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Raúl Herrero

En Alagón como una carretilla

En Alagón como una carretilla

( En la imagen superior fotografía de Antonio Fernández Molina por Angela Ibáñez.)

Me acompañó la mirada imperturbable, tierna y benefactora de Josefa, la viuda de Antonio Fernández Molina, a lo largo y ancho del camino hasta Alagón y, una vez en nuestro destino, también por los amplios pasillos del recital en homenaje a mi maestro. También permanecía a la espera el concejal de cultura, auténtico dilapidador de detalles y crónicas de la ciudad, así como Carlos Sierra, creador de la revista Laberinto, donde colaboró nuestro mutuo amigo el poeta Fernández Molina.

Unas señoras, algún niño despistado y también Isabel, una de las hijas del poeta, pintora, a su vez, de hermosos cuadros donde el tiempo parece detenido por una dentellada de inocencia y fragilidad.

Inicié el recital con un texto que Antonio Fernández Molina escribió para el escultor Juan Fontecha. En apenas una página el poeta petrificó su visión sobre la poesía, lo cotidiano y la verdad, esa verdad que algunos creen insoslayable y perpetua y que, cuando se transforma en fanatismo, tantos dolores aportan al resto. Quise que estuvieran presentes en el homenaje algunos de sus amigos. Por tanto brotaron de mi boca, en estado de trance, versos de Juan Eduardo Cirlot, Fernando Arrabal, Mariano Esquillor, Carlos Edmundo de Ory y, también, de Federico González, que, aunque no lo conoció en persona, tanto admira a Fernández Molina. Se me antojó invocar el nombre de Marcos Agón, ese vate, ese actor que destiló los versos de Molina por toda España, en centros cívicos, en establos, en tascas y en viajes aventureros con enfermedad y sin ella.

Pedro Abio se ocupó de presentarme, de presentarnos, al hombre que estaba en escena, yo mismo, y al que flotaba sobre nosotros, el poeta sobre el que recaía la ofrenda. Nos habló de las musas, de Orfeo, ¡con lo mucho que Antonio escribió y dijo sobre Orfeo!, de la inspiración y de todo, porque no omitió nada de importancia capital.

Tras la ceremonia nos adentraron en una cueva, en un sótano que recordaba a un pesebre. Y no porque las profundidades del Centro Cívico Fernández Molina carezcan de higiene, sino porque en esas entrañas se aloja un belén con cabras que remontan montañas, perros que olfatean las esquinas, gatos que duermen sobre las tejas y un palacio de Herodes con soldados, ¡incluso con Sagrada Familia! Según el Concejal de Cultura, en el futuro esa estancia acogerá una exposición permanente con la obra plástica de Fernández Molina. A continuación nos descubrieron una auténtica joya en la plaza de San Antonio, en el antiguo colegio de la Compañía de Jesús. Al parecer el pintor Luis Marín Bosqued, exiliado en México desde la guerra civil hasta los años 70, cedió una buena parte de su obra para conformar el museo que hoy se visita. En efecto, el paseo por Alagón merecería la pena sólo fuera esta muestra permanente.

Si no me equivoco Antonio Fernández Molina escribió en alguna ocasión sobre este pintor y , si no recuerdo mal, uno de esos textos lo incluyó en su libro póstuma Vientos en la veleta. Por cierto, me impresionaron los lienzos José Luis Marín de L’Hotellerie, hijo de Marín Bosqued. Si la memoria no me falla la pared dedicada a los lienzos de este artista resulta del todo impactante, con un estilo que recuerda al "realismo mágico" hispanoamericano próximo a pintores como Xul Solar, o a otros artistas, también hispanoamericanos, que, aunque adscritos al surrealismo, idearon unos mundos próximos a los que contemplaba. Quise llevarme dos o tres lienzos a casa pero las autoridades, inexplicablemente, no parecían conformes con mi propuesta. En este museo también se conserva un cuadro, nada desdeñable, de Sorolla.

Tras tanta sorpresa y la conversación siempre amena de Carlos Sierra nos despedimos de Alagón todos con un retrato de Antonio Fernández Molina tatuado en la frente.

 

1 comentario

Musa Rella -

Los retratos tatuados en la frente provocan una cierta emoción fotogénica en lo que se escribe.

Abrazos