De la enfermedad considerada como una de las bellas artes, ( y II)
Hasta el momento, mis ejemplos sobre la posibilidad de acometer empresas artísticas valiéndose de la carencia de salud se han reducido a las dolencias que, los espectadores de las mismas, vincularon con la locura, es decir, con enfermedades más propios de la mente que del cuerpo. Si bien, ese “mal mental” también puede emplearse como motivo para ejecutar acciones con el propio cuerpo, como la "autolesión", por cierto, también utilizada por algunos “accionistas modernos”, o las actuaciones que los neófitos pueden calificar de excéntricas, deseo extender esta afortunada teoría de la enfermedad como una de las bellas artes a la manifestación teatral-ceremonial que puede llevarse a término con padecimientos corporales.
De nuevo es posible referirse a Dalí y a su exigencia, en su última aparición pública, de exhibirse frente a la prensa con la mayor cantidad posible de tubos y engranajes mientras abandonaba el hospital. En este caso, en oposición al “cretinismo imperante” que oculta la enfermedad y los estragos de la vejez, al tiempo que instaura un culto a una belleza que transforma en tabú lo que desborda ciertos límites, el artista no sólo no disimula el dolor, sino que decide adornarlo, incluso aumentarlo, ante los curiosos.
Peter Kingsley en su libro En los oscuros lugares del saber se refiere a los phôlarchos, “estos hombres eran sanadores y la curación, en el mundo clásico tenía mucho que ver con los estados de muerte aparente”. Posteriormente añade: “Antes de que se creara lo que ahora se conoce como medicina ‘racional’ en Occidente, la curación estaba siempre relacionada con lo divino”. P. Kingsley nos informa de la costumbre de tumbarse en los santuarios, en lugares que solían semejarse a una caverna, para procurarse la curación bajo las atenciones de los sanadores-sacerdotes. Además de las estrechas vinculaciones que este ritual pueda tener con el sentido de “volver de la muerte resucitado”, o, “transformado”, estos detalles nos advierten del concepto de enfermedad como trance del que el individuo se sirve para transformarse, incluso para “iniciarse en misterios y en conocimientos que puedan acercarle a la sabiduría”. ¿Acaso el arte no conjura ese mismo papel? Por tanto la asimilación de la enfermedad física con la posibilidad de emplearla para acometer una actividad artística plástica, ya sea, por ejemplo, servirse de la sangre y los orines para el dibujo o la creación matérica, o bien, el uso de los instrumentos de nuestra curación para la elaboración de “objetos de uso simbólico”, o el acometer, al modo de rituales, manifestación y afirmaciones que se reduzcan a los esquemas de las actuales luces racionales, se nos muestran como complementos a esa “transformación interior”.
Y puede llegarse más lejos cuando la propia muerte, llegado el momento, se convierte en objeto artístico, aunque no siempre sea llevado a cabo por la voluntad del propio sujeto: las momias, los santos incorruptos… Pero este asunto nos lleva por otros vericuetos…
La presencia ante la enfermedad de un individuo como espectador, o en la atención al amigo, familiar, o simplemente al enfermo, también nos aproxima tanto a la posibilidad artística, como a la de “mejora de nuestro seso”. Por ello proclama El Talmud (Nedarin 39b-40a):” Dijo R. Abba, hijo de R. Janina: ‘Todo aquel que visita a un enfermo, cura la sexagésima parte de su enfermedad’”. Resulta muy claro que este visitante, o cuidador, cubre con su acción una parte de su propio camino al acompañar al enfermo.
De nuevo es posible referirse a Dalí y a su exigencia, en su última aparición pública, de exhibirse frente a la prensa con la mayor cantidad posible de tubos y engranajes mientras abandonaba el hospital. En este caso, en oposición al “cretinismo imperante” que oculta la enfermedad y los estragos de la vejez, al tiempo que instaura un culto a una belleza que transforma en tabú lo que desborda ciertos límites, el artista no sólo no disimula el dolor, sino que decide adornarlo, incluso aumentarlo, ante los curiosos.
Peter Kingsley en su libro En los oscuros lugares del saber se refiere a los phôlarchos, “estos hombres eran sanadores y la curación, en el mundo clásico tenía mucho que ver con los estados de muerte aparente”. Posteriormente añade: “Antes de que se creara lo que ahora se conoce como medicina ‘racional’ en Occidente, la curación estaba siempre relacionada con lo divino”. P. Kingsley nos informa de la costumbre de tumbarse en los santuarios, en lugares que solían semejarse a una caverna, para procurarse la curación bajo las atenciones de los sanadores-sacerdotes. Además de las estrechas vinculaciones que este ritual pueda tener con el sentido de “volver de la muerte resucitado”, o, “transformado”, estos detalles nos advierten del concepto de enfermedad como trance del que el individuo se sirve para transformarse, incluso para “iniciarse en misterios y en conocimientos que puedan acercarle a la sabiduría”. ¿Acaso el arte no conjura ese mismo papel? Por tanto la asimilación de la enfermedad física con la posibilidad de emplearla para acometer una actividad artística plástica, ya sea, por ejemplo, servirse de la sangre y los orines para el dibujo o la creación matérica, o bien, el uso de los instrumentos de nuestra curación para la elaboración de “objetos de uso simbólico”, o el acometer, al modo de rituales, manifestación y afirmaciones que se reduzcan a los esquemas de las actuales luces racionales, se nos muestran como complementos a esa “transformación interior”.
Y puede llegarse más lejos cuando la propia muerte, llegado el momento, se convierte en objeto artístico, aunque no siempre sea llevado a cabo por la voluntad del propio sujeto: las momias, los santos incorruptos… Pero este asunto nos lleva por otros vericuetos…
La presencia ante la enfermedad de un individuo como espectador, o en la atención al amigo, familiar, o simplemente al enfermo, también nos aproxima tanto a la posibilidad artística, como a la de “mejora de nuestro seso”. Por ello proclama El Talmud (Nedarin 39b-40a):” Dijo R. Abba, hijo de R. Janina: ‘Todo aquel que visita a un enfermo, cura la sexagésima parte de su enfermedad’”. Resulta muy claro que este visitante, o cuidador, cubre con su acción una parte de su propio camino al acompañar al enfermo.
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