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Raúl Herrero

De la enfermedad considerada como una de las bellas artes, (I)

De la enfermedad considerada como una de las bellas artes, (I)
(En la imagen superior el cabal Fernando VI)
 
El apolíneo Thomas de Quincey (1785-1859) escribió el ensayo, que consideran humorístico, inexplicablemente para mí, la mayoría de los eruditos: Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Me ha parecido muy oportuno glosar este claro y acertado título en el encabezado del texto, puesto que me facilita la idea que pretendo fijar a continuación.
En mi circunspecta opinión el único propósito del artista en la sociedad actual, lejos de la escritura de ridículos libros-bomba que intentan adentrarse en política y otras efervescencias, o que buscan la divulgación oscura de las artes superiores y heliocéntricas, la misión del artista, pues, me parece que debe centrarse en la descretinización, como ya apuntara André Breton en el primer Manifiesto del Surrealismo, es decir, en la “desautomatización” de los usos y costumbres de la sociedad, del lenguaje, de la limitada visión de la realidad fangosa que se pretende imponer. (Un ciudadano que sólo cree en lo que ve es un hombre que, en verdad, no cree en nada. ¿Qué seria de él si no existieran los espejos?). La ciencia ya ha desautorizado a los más radicales entramados positivistas y todos sabemos del peligro de deshumanización de las sociedades amamantadas con el pragmatismo (con excepción del pragmatismo pánico, véase el Manifiesto para el tercer milenio de Fernando Arrabal) y el utilitarismo. Por ello, se impone el modelo, tan cercano en métodos y en algunos casos en objetivos con las corrientes vanguardistas, de la escuela cínica.
El divino Dalí, consciente de esta necesidad de higiene filosófica, extremó su apetito, en este sentido, hasta las últimas consecuencias. ¿Cuáles son estas “consecuencias in extremis? Claramente me refiero a la antesala de la muerte, es decir, a la enfermedad.
No me parece necesario extenderme en los movimientos artístico que en el siglo XX han utilizado el cuerpo como objeto y materia de la actividad creativa, como el “body-art” o el “accionismo vienés” (con actividades próximas al ritual, aunque en este sentido el exponente más lúcido lo encontramos en el movimiento pánico).
Por tanto, el artista que se mantiene fiel al propósito ya mencionado puede servirse incluso de los mecanismos de la enfermedad, de su propia enfermedad, para horadar la carcasa de la mediocridad de la huera sociedad.
Siguiendo con Dalí recordaremos que tras la muerte de su esposa Gala se recluyó durante diez años, se negaba a alimentarse con frecuencia y, aunque alejado de la vida pública, se mantenía activo en la forma de sobrellevar sus achaques. En esta situación todavía tuvo tiempo de organizar el artista un encuentro en su teatro-museo sobre el azar con figuras como Thom, Prigogine, Landsberg, etc. . Las biografías trasladan las quejas de las enfermeras que le cuidaban , las conversaciones con algunos amigos y el constante merodear, en torno a su figura, de aves de rapiña en pos de su legado. Así, algunos autores recogen una divertida anécdota. Dalí se negó a recibir a cierto presidente de la Generalitat durante varios días y, cuando aceptó concederle audiencia, el político se encontró con un Dalí que se mantenía en silencio durante una hora, tras la cual se despidió al político .
Salvador Dalí, como en todo, no practicaba gratuitamente estas acciones, además del expreso deseo llevado hasta el final de la descretinización. Su admiración por la monarquía, sin duda, le llevó a conocer las extrañas enfermedades de Felipe V y Fernando VI. El primero de ellos sufría de unos padecimientos, que los textos de la época describen como melancolía, que lo postraban en cama y lo mantenían sumido en la inactividad durante semanas, incluso meses. En un acto artístico difícil de superar Felipe V transformó su corte en nocturna, puesto que pasó varios años acostándose a las 7 de la mañana y levantándose a la hora de la cena, lo que obligaba a buena parte de la corte y a los embajadores a someterse a esta inversión de las actividades.
Aunque, sin lugar a dudas, su hijo, Fernando VI, durante su último año de reinado alcanzó una altura artística casi insuperable en esta disciplina de la enfermedad. Tras la muerte de su esposa Bárbara de Braganza, el rey, promotor durante los once años anteriores de su reinado de espectáculos barrocos, amante de la música y gozador de los más deslumbrantes espectáculos organizados por el castrado Farinelli en Aranjuez, se retiró al sombrío castillo de Villaviciosa de Odón. Durante el año de vida que le quedaba Fernando VI cometió las más sorprendes y extravagantes, a juicio de los escribanos de la época, acciones, hasta el punto que el conde Fernán Núñez calificó al lugar de retiro de “castillo encantado”.
La corte mencionaba que el rey se encontraba enfermo, aunque nadie se decantaba por un diagnóstico. Ante la real negativa a recibirles, los cortesanos fueron abandonando el lugar e, incluso, su confesor Quintano regresó a Madrid desesperado por los acciones del rey. En sus biografías se nos cuenta que le gustaba hacerse el muerto, tras un largo de tiempo de suspiros y quejidos, para luego levantarse de golpe y sorprender que acudían a comprobar su defunción. Otras veces vagaba por el castillo con una sábana por encima, o escondía bajo la cama sus propios excrementos para después lanzarlos a todo aquel que osara acercarse a su lecho. Muchas otras actuaciones describen las escasas biografías del monarca, sin embargo, se suele insistir, tanto en los textos de la época como en la mayoría de los actuales, que los cercanos se cercioraban que Fernando VI estaba lejos de encontrarse loco. Se trataba de los últimos actos de este amante de las artes, de un visionario…

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