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Raúl Herrero

Retorno a Federico García Lorca (I)

Retorno a Federico García Lorca (I)


Han pasado doce años. En ese tiempo el museo natal de Fuente Vaqueros y la Huerta de San Vicente han madurado como lugares de encuentro. En cambio desde mi visita anterior no advierto en ellos cambios sustanciales, pero sí,  ambos museos
ahora “rezuman y huelen” a lugar consolidado, mayor de edad. Si bien ese quejumbroso aire de profesionalidad disminuye el canto de hogar, de patio, de esquina cercana… Las mismas, aunque parecen otras, las entradas; en el lugar destinado a la venta más recuerdos para el viajero, en general, en todo más institución.

La misma sensación tuve en el Museo-Teatro de la Memoria de Dalí de Figueras. Cuando recuerdo los cambios que se han acometido en este museo entre mi visita más lejana (1989) y la más reciente (2005) compruebo que han desaparecido ciertos flecos, ciertos destellos que, incluso tras varias visitas, continuaban chirriando, ¡para mí tan alegremente!.
Cuando todo transmite la sensación de ocupar su espacio, algo difícil, para bien, en el museo de Dalí, cuando todo parece pensado, cuando nada desentona, cuando no surge un “algo” imprevisto, o un objeto que se nos antoja abandonado en un rincón con precipitación, cuando algo se convierte en un museo “serio” se alcanza el orgullo del profesional y se pierde el regusto de la estancia que parece recién parida por sus habitantes. Esos desafortunadamente llamados defectos, que tal vez en su momento esperaban la ayuda pública, o el ahorro para mejorarse, son al museo lo que el talento al estudio. Cuando los especialistas bajan al tablado, a la escena, cuando los iluminadores, directores, guionistas profesionales remozan el resultado espontáneo, la película nos recuerda a otras, pierde identidad. Los museos, en especial, aquellos que aspiran a evidenciar el temperamento y la historia de un artista deberían conservar ciertos elementos de virginidad, ciertos detalles que permitan suponernos que esas paredes constituyen un modelo en movimiento, que no todo está dicho ni terminado. La profesionalización de nuestro entorno termina produciendo impersonales (monstruosos o monstrencos) lugares, cuadros, poemas, pinturas, danzas, óperas y… desde luego museos. ¡Y también ocurre con una enseñanza que pretende profesionalizar la inspiración, el arte, el duende!
Que nadie piense, por lo anterior, que me desagradaron los museos citados, todo lo contrario. Los guías transmiten con entusiasmo, algo poco habitual en estos días, la retahíla que supongo habrán memorizado de tanto enunciarla. El discurso lo mastican con una sonrisa, con paciencia, sin prisa, como si fuera la primera vez que acometen ante el público su parlamento. Esto también constituye una importante virtud en un actor de teatro; la quincuagésima representación debe sonar tan fresca y convincente como la primera, sin que nada haga sospechar al espectador que, incluso dormido, podría el intérprete pronunciar esas palabras.
En este año se conmemora el aniversario de la primera edición de El romancero gitano. Con este motivo la Fundación Federico García Lorca ha puesto a la venta una edición facsími del poemario. En la tienda de recuerdos de ambos lares  el romancero encontrará el visitante. A esta publicación la acompañan en el mostrador la hermosa Colección Huerta de San Vicente, que publica libros de y sobre Lorca en colaboración con la editorial Comares y la Fundación Federico García Lorca. Entre los títulos se incluye una selección de dibujos del poeta, varios de sus poemarios y la reedición de Federico y su mundo de Francisco García Lorca, si bien en esta ocasión del volumen se han excluido los textos críticos, resulta muy interesante el libro del hermano de Federico, de difícil acceso durante unos años. El primoroso diseño de la colección, según reza en las tripas de los libros, lo adeudamos a Gonzalo Armero y la dirección la asume Laura García Lorca de los Ríos.
En el museo de Fuente Vaqueros se proyectan las únicas imágenes en movimiento que hasta el momento han aparecido de Federico García Lorca: Unas breves escenas del poeta en Buenos Aires y unas tomas que proceden de un noticiario sobre las actividades de La Barraca, compañía subvencionada por el gobierno republicano en su plan de alfabetización y que montaba, en pueblos de toda España, piezas teatrales de autores clásicos. En fotografías y en la pantalla nos encontramos con Lorca en una de estas representaciones en el papel de Sombra, de La vida es Sueño de Calderón de la Barca.
En la puerta de la casa-museo de Granada entablé amistad con un felino que parecía empeñado en llevarse la bolsa de papel que contenía los libros que había adquirido. Los gatos rondan la casa de la familia de Federico como si ejercieran la función de pacíficos guardianes. “Los árboles más vetustos proeden de la época en que la familia de Lorca ocupaba la casa”, afirma el guía. Y por las encrucijadas de esos mismos árboles trepan los gatos; los animales se desperezan sobre las ramas y mantienen un aire de atención permanente.
¿Qué pensaría Federico de esas tazas de café y platos con su nombre, con sus dibujos, con fragmentos de sus cartas? ¿Por qué todo se transmuta? ¿O a veces se envilece?
En la última entrevista a Federico García Lorca publicada en un periódico madrileño el autor aseguraba: “Mi obra apenas está comenzada”.
Pienso en estas cosas mientras contemplo antiguas fotografías de la Huerta de San Vicente en la que vivió Lorca, alejada del centro de la ciudad y repleta de vida familiar.
En el recibidor de la casa encuentro un enorme espejo. Me llama la atención y procuro reflejarme en él porque sé que en estos indiscretos que nos devuelven la mirada el tiempo transcurre de otro modo. Por si alguien lo ignora, tales observadores son capaces de mostrarnos lo que vieron y que lo se supone verán, incluso más que lo presente

Varios días después del viaje leo en mi casa en el libro Recuerdos míos de Isabel García Lorca: “Como a mi padre, a Federico le gustaban mucho los espejos. A mí también”. Posteriormente, menciona un espejo "enorme" al que a Federico le gustaba asomarse. Ahora se encuentra en la entrada de la casa de la Huerta de San Vicente, mencina Isabel.

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