Crónicas de un convaleciente crónico, (IX)
Sería injusto proseguir con el censo de mis profesores de primaria sin dedicarle unas líneas a Don José, un hombre de pequeña estatura y mal carácter, director del centro durante varios años, con la inexplicable capacidad de atemorizar a padres y alumnos con idéntica intensidad. Mis abuelos maternos, –advierto al lector que, a partir de ahora, me referiré a ellos simplemente como mis abuelos–, por intermediación de unos amigos supieron descifrar la naturaleza delsujeto. Durante la Guerra Civil Española Don José había destacado en el lado nacional como joven ideólogo y entusiasta disparador. Según palabras de mi abuelo, en cierta ocasión combatieron frente a frente y “el muy idiota disparaba a matar, ¡hace falta ser burro”. Esta particularidad de don José le granjeó la enemistad de mi abuelo de por vida. Por tanto, cuando el pistolero apareció de nuevo en la vida de mi abuelo y, encima, como profesor de su nieto, la alarma cundió en mi entorno.
Una vez terminada la guerra don José fue profesor en su pueblo, en Belchite, donde se ganó el cariño de los alumnos gracias a la siembra de sopapos que repartía con generosidad. Esa técnica, unida a la patada en las nalgas, la siguió empleando como método de enseñanza, como mínimo, hasta que un servidor abandonó el colegio.
Parece ser que don José un día se excedió en su buen hacer y fue expulsado de Belchite, o bien las autoridades ministeriales le invitaron a cambiar de centro. Por culpa de esa atracción inexplicable, que mi colegio ejercía sobre los sujetos con determinadas aptitudes didácticas, don José aterrizó en mi centro.
La tortura estaba bien trazada. No puedo negarlo. Durante varios años rondaba sobre las cabezas de los alumnos, como lo haría un buitre alrededor de una presa moribunda, la sombra de este personaje. Una vez que el niño alcanza el grado de sexto de EGB, Don José se materializaba, tal como lo haría un fantasma que, de pronto, tomara forma durante la noche ante los ojos de un indefenso infante.
El contacto directo con Don José se prolongaba durante tres años, los últimos de primaría. Sus dominios se extendían, en especial, sobre la enigmática materia denominada pretecnología, donde, en la práctica, los alumnos acometían aquellos trabajos manuales que al profesor le interesaban. En el caso específico de don José también nos impartió las asignaturas de naturaleza y física.
Desde mi primer paso en ese centro el aula de pretecnología despertó mis temores. Era como la cueva del ogro, el lugar donde el oso se frotaba la espalda contra los salientes de piedra en espera de su nueva presa. La asignatura se impartía en un cuarto con el tamaño de dos o tres clases, con dos mesas enormes situadas en paralelo, como si se en ellas se preparara un banquete mefistofélico. Como remate decorativo las paredes mostraban con ostentación a unos joteros carbonizados sobre un panel. Esa técnica la desempeñé en uno de los cursos, pero no recuerdo su nombre o, quizá, no desee hacerlo… Más tarde supe que las dudosas obras de arte eran fruto del puño del propio don José y, desde entonces, no he podido ver a un hombre vestido de jotero sin que, en secreto, en mí se despierte el deseo reprimido de agredirle.
Entre las diversas manualidades recuerdo con especial deleite las clases de papiroflexia. De inmediato, tras escuchar ese nombre, beligerante para mis oídos, se despertó en mí el resorte de la animadversión. Más tarde el profesor nos explicó, como siempre hacía, explayándose tanto en detalles técnicos como en asuntos personales, que a los alumnos nos traían sin cuidado, la historia de la papiroflexia y la nobleza que atesoraba bajo sus pliegues. Debo reconocer que tras esa charla mi ánimo cambió por completo. Ya no se trataba de repulsión sino de un asco y de una repugnancia intolerable hacia la materia que nos proponía el profesor. La simple idea de someterme a darle vueltas a un papelito con el fin de obtener figuras me producía unos escalofríos que me electrizaban el cuerpo.
A pesar de mi empeño no conseguí ni una mísera pajarita de papel. Ocurrió lo de costumbre: cuando algo no me interesa ni bajo pena de muerte soy capaz de asimilar las bases del asunto.
Por desgracia llegó el día del examen. Los alumnos comparecíamos frente a don José con unos folios. Él miraba hacia el infinito con la mirada extraviada y, no sé si por mi hostilidad, o realmente por su propio ensimismamiento, se me antojaba que Don José contemplaba el horizonte con ojos bizqueantes. Don José al fin pronunciaba un nombre y la víctima introducía sus manos de inmediato en los secretos del papel hasta ejecutar la figura. Cuando llegó mi turno mi cuerpo parecía una sopa instantánea. Las manos me sudaban de tal manera que apenas lograba asir las cuartillas. Don José pronunció una figura. Por causa de mi nerviosismo ni siquiera escuché el nombre. Pero mis manos se lanzaron sobre el papel y comenzaron a plegar y deshacer, desde un extremo a otro, pasando por la arruga sobre la arruga. Terminado el tiempo previsto para mi exhibición deposité sobre la mesa del profesor mi producto: algo inclasificable que, o bien podría ser un animal todavía desconocido por los biólogos, o una masa esponjiforme del espacio exterior. Don José respiró con esa hondura que preludiaba la tragedia. Luego me pidió otro animal. La aventura la daba por perdida, pero me preocupaba más el desenlace, es decir, la intensidad del golpe de mano y el lugar donde se alojaría la bravuconería de mi profesor. Este segundo intento creo que superó al primero en su apariencia incomprensible. Entonces, tras una arenga de gritos que me parecieron rugidos de león, la mano abierta de don José fue a tropezarse, casi sin querer, como si se tratara de un descuido, sobre mi cara. Por aquel entonces ya portaba gafas y tal vez porque ellas adivinaron el peligro o por el ímpetu del coche, el caso es que las gafas volaron como un ave hermoso de corta vida. A continuación el educador abandonó el aula con bufidos de minotauro. En ese momento comencé a llorar como si todos los grifos del colegio se hubieran abierto de pronto de un golpe. Entonces recibí la primera y más emocionante prueba de afecto de mi vida. Cada uno de mis compañeros, sin mediar palabra, realizó con habilidosas manos una figura de las muchas que pretendía obtener de mi torpeza el profesor. De vuelta al aula, Don José se encontró con el color púrpura de mi rostro y con las figuras finamente terminadas a mi alrededor
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alicia on the rocks -