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Raúl Herrero

La luz de Antonio Fernández Molina

La luz de Antonio Fernández Molina

(Incluyo a continuación un texto que escribí en vida de mi maestro Antonio Fernández Molina. No recuerdo si se publicó en todo o en parte en algún soporte, aunque, sí recuerdo que en su día lo utilicé para presentar alguno de sus libros. Me ha parecido interesante compartirlo con mis impávidos lectores.)

En la imagen superior fotografía de Angela Ibáñez.

«No hay que imitar aquello que se desea crear», expresa Georges Braque en un aforismo que parece pensando para Antonio Fernández Molina, un poeta que se ha buscado a sí mismo enamorándose del arte y la poesía de otros, para después lanzarse a su propia materia creativa. Y se adivina este origen en Fernández Molina cuando habla con fervor y pasión de la gran poesía, la auténtica, la eterna de Rubén Darío, de Dante, de San Juan de la Cruz, de Cirlot, de César Vallejo, del surrealismo, de Góngora o de Lautréamont. Pocos como él han comprendido las conexiones que engarzan lo heterodoxo de la poesía rabiosamente moderna y rompedora con la mística. Resonantes pruebas de esta proximidad las intuyo en los siguientes versos de San Juan de la Cruz: “Entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”

En la poesía de Molina hallamos el placer por lo trascendente: “Un día que morí un poco / y estaba muerto dentro de mi muerte”, dice en su poema Perdí pie; y esta vertiente la ha imbricado a la perfección con el juego, con el placer de buscar y divertir a la palabra consigo misma: “Los enanos se suben al trineo / enfilan muy veloces por la pista / y me arrojan al rostro un huevo frito”, escribe en uno de sus sonetos. Fernández-Molina tiene entre sus mayores aciertos, como prueba de un estilo personal, la alternancia entre lo lúdico y lo trascendente. Y es así porque él vive de poesía.

A estas alturas todo hombre de bien sabe que la poesía no es sólo la palabra escrita en un papel, sino que comprende una actitud vital, religiosa, conceptual y estética. Y no quisiera que estas palabras resonaran en las cabezas de críticos enseñoreados como una proclama deudora del romanticismo, aunque en parte así sea.Fernando Arrabal escribe a este respecto: “Fernández-Molina entró en poesía como en religión o en el maquis”. Y, en efecto, el autor de El cuello cercenado no vive para y de la poesía, sino en el centro de ella misma.

Cuando vi a Fernández Molina por primera vez se me antojo que su identidad asumía la personificación de un poeta que siente ese extraño temblor, ese impulso gozoso que le obliga a crear como si sufriera una enfermedad incurable. (Hospital de los Incurables) Este mal, que es un bien, que padece Molina, esa maldición, como él mismo expresó en una conferencia, tiene como consecuencia ese impulso que le obliga a perderse en las procelosas aguas de la poesía, o sea en sí mismo y, al tiempo, en el olvido del propio yo.

Wols en un anuncia: “El azar es un gran maestro / pero no es azar / sólo existe el azar ante nuestra mirada / es un agente del maestro “universo”. Esta cita la refiere Andrés Rubio cuando escribe sobre Molina. Es precisamente tal actitud de entrega a la creación constante lo que diferencia a unos poetas de otros. Unos se internan en el misterio de lo poético, mientras otros, que han sabido de la poesía sólo por el camino “decente” de lo docente y lo académico permanecen atónitos, asombrados y, por desgracia, también a menudo celosos de los resultados de los artistas del impulso.Fernández-Molina, todo el mundo lo sabe, ha convivido con algunas figuras sobresalientes de nuestro siglo: Camilo José Cela, Gabino-Alejandro Carriedo, Francisco Nieva, Robert Graves, Joan Miró, Fernando Arrabal, Lucebert, Aleixandre, entre otros; y, aunque a otras personalidades no las trató personalmente, en cambio, se ocupó de estudiarlas para posteriormente escribir sobre ellas aportando agudos y heterodoxos ángulos de lectura, como en el caso de Dalí, Picasso o Apollinaire, entre muchos otros. Esta disposición al conocimiento profundo de sus admirados llevó a Fernández Molina a forjarse su personalidad, a identificarse y familiarizarse con lo genial y, en definitiva, a participar del fenómeno creativo con naturalidad.

“Tienes que buscar sin buscar”, reza un proverbio Zen y Molina se ha construido de esta manera, de la única manera posible, siendo él mismo. Aunque este sistema pueda parecer sencillo implica toda una vida de esfuerzo y dedicación el salir airoso de semejante trance.

Molina y su poesía, es decir, toda su actividad artística, contribuyen a la esencia de lo verdadero, es decir, aportan la prueba mayor del triunfo.

 

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