo asalariado. Y uno intenta, por supuesto, defenderse de esta humillación, pero, en la medida en que no puede eliminarse la necesidad de tener que trabajar, esta defensa es una defensa en la humillación, un consuelo o una estrategia para soportarla, no un combate contra ella, que tenga una mínima expectativa de victoria.”

Aparto la mirada del texto, sonrió y afirmo con cabezazos físicos que pueden transmutarse en cabezonadas intelectuales.  En efecto se percibe en el ambiente una sorda persuasión para diluir la voluntad de ser. Las vocaciones, sobre todo aquellas que apuntan  a una disciplina artística, se enfrentan plenamente con el proyecto de uniformidad. Cuando alguien, por encima de circunstancias racionales o de conveniencia social, se sitúa con la “necesidad”, la disposición a “ser”, en realidad  se significa, se distancia de las posiciones que pretenden acomodar al ciudadano a las pretensiones del mercado.

¿Acaso hoy no se prepara a cada individuo para producir en un determinado nivel aunque no coincida con sus aptitudes? Ahí reside el secreto, el gran enigma por el que todos suspiran. ¿A qué viene ese empeño por reducir los estudios de humanidades? ¿Por qué no se presta la atención debida a la investigación científica?

Algunos consideran que nuestra sociedad no precisa de esas zarandajas que, en definitiva, sólo conducen al pensamiento propio, a la individualidad intelectual,  -parece ser que debería bastarnos con la  “individualización” del consumo-.

Claro que en el trabajo asalariado se pide al individuo que no-sea. Y con mayor frecuencia también se educa con ese propósito, vemos cómo se  apartan las materias “conflictivas”, cómo se pretende organizar la uniformidad en el pensamiento, los hábitos, las modas…

Este régimen cultural, que reduce las posibilidades de formación ética y filosófica, terminará generando individuos incapaces de asumir la responsabilidad de una tecnología cada vez más imponente y destructora. ¿Tal situación no equivale  a permitir que unos niños jueguen con armas de fuego?

El novelista francés Houellebecq, en una pública conversación con Fernando Arrabal aparecida en un diario, asevera: «Nuestro contemporáneo, obsesionado por el trabajo, evita el amor. Acepta el matrimonio pero ignora el arte de amar. Ha creado un sistema en el que es imposible existir.»

Dios responde a Moisés en el Sinaí: “Soy el que soy siempre y en todo lugar”. Nosotros empezamos  a ser una ausencia dedicada a la producción. Una sombra de ser humano, un animal que produce para una colectividad cada vez más difuminada.

En el mismo libro José Luis Pardo finaliza un párrafo con la siguiente reflexión: “Para los hijos de las sociedades modernas, el mercado aparece en primer lugar como un paraíso (el paraíso del consumo) y termina por convertirse en un infierno (el infierno de la producción).”

Mi apreciado lector, no sé si llamarle a la rebelión intelectual  o a una huelga de producción indefinida.

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