De la muerte y sus placeres
Para Ángela Sánchez que conoce sus temores y, por tanto, comienza su viaje hacia la eternidad
Para mi tío Manuel Herrero que ha desvelado los tejidos de lo aparente
“Aquel que enseñare a los hombres a morir, enseñaríales a vivir.”
Montaigne
La muerte y la trascendencia persiguen a los pueblos y las culturas desde el principio, nunca mejor dicho, puesto que todo comienzo tiene su final, al igual, que “hay un tiempo para cada cosa”. La forma de enfrentarse al concepto de la muerte define a un pueblo por encima de cualquier otra particularidad. He leído con frecuencia que Platón definió la filosofía como la meditación de la muerte. Por su parte, Montaigne, comienza uno de sus ensayos más interesantes, De cómo filosofar es aprender a morir, con la frase: “Dice Cicerón que filosofar es aprender a morir” (commentatio mortis).
No pretendo establecer una visión panteísta del mundo, ni regodearme en el sufrimiento que acarrea toda pérdida (cuando la muerte no se corresponde con uno mismo, sino con un ser querido), ni mucho menos de menoscabar el disfrute que se supone conlleva la vida, sino de adquirir un conocimiento de la muerte alejado del dolor, del tabú y de lo ajeno.
Las culturas orientales, influenciadas por el budismo y el hinduismo, buscan alcanzar un nivel superior de conciencia destinado a liberar al sujeto de “este mundo”. Para ellas la muerte, el escapar de la rueda de la vida, se vincula con la liberación y, por tanto, no posee los matices tétricos que suponen en occidente. Aún así, las teologías de los credos que proceden de Abraham, aseguran un paso trascendente a otra vida tras la muerte, donde, según las acciones del individuo, éste disfrutará de placeres o sufrirá un martirio eterno.
En las sociedades occidentales actuales se suele ocultar la muerte, así como la vejez, pues queda fuera del ideal de belleza, equivalente de la juventud y de un carpe diem mal asimilado. Así pues, en muchos ámbitos de la sociedad “civilizada” todo lo relacionado con el llamado tránsito se ha convertido en un tabú casi infranqueable. Por este motivo, la pérdida de seres queridos, las “muertes” cotidianas, símbolos de la otra muerte, así como, la asimilación de la propia idea de lo perecedero, provoca desequilibrios en un elevado número de personas. De esta manera ciertos individuos multiplican su necesidad de escapar hacia delante, con una exaltación desmedida del placer sin equilibrio, proceso que suele culminar en la melancolía de la modernidad (depresiones), en la lectura de libros de autoayuda, o en “ procesos psíquicos” próximos, en el mejor de los casos, a la psiquiatría, y, en el peor, a ciertas sectas o grupos, casi siempre desinformados, que ponen en venta la salvación del alma y la liberación.
El príncipe Gautama, cuando abandonó su palacio, se enfrentó con la enfermedad, la vejez y la muerte. Aquel encuentro le decidió a retirarse del mundo para adentrarse en cómo evadir el sufrimiento. Este príncipe, una vez alcanzada la iluminación, por tanto transfigurado en Buda, aconsejó, entre otras muchas cosas de provecho, que se eliminara todo deseo.
El mal no radica en la muerte, sino en nuestra percepción y actitud frente a ella. El siempre revelador Montaigne, en el ensayo ya referido, afirma: “… toda sabiduría y el discernimiento del mundo se reduce al fin a este punto, a enseñarnos a no temer al morir.”
Epicuro en su Carta a Meneceo se expresa con claridad sobre este asunto: “Es estúpido quien confiese temer la muerte no por el dolor que puede causarle en el momento presente, sino porque en ella, siente dolor; porque aquello cuya presencia no nos perturba, no es sensato que nos angustie durante su espera. El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente nosotros no existimos. Así pues, la muerte no es real ni para los vivos ni para los muertos…”
La reflexión en torno a la muerte permite alcanzar una impresión sobre lo perecedero que nos ayuda a relativizar los sucesos de la vida diaria, además, este punto, extendido sobre el tapiz de la comprensión, puede sernos útil para plantearnos reflexiones que nos permitan establecer conexiones más claras sobre la conciencia humana e, incluso, permitirnos una visión, una conciencia límpida de lo que los hinduistas denominan “el mundo de lo aparente”.
Mi tío, Manuel Herrero, impenitente viajero y pensador, reflexiona, en un correo reciente, sobre la muerte en los siguientes términos:
“Es curioso cómo tenéis presente muchos jóvenes tan vulgar asunto (aunque, sin duda, siempre trascendente para las culturas -es decir: el hombre- de todos los tiempos). Digo lo de vulgar, rememorando aquella frase de un ya anciano Voltaire, que decía: "Me voy acercando lentamente a ese momento en el que los filósofos y los imbéciles tienen el mismo destino". Es por ello que no creo que la muerte tenga nada especial (salvo en situaciones muy dolorosas, dramáticas o melodramáticas). Es especial, desde la vida. Desde nuestra percepción de seres vivos. Sé que es una idea prosaica, pero creo que será, simplemente: un descanso deseado. Como la sensación que sientes al recibir un reconfortante masaje de pies, después de una demoledora caminata. Como un dulce descender, en relajante estado; la sensación de que te sobra todo, que nada te falta; como llegar al destino ansiado y deseado y disfrutar descansando conscientemente por haber llegado a la meta final. Algo de ello dijo Calderón de la Barca en sus versos: "Ven, muerte, tan escondida,/ que no te sienta venir,/ porque el placer del morir/ no me vuelva a dar la vida". Únicamente pide el buen Don Pedro que no la sienta venir, es decir: quiere morir plácidamente, sin dolor, para no tener que desear seguir viviendo. Así de sencillo debe ser. La naturaleza, como vieja sabia, sabrá disponer de un buen final. No podrá ser de otro modo. La violencia que el ser humano siente en el nacimiento, la compensara, casi con total certeza, con un suave discurrir al final de la vida de cada uno. Porque, como dijo Francis Bacon: "He meditado a menudo sobre la muerte y encuentro que es el menor de todos los males".
De todos modos estoy refiriéndome, principalmente, a la muerte de una persona mayor. Yo, que ya cumplí los sesenta años, voy sintiendo como demasiadas cosas te van cansando y, sobre todo, te resulta chocante cuando recuerdas que algunas de ellas eran, hasta hace unos años cuestiones ilusionantes. Sin embargo vas perdiendo el interés por ellas y, curiosamente, no sientes nostalgia ni rememoras con ilusión situaciones anteriores. Es como si la muerte consistiera en ir perdiendo la costumbre de vivir. Por eso, todos los años, vamos muriendo un poco y, consiguientemente, el final no es más que el último paso. Un paso final, seguramente, como tantos otros habrás dado a lo largo del camino que te llevará al final. Sin mayor trascendencia vital. Así que, Raúl, no creo que la muerte merezca demasiada atención. Por su vulgaridad. La solución es pensar como Pitágoras: "El hombre es mortal por sus temores e inmortal por sus deseos". Así que: vivir, vivir, vivir... Sabemos que hay personas que viven pensando demasiado tiempo en un bonito epitafio. Se olvidan que casi nadie va a ir a leerlo, porque nadie es enterrado con su epitafio ya grabado. Por lo tanto, será un escrito con bastantes menos lectores, de los que había imaginado.”
En efecto, la comprensión de la muerte aporta la serenidad y la largura de miras que mi tío demuestra en su texto. Aunque no comparto que sea un tema fútil o de poca importancia. ¿Por qué Platón, Cicerón o Montaigne nos invitan a reflexionar sobre la muerte? Sin duda porque conocían que una persona que evita lo relativo a la muerte, que la teme, se encuentra atada de pies y manos para vivir, pues, como actualmente sucede en muchos sentidos, su vivencialidad se reducirá a una huida.
De nuevo volvemos a Montaigne, quien nos ofrece la siguiente reflexión: “No sabemos donde nos espera la muerte, esperémosla en cualquier lugar. La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad. El que aprende a morir, aprende a no morir. El saber morir nos libera de toda atadura y coacción. No existe mal alguno en la vida para aquel que ha comprendido que no es mal la pérdida de la vida.”
La muerte existe impulsada por el tiempo. El tiempo nos atenaza porque estamos condenados a movernos en unas coordenadas físicas establecidas. Pero eso no nos evita la eternidad. Fue Platón quien acertó plenamente sobre este asunto cuando en el Timeo afirma: "Dios no pudiendo hacer el mundo eterno, te ha dado el Tiempo imagen móvil de la eternidad. Por tanto, a pesar de las limitaciones de nuestros sentidos debemos ser conscientes que “todo sucede en todo momento”. La eternidad se da en el presente, en el ahora, la comprensión de este fundamento se reduce en el “carpe diem”, cuando se comprende no sólo en su sentido aparente.
Estamos vivos y muertos al tiempo. El temor a la muerte, por tanto, carece de fundamento. El asumir nuestra fragilidad, las posibilidades de nuestra transfiguración nos permitirá acercarnos al conocimiento, a la limpieza de ánimo, al equilibrio y a una apertura de la conciencia desde la modestia. En el pensador y místico medieval Eckhart leo: “Un maestro dice: la naturaleza no destruye nada sin dar algo mejor”.
El cielo o el infierno se manifiestan ahora, hoy; el primero en la eliminación de nuestros temores, el segundo en la servidumbre a nuestras pasiones y deseos.
Todo lo anterior no tiene en cuenta la interpretación de la muerte simbólica que se da cuando el individuo supera sus temores, penetra en los placeres que otorga la conciencia de la finitud y se enfrenta con una nueva actitud ante la vida, es decir, revive, resucita. Pero por ese camino penetraríamos en otra selva…
(PD- Después de publicar este texto en mi blog descubro, con un día de retraso, un correo de mi amiga la poeta Alicia Silvestre. En su emotivo y lúcido texto Alicia explica que, por una serie de circunstancias, su vida estuvo a punto de interrumpirse tras una serie de desafortunados accidentes. Entre sus reflexiones manifiesta: "El glorioso resultado de esta experiencia física y metafísica es que ya no temo la muerte, que amo y que entrego cada nuevo día que me es regalado (...), tratando de poner el corazón en todo lo que hago. La vida, no es un bien gratuito, sino un regalo puesto a nuestras disposición para hacer de nosotros instrumento de paz. “Todo el secreto es ése”, decía Rumî “sed una flauta silente”, para que la Voz del Maestro superior suene clara y nos vaya indicando el camino." Sé muy bien que las palabras de Alicia no responden a ningún tipo de conmoción psicológica, sino al descubrimiento de una verdad. Desde aquí deseo a mi amiga y hermana una recuperación completa y no demasiado rápida, para que se tome el "tiempo" que se merece.) 16/03/2007
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ALICIA -
Israel Quiroga -
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