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Raúl Herrero

Antología personal de páginas y pagodas

La pelota azul -Cuento de Eduardo Chicharro–

La pelota azul -Cuento de Eduardo Chicharro–

 


Era una pelota azul, aunque no totalmente. En sus dos casquetes ostentaba el mismo azul unido, tierno e intenso a un tiempo, pastoso, matizado por esa imponderable pátina que con el tiempo acaba por adquirir la pintura. En síntesis, algo semejante a como puede entreverse el cielo del atardecer si se mira a través de los párpados entornados. Tenía en su círculo máximo una estrecha faja encarnada entre dos líneas blancas, las cuales, si bien ligeramente veladas por el repetido contacto con manos, suelo, paredes, troncos, hierbas, pelo de animales, rodillas, esputos, tomillo, sartenes, carbón y aleros de tejado, seguían siendo blancas. El rojo de la lista central, de siete milímetros, era bermellón rabioso, un tanto ensombrecido por la referida pátina y los diversos contactos que acabamos de enumerar. La parte azul, de tono más sosegado, se exaltaba por la presencia de las líneas blancas y roja, éstas hacían lo propio entre sí, y a las tres les sucedía otro tanto gracias al azul. De suerte que la pelota, que no estaba limpia, ya que no era nueva de tienda, que no estaba sucia, ya que ni manchas ni pegotes tenía encima, brillaba como nueva merced a la atinada distribución de sus colores. Por debajo de la pintura era de goma; no maciza. Dentro nada tenía: ni pequeños guijarros, como otras de celuloide, llevan ni cascabeles, ni menos estopa, trapo, crines o serrín, aunque tampoco fuese rigurosamente exacto decir que no contuviese nada. Estaba llena de aire comprimido, y de olor a goma. Su tamaño no era ni grande ni pequeño. En verdad no era ni lo uno ni lo otro, pues podía medir unos doce centímetros de diámetro y  ser su volumen, entonces, de unos novecientos cuatro, coma, setenta y ocho centímetros cúbicos. Para formarse una idea: hubiera cabido media en un tazón grande. Pesaba más que regular, si se considera que estaba hueca, y su dureza era todavía suficiente para que, arrojada con fuerza contra el suelo, pudiese saltar hasta cinco o seis metros de altura.

Ha permanecido quieta en un vasar de cocina todo el invierno, cubierta en su hemisferio superior por una capa de grasiento polvo. La han lavado con agua y jabón. Durante unos días ha recibido impulsos, manotazos, golpes. Ha vuelto a la cocina, ha rodado por los suelos, las sillas, las camas, aprisionada a veces entre las manos y mejillas de un niño dormido. Ahora, inexplicablemente, se encuentra en la calle, en el empedrado sucio y sin acera. Es de noche, la luz mortecina de un farol la hace apenas visible. Ya no es azul, parece gris, o verde, parece oscura. Ya no es una pelota, parece una cosa, un bulto. No puede comprenderse cómo, estando allí, nadie la haya recogido todavía. Debió de perderse ya tarde, tal vez a la hora crepuscular.

Con frecuencia se extravían objetos de manera incomprensible. No se caen, no se escurren, simplemente se olvidan en cualquier sitio. Los hombres pierden cosas que sus semejantes no alcanzan a comprender cómo pueden perderse. En los periódicos se lee. Además de alhajas, carteras, paraguas, niños, los hombres suelen perder a su mujer, a un amigo, una mula, la memoria y hasta su propia vivienda. Lo que, en cambio no, es justo afirmar que se pierde, es aquello que tanto se oye decir: el tiempo. Ya que el tiempo nadie sabrá con certidumbre si lo ha perdido, y más atinado resultaría concebirlo como empleado o gastado en detrimento de otras cosas que pudiéramos haber resuelto mientras estamos charlando, tumbados, cantando o haciendo el amor –apreciación muy relativa, por cierto, sea para lo que fuere.

Ahora bien, el sitio adonde ha ido a parar la pelota es una plaza extensa, irregular, en la que desembocan cuatro calles desiguales, dos de ellas en ángulo agudo, y una quinta, cuesta abajo, empinada y escalonada. Parece una plaza de pueblo grande, pero no la principal. Está desierta y silenciosa, y así sigue durante algún tiempo, hasta que dos hombres la cruzan. Poco después, la sombra confusa de una mujer dobla la esquina. Junto a la pelota pasa un perro, sin detenerse. Un cura pasa también. Luego, ráfagas de aire que la hacen oscilar. Alguien, incomprensiblemente, le da un puntapié, y la pelota rueda varios metros, a lo largo del muro: no se la llevan. Pasan dos curas más, dos o tres perros más, un potro, figuras que son bultos, que son envoltorios de ropas, una vaca, un pato, murciélagos, aves extrañas por los aires, una cosa negra, más ráfagas, algo como rodando aprisa. Hasta que llega un grupo de mozos. La pelota está en medio de la plaza, en un charco. Cerca hay una fuente pública. La fuente no echa agua. Un mozo se la salta, otro se sienta encima. Los demás ríen, canturrean, charlan, alborotan, fuman, escupen, pronuncian palabras soeces, dichos soeces, algunos lascivos, hablan de los balcones de mozas o señoritas que duermen en sus casas, hacen alusiones obscenas, les brillan los ojos. El de la fuente juega con una navaja y en un momento brilla la hoja de acero. Hay luna; sólo a intervalos se deja ver. Algún mechero, alguna cerilla se enciende también periódicamente. Los mozos pasan el rato, no se van a dormir, no se van a la taberna, no se van al prostíbulo, no se sabe qué hacen allí. No están graves, pero algo grave aletea en ellos, en frases que pronuncian. Ya no cantan. Juguetean: a empellones, puñadas, puntapiés. Uno ha encontrado la pelota. Inmediatamente se la pasan entre ellos. Sólo el sentado en la fuente, el de la navaja, el que fuma y no habla, sólo ése no participa en el juego, que acaba por dirigirse contra una pared, tal vez la de una iglesia, pues pegan entre macizos contrafuertes. Hasta que el sentado, el de la navaja, se levanta y va a quitar la pelota a los otros mozos. Todos se callan, le miran. Él dice: «Ya está bien», luego pronuncia otras palabras. Discuten entre sí, como si deliberasen. Luego, el de la navaja, que ya no la tiene en la mano, pero sí la pelota, dice: «Vamos pues», y todos se marchan apelotonados. Se meten por una de las bocacalles, la más amplia. Una figura viene hacia ellos. Alguno la reconoce. Es un tipo bien trajeado y de aspecto principal. Su nombre, un mote y algunos calificativos, mezclados con palabras sentenciosas, se cruzan por lo bajo. La pelota, que alguien ha arrancado al de la navaja, derriba con fuerte impulso el sombrero negro del personaje al golpearle brutalmente en la frente. No reacciona en seguida el del güito, sino que, pasada la sorpresa y vencido un momento de vacilación, en el que cada cual permanece clavado en su sitio, se agacha a recoger el sombrero. Mientras maquinalmente le quita el polvo con la manga, les espeta un «¡Cerdos!», y, mientras se lo encasqueta, añade un «¡Me las pagaréis todas juntas, canallas!» Como nadie le contesta, echa a andar por su camino. Pero los mozos le cierran el paso. No hay en ellos continente amenazador, se agrupan y mueven pausadamente, con ademanes torpes. Uno de los de atrás se agacha a recoger un canto. El personaje se ha detenido, también los mozos. Así permanecen algunos segundos, hasta que uno de los de delante hace un brusco quiebro con el cuerpo y golpea fuertemente el suelo con el pie, al tiempo de darse una palmada en el muslo, resoplando entre dientes como se hace para espantar a un perro. El personaje, que llevaba bastón, además de sombrero, desenvaina un estoque. Recibe entonces una pedrada en mitad de la cara y los mozos le acorralan, se le echan encima. El hombre se defiende con bravura, pero le agobian, le desarman, le zarandean, le aporrean, le acogotan, le apalean cobardemente.

–¡A colgarle del farol! –grita alguien.

–¡Venga! –gritan varios.

Y mientras uno trepa al farol, otros pasan una correa, la del propio agredido, por el cuello de un hombre agotado o tal vez muerto. Se lo cargan al hombro, le empujan hacia arriba. «Ya está bien», sentencia el de la navaja. Arranca el cuerpo del personaje a sus verdugos y lo deja caer al suelo. Todos permanecen mudos, rodeando al cuerpo tirado, que allí queda con la correa al cuello, la negra ropa cubierta de polvo y la cara ensangrentada. No lejos, yacen también el sombrero, el bastónvaina y la pelota azul. Por último, dice el de la navaja «¡Hala!», y se aleja seguido de los demás calle adelante. Uno de ellos se lleva la pelota. El de la navaja lleva el estoque. Otro, que se queja y va renqueando, pasa los brazos por los hombros de dos compañeros. Después de recorrer un par de calles más, llegan a una taberna. Está cerrada. Golpean a la puerta, llaman a voces. Se les abre. Entran. La pelota queda en una mesa. Suben al herido a casa del tabernero. Tiene una cuchillada en el muslo, se está desangrando. Un chico, que va abrochándose los pantalones, corre a avisar al médico. Mientras se atiende al herido como se puede, los otros de abajo, los que no caben arriba, beben. Llega por fin el médico, entonces vuelven a enviar al chico, esta vez a casa del herido. Va a marcharse ya cuando uno de los mozos, viendo la pelota en la mesa, se la entrega y le dice que la tire al corral de su casa, la del mozo, para que al día siguiente la encuentren los chavalines. Regresa el chico acompañado por un hermano del herido, pero no trae la pelota. En la prisa y los apuros se le olvidó echarla al corral. Todos abandonan la taberna con el espíritu más afianzado. Llevan garrotes, piedras. Se dirigen a un edificio público, no se sabe si ayuntamiento, audiencia o qué. Hay funcionarios reunidos, guardias que interceptan el paso. El de la navaja insulta groseramente a los allí congregados, la pelota sale disparada de la mano de uno de los mozos y va a golpear a alguien que parece persona principal. Piedras recorren trayectorias paralelas a la de la pelota. Los guardias forcejean por desasirse, los concejales, magistrados o lo que sea, responden a la agresión con lo que tienen a mano, sillas, tinteros, tijeras, cortapapeles. Entre los pies de los beligerantes, los cantos ruedan de un lado para otro con la pelota de goma. Salta ésta escalones abajo arrastrada por los que salen, primero los personajes, detrás de los mozos que los empujan. Llega a la calle entre los pies de unos y otros. Está rajada. Los mozos se llevan a los personajes hacia el río. Los guardias marchan corriendo en dirección opuesta. Un perro se acerca a la pelota, la husmea y le da medio lengüetazo, después se orina en la puerta del edificio. Un borracho que pasa recoge la pelota azul, tiznada, manchada, algo rajada. En esto tropieza y cae. La pelota va a parar a las tablas de una carreta de bueyes junto a la que ha caído el beodo. Penosamente se levanta éste y la busca a su alrededor, debajo del carro, hasta que renuncia a encontrarla y sigue por su camino. En un movimiento de los bueyes rueda otra vez al suelo la pelota. Regresa una pareja de guardias, van a entrar en el edificio. Uno de ellos la ve, tal vez la recuerda, duda un momento y se la lleva escaleras arriba. Así es como la pelota entra de nuevo en el salón de actos. Los dos guardias consideran el destrozo de muebles, cortinas y cristales. Comentan, discuten, se insultan, y la pobre pelota, siguiendo su predestinación de bólido, sale disparada, a través de uno de los balcones. Va a parar a la casa de enfrente, penetra por una ventana y rebota en una mesa llena de papeles y libros. Es la de un estudiante que en ese momento no sabemos si ha de habérselas con las diofánticas o con alguna rima rebelde, pues la hoja en que escribe se halla parcialmente cubierta de signos dispuestos en columna. No da tiempo a verlo, el tintero se ha derramado sobre lo escrito. El estudiante apenas si hace el indispensable movimiento de separar las piernas para que la tinta no le gotee en los pantalones. Su pasmo se prolonga unos segundos, bastantes. Endereza el tintero, separa los papeles, mira a la ventana abierta. Dirige por fin la vista a su alrededor intentando averiguar la causa de tamaño desastre. Descubre la pelota. Se agacha y la toma en la mano maravillado, no menos que si hubiese caído en su aposento un albatros de los mares del sur. La sopesa, vuelve a considerar la ventana y, en un arranque de mal humor, la arroja con fuerza hacia el balcón de enfrente. Por muy extrañamente casual que pueda parecer, el proyectil acierta a colarse entre el bastidor y los cristales rotos del vano. Todavía hay allí un guardia. Oye ruido y ve rodar la pelota. No tan sorprendido como el estudiante, pero sí tan enojado, la recoge y la arroja de nuevo a la calle a través del mismo balcón. La pelota no vuelve a entrar en el cuarto del estudiante; rebota en la pared y va a parar de nuevo, segunda broma del azar, a la carreta de bueyes. El estudiante ha podido entrever cómo el proyectil de goma salía por el balcón. Guardia y estudiante se contemplan, preguntándose si hay algo de común entre ellos. Sube a la calle un grupo de gente. Algunos parecen los mozos de antes. Pasan todos junto a la carreta.

Estudiante y guardia se retiraron, la escena queda silenciosa. Poco más tarde se aproxima un hombre, el boyero, y la carreta echa a andar. Sigue siendo de noche. La carreta lentamente abandona la población. Va por el campo. Hace aire, un aire húmedo, frío. Ya lejos, en un tumbo, la pelota cae a la carretera. Rueda a la cuneta, después de hollar el espeso polvo blanco que en la oscuridad tiene un color de ceniza. Ahí queda. La carreta se aleja con pausa de alucinación. Al alejarse, se oscurece y se achica, devorada por los márgenes convergentes de la carretera y por el cielo inmenso, combado, en el que brilla un mar de estrellas. Hasta el ruido de la carreta se perdió. Todo se lo tragaron el cielo y la hora de la noche. También es inmenso el silencio, y es inmenso el campo alrededor de la pelota. Se oye sólo el silbido intermitente de los sapos y, de cuando en cuando, el de las ráfagas a través de los cardos secos. Grandes, vagas, traslúcidas figuras de tul, azules, malva, grises, pasan ingrávidas por los aires. Tal vez falta poco para que la aurora aparezca. Así, antes de que esto ocurra, la pelota parece consolidar su estructura física, cerrar su grieta, agrandarse, distenderse. Hasta remontarse. Sí, hasta hacerlo como un globo de tafetán o como un globo de fuego que empieza a dar botes por la carretera en sentido inverso al de la carreta, y a crecer, y a remontarse, de suerte que cada salto es más largo, más alto, y más lento, y el último la lleva sobre el pueblo aquel, donde atónitas las personas, las pocas que velan, observan el extraño meteoro de fuego que se cierne muy por encima de los tejados, aunque no tan alto como para podérsele confundir con la luna llena. También el estudiante contempla el fenómeno. Sin saber por qué, se acuerda del primer hecho mágico de aquella noche: la pelota llovida de los cielos en su cuarto. En un momento todo el poblado despierta y se asoma a ventanas, puertas, escotillas o tragaluces, lleno de espanto, de curiosidad, de asombro, y prorrumpe en inmenso alarido que pronto se trueca en clamor dentro del tumulto general. Sólo desde una ventana abierta a última hora, la de una cocina, no salen estentóreas voces ni lastimeros ayes. Allí unos niños ven y reconocen en el enorme globo su hermosa pelota azul extraviada la víspera. Cae de pronto como un rayo de fuego la esfera alargándose en su forma, hasta el zócalo de la casa donde recibió el puntapié inicial. Los niños salen corriendo en su busca. De los demás habitantes, nadie se atreve a moverse. Por fin se arriesgan algunos, se reúnen en la plaza principal, se dirigen al edificio de la lucha. Hay confusión. Los personajes no pueden acudir, ya que se hallan malheridos o fuertemente contusos, impresentables. Todo el mundo está en la calle. El revuelo es mayúsculo. Nadie sabe lo que fue. En la plaza de la fuente no se ha encontrado nada, si es que el bólido ha caído allí. Tampoco los niños han hallado su pelota. Intentan explicar que ellos saben lo que era, pero nadie los escucha. En medio de la zozobra, el susto, la interrogación, muchos ojos se vuelven hacia poniente, a la línea oscura de los montes por donde empieza a desaparecer una luna enorme, color naranja de brasa. Pero el nuevo día aún no aflora. Algunos se reintegran a sus viviendas, muchos rodean a los niños, no logran entenderlos ni entenderse entre sí, van olvidando el aerolito, casi no creen lo que han presenciado. Se forman corrillos en todas partes, hasta que un nuevo resplandor atrae a todos hacia la plaza principal. Allí está ardiendo el edificio de la pelea, los mozos le prendieron fuego. Arde también un pajar inmediato. Al cabo de cierto tiempo el fuego puede ser reducido, pero corre la voz de que otro edificio arde al lado opuesto del pueblo y que fueron los mozos los incendiarios…

Pálidamente, empieza a amanecer. Como si esto fuese la señal, cada cual huye hacia su cobijo. Las puertas parecen absorber con fuerza prodigiosa a esa población que en el espacio de unos minutos desaparece y cierra y atranca sus casas. Queda el pueblo desierto, sumido en sepulcral quietud. También los niños se han retirado. No hay luz, no unos pañales tendidos en las cuerdas de las solanas. Los niños, en sus camitas, se han dormido ya de día. Transcurren unas horas de calma absoluta, ni campanas se han oído. Cuando los niños despiertan, corren a la cocina, al vasar. Allí no hay pelota ni nada que se le asemeje. Corren a la plaza, se cruzan con el basurero, la lechera, el alguacil, el perro cojo de la inclusa. Nadie parece mirarlos con curiosidad a pesar de ser ellos los de la pelota. Nadie parece impresionado y, en la plaza, junto a la pared, encuentran la pelota azul, tal y como la dejaron; no rajada, no tiznada, no salpicada de sangre, aunque sí húmeda de rocío… El reloj del Ayuntamiento da una hora. Los niños cuentan: son apenas las nueve de la mañana.

 

 

[A los ocho meses de su concepción nace Chicharro en Madrid, un año después que Salvador Dalí, es decir en 1905, en la calle de Ayala un 13 de julio. Tras vivir en Roma desde 1913, con excepción del tiempo que pasó en su país en torno a 1925 enzarzado en el servicio militar, o en ciertos viajes por Francia, Bélgica, Holanda, Alemania y Austria, regresa a España, con su esposa e hijos, en 1943. Se había casado en 1937 con la pintora Nanda Papiri, cuyos dibujos ilustraron revistas y catálogos vinculados con el Postismo.

En Madrid, Chicharro realiza una exposición en la Sala Marabini. Instala su estudio en el Pasaje de la Alhambra, lugar de reuniones en las que se discute, se recitan poemas y se dirigen las operaciones postistas en los años del movimiento.

Se voltea el año 1944 cuando Chicharro conoce a Carlos Edmundo de Ory en el café Castilla y deciden fundar el Postismo en compañía del italiano Silvano Sernesi.Cuando el grupo se disuelve, Eduardo mantiene amistades cercanas al ismo, como Ory y Francisco Nieva, con los que seguirá colaborando. Precisamente junto al segundo funda, a principios de los años 50, la revista Ambo que, como las anteriores Postismo y La Cerbatana, sólo verá un número. En los cuatro años de la década de los 60 que vivió disminuye su producción, se entrega a infinitas correcciones.]

Una cabeza humana viene lenta desde el olvido de Emilio Adolfo Westphalen

Una cabeza humana viene lenta desde el olvido de Emilio Adolfo Westphalen

Una cabeza humana viene lenta desde el olvido

Tenso se detiene el aire

Vienen lentas sus miradas

Un lirio trae la noche a cuestas

Cómo pesa el olvido

La noche es extensa

El lirio una cabeza humana que sabe el amor

Más débil no es sino la sombra

Los ojos no niegan

El lirio es alto de antigua angustia

Sonrisa de antigua angustia

Con dispar siniestro con impar

Tus labios saben dibujar una estrella sin equívoco

He vuelto de esa atareada estancia y de una temorosa

Tú no tienes temor

Eres alta de varias angustias

Casi llega al amor tu brazo extendido

Yo tengo una guitarra con sueño de varios siglos

Dolor de manos

Notas truncas que se callaban podían dar al mundo lo que faltaba

Mi mano se alza más bajo

Coge la última estrella de tu paso y tu silencio

Nada igualaba tu presencia como un silencio olvidado en tu cabellera

Si hablabas nacía otro silencio

Si callabas el cielo contestaba

Me he hecho recuerdo de hombre para oírte

Recuerdo de muchos hombres

Presencia de fuego para oírte

Detenida la carretera

Atravesados los cuerpos y disminuidos

Pero estás en la gloria de la eterna noche

La lluvia crecía hasta tus labios

No me dices en cuál cielo tiene tu morada

En cuál olvido tu cabeza humana

En cual amor mi amor de varios siglos

Cuento la noche

Esta vez tus labios se iban con la música

Otra vez la música olvidó los labios

Oye si me esperaras detrás de ese tiempo

Cuando no huyen los lirios

Ni pesa el cuerpo de una muchacha sobre el relente de las horas

Ya me duele tu fatiga de no querer volver

Tú sabias que te iba a ocultar el silencio el temor el tiempo tu cuerpo

Ya no encuentro tu recuerdo

Otra noche sube por tu silencio

Nada para los ojos

Nada para las manos

Nada para el dolor

Nada  para el amor

Por qué te había de ocultar el silencio

Por qué te habían de perder mis manos y mis ojos

Por qué te habían de perder mi amor y mi amor

Otra noche baja por  tu silencio



[Emilio Adolfo Westphalen nació en Lima en 1911. De su autoría sólo se conocen dos poemarios con un total de 18 poemas, a los que se suman unos textos no agrupados. Se le vincula al movimiento surrealista de la poesía hispanoamericana. Fue además el creador de dos revistas "Las Moradas" y "Amaru". La primera entre 1947-49 y la segunda entre 1967 y 1971. ]

Polimnia

Polimnia

Y, al ver plagado de navíos todo el Helesponto, y atestados de soldados todas las playas y todos los campos abidenos, en ese momento Jerjes se consideró un hombre afortunado; pero, acto seguido, se echó a llorar.

Al percatarse Artábano, su tío paterno, de la reacción del monarca (la persona que, en su principio, manifestara francamente su opinión, aconsejándole que no organizase una expedición contra Grecia), al advertir, insisto, ese personaje que Jerjes se había echado a llorar, le dijo lo siguiente: "Majestad, ¡qué gran diferencia existe entre tu actitud de ahora y la de hace un instante! Primero, te consideraste un hombre afortunado, y, en estos momentos, estás llorando. "Es que –replicó Jerjes– me ha invadido un sentimiento de tristeza al pensar en lo breve que es la vida de todo ser humano, si tenemos en cuenta que, de toda esa cantidad de gente, no quedará absolutamente nadie dentro de cien años."

Entonces, Artábano le respondió como sigue: "¡Otras desdichas peores que ésa sufrimos a lo largo de la vida. Pues, durante una existencia tan breve como la nuestra, no hay hombre alguno, ni entre los que ahí ves ni en el resto del mundo, que sea tan afortunado como para que no le asalte, en repetidas ocasiones y no una sola vez el deseo de preferir estar muerto a seguir con vida, ya que las desgracias que se cierran sobre nosotros, y las enfermedades que nos aquejan, hacen que la vida,  pese a su brevedad, parezca larga. Así, cuando la existencia resulta penosa, la muerte se convierte para el hombre en una escapatoria muy apetecida, y, por su parte, la divinidad, si nos deja probar la dulzura de la vida, con su actitud pone de relieve su envidioso talante".

Heródoto, Historia, Libro VII, traducción de Carlos Schrader, Biblioteca Básica Gredos, Madrid, 2000

Canto del retorno por Carlos de la Rica

Canto del retorno por Carlos de la Rica

Yo tomaré a los hijos de Israel dispersados entre las naciones y los traeré a su tierra.

(Ezq. 37,21)


Cada primavera yo he subido a Jerusalem,

las ovejas pasando vi cada primavera en torno a ti, Jerusalem;

cuando mis zapatos arreglaba o también las sandalias

en ti pensaba y en cómo el largo camino transitar;

hasta cuando tocaba la sortija o jugaba a la pelota

yo te recordaba, Jerusalem. Los dos alejados y en deriva,

          tristes y ojerosos

al encender la lámpara en la mesa del Pesaj.


Fugitivo en el Sena o asomado al Potomac

          mis ojos echaba hacia las nubes,

hacia tus puertas arrogantes, tus calles estrechas,

hacia el santo Muro que con aire inmóvil esperaba.


Oí hablar de mi amada y sollocé porque

          esbelta y al saliente

un agua extraña taladraba su Roca, oh ciudad más allá de toda ponderación.


Tal una carta inacabable de color y aceituna

puse en circulación, oh ciudad mía, Jerusalem,

con el ansia y el deseo de encontrarte,

presentida casi al posar los pies la playa de Ascalón.


Igual que en el lecho un durmiente reclinándose

                callaba;

mas, sin embargo, el corazón recorre la cortina

y tras el cristal de cualquier ventana

como un ave de pico largo en los aleros de tus moradas

              aparezco y me presento.


Sobre el llano ol pradera mi río emisario ahora,

oh, siempre tú, Jerusalem, con tus formas tirando

           de mi vida.

Oh David, el cabello de Isaías, Jerusalem revuelta, paniza,

como un pavo real de oro por el sol.

Jerusalem con la cabeza en la primavera y en la luna reclinada,

los indomables cipreses, dedos tuyos, alas de luz divina,

          ciudad deseada siempre,

llamando desde las mil piedras a los hijos dispersados y lejanos.


Dame

un relámpago par el retorno, que yo coloque

          un ramo de rosas bajo el cielo claro

que como un manto hermoso se cierne en tus espaldas.

Jacob, Josué de Melilla, Moisés o Leví el pastelero

entre los recién retornados, compañeros,

donde nace flotando igual que un madero en el agua

el fuerte arcoiris de los siete brazos

o en el cielo, como una cierva corriendo, la estrella

          de las seis puntas.


Ah! retorno, vuelta a ti, al olivar, Sión,

          Jerusalem con quien me topo

y alegre vuelvo, ciudad de mis mayores, para

libar abeja la fiesta de la primavera reciente

¡ay! con los dedos ya secos, aquellos

con los que muy antes las cien lágrimas

          enjugaba,

¡oh, Jerusalem, hermana y madre!

Jerusalem otra vez y para siempre

          en primavera.

 

Carlos de la Rica

Yad Vashem, El toro de Barro, Cuenca, 2000.

[Entre lo más injustos olvidos de los poetas del siglo pasado sin duda se encuentra el autor de este poema: Carlos de la Rica (1930-1997). Durante su vida compaginó la vocación del sacerdocio con la de la poesía, pero no, como algún mal pensado puede sospechar, con   poesía mansa y rumiante, sino que se vinculó ni más ni menos que con el movimiento Postista. Entre sus amistades se contaron Angel Crespo, Gabino-Alejandro Carriedo, Antonio Fernández Molina, Federico Muelas… A su poesía la denominó "realismo mitológico" Según el presente Carlos Morales, director presente de la colección  "El toro de barro" que fundara Carlos de la Rica,: "Originado, pues, en los territorios de la vanguardia postista española, el ’realismo mitológico’ encontró su nota distintiva no tanto en las tradiciones literarias hispanas cuanto en las corrientes culturales de la España de posguerra (Claudel, Cocteau, Supervielle, Batalille, etc)…". A las que se sumaría la influencia de la generación Beat norteamericana y del simbolismo francés.

Autor de varios títulos que oscilaban entre la poesía y el teatro Carlos de la Rica fundó en Cuenca la colección de poesía "El toro de barro", donde publicaron entre otros autores Manuel Pinillos y  donde se editó la primera antología poética de Eduardo Chicharro, si bien ya póstuma y preparada por Angel Crespo y Pilar Gómez Bedate.

Carlos de la Rica sentía especial simpatía la causa hebrea. Así, aunque a algunos les pueda resultar curioso, publicó varios libros dedicados al pueblo de Israel y su crítica al antisemitismo le valieron ciertos ataques por parte  de algunos miembros de la  sociedad de su tiempo. A partir de los años 70 realizó varios viajes a Tierra Santa y su pasión "hebrea" cristalizó en un largo poema, al que pertenece el que aquí reproduzco y que se publicó en el lbro Poemas junto a un pueblo (1977). Sirva esta pequeña nota para honrar su memoria, despertar la curiosidad por su poesía y reivindicar su figura de poeta original y excelente.]

 

Bakunin -aproximaciones a la santidad-

Bakunin -aproximaciones a la santidad-

Y lo declaro aún, es un ejemplo a seguir para todos los que creen en la inmortalidad del alma. Desde este punto de vista, la sociedad no puede ofrecerles más que una perdición seguro. En efecto, ¿qué da a los hombres? Las riquezas materiales primeramente, que no pueden ser producidas en proporción suficiente más que por el trabajo colectivo. Pero para quien cree en una existencia eterna, ¿no deben ser esas riquezas un objeto de desprecio? Jesucristo ha dicho a sus discípulos: "No amontonéis tesoros en esta tierra, porque donde están vuestros tesoros está vuestro corazón"; y otra vez: "es más facil que una maroma (un camello, según otra versión) pase por el agujero de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos". (Me imagino la cara que deben poner los piadosos y ricos burgueses protestantes de Inglaterra y de Estados Unidos, de Alemania, de Suiza, al leer esas sentencias tan decisivas y tan desagradables para ellos).

Jesucristo tiene razón; entre la codicia de las riquezas materiales y la salvación de las almas inmortales hay una incompatibilidad absoluta. Y entonces, por poco que se crea realmente en la inmortalidad del alma, ¿no vale más renunciar al confort y al lujo que da la sociedad y vivir de raíces, como hicieron los anacoretas, salando su alma para la eternidad, que perderla al precio de algunas decenas de años de goces materiales? Este cálculo es tan sencillo, tan evidentemente justo, que estamos forzados a pensar que los piadosos y ricos burgueses, banqueros, industriales, comerciantes, que hacen tan excelentes negocios por los medios que se sabe, aun llevando siempre palabras del evangelio en los labios, no tienen en cuenta de ningún modo la inmortalidad del alma y que abandonan generosamente al proletariado esa inmortalidad, reservándose humildemente para sí mismos los miserables bienes materiales que amontonan sobre la tierra.

Aparte de los bienes materiales, ¿qué da la sociedad? Los afectos carnales, humanos, terrestres, la civilización y la cultura del espíritu, cosas todas inmensas desde el punto de vista humano, pasajero y terrestre, pero que ante la eternidad, la inmortalidad, ante dios son iguales a cero. La mayor sabiduría humana, ¿no es locura ante dios?

Mijaíl Bakunin. Dios y el estado, El viejo topo, 1997

In memoriam Jean-Marc Debenedetti

In memoriam Jean-Marc Debenedetti

 

[En el año 2000 de la mano y escritura de Fernando Arrabal conocí al poeta y artista Jean-Marc Debenedetti. Mantuvimos correspondencia durante un tiempo  y me ofreció su poemario La ecuación del fuego, entonces  recientemente traducido al castellano por Danièle Bonnefois y Alberto Blanco. En la editorial Libros del Innombrable, en la Biblioteca Golpe de dados, se publicó en el año 2001 su poemario. Le acompañaban en el volumen en el prólogo Fernando Arrabal y en epílogo Alberto Blanco. Durante nuestro epistolarío hablamos de presentar su libro en España, pero el caso nunca se llegó a concretar. Hoy, también de la mano y escritura de Fernando Arrabal, recibo la noticia de su fallecimiento. Al parecer fue enterrado el pasado 19 de junio en París. Sirva la inclusión de estos poemas de  La ecuación del fuego como testimonio y homenaje personal a este autor, editor y creador de la revista Poèsie. Los libros   El pánico  y Manifiesto para el tercer milenio de Fernando Arrabal, de los que Libros del Innombrable editó su versión en castellano, se publicaron también en su editorial Punctum.]

Jean-Marc Debenedetti es poeta, pintor y escultor. Nacido en 1952 en París, en donde vive, simultanea una obra poética y una creación plástica que se completan y corresponden.

Ha publicado ya una decena de libros de poesía así como obras críticas especialmente sobre los Simbolistas y los Surrealistas.

Expone desde 1973 y ha participado en numerosas manifestaciones colectivas en Francia y en otros países (EE.UU., Suecia, Portugal, Inglaterra, Canadá, Suecia, México, Luxemburgo y Alemania).

 

Yo la veo en una concha
forcejeando con la arena
o bien viento
entre el palenque de una casa
desalojada hace tiempo
hace tiempo
que los líquenes y los musgos
abandonaron la arena
poblada sin embargo de caracoles
Ellos entregan su corazón a las hierbas
hablan del lenguaje que le conviene a la arena
el techo es su testigo

***
Maíz de llama verde
mujer abandonada a pesar de tensiones
cajón oscuro de donde nace
el aburrido deseo
Para sustraerse a la farsa
tachar de una vez la alianza
para una soledad ideada pieza por pieza
con sus vértigos y sus tiernos abismos

***
Nacida de un anuncio de estrellas
la noche en camisón
se la lleva de la mano
a darle un beso de foso
Entre sus labios
un musgo abstracto interroga
al séquito de los enigmas bajados
descalzos de su firmamento

***
Entonces la medianoche expulsa subterránea
las palabras con colores de hombre
y los espléndidos calvarios
construidos para resistir
En la encrucijada
pasa la desesperación
con largos muslos desnudos

***
A la orilla de la memoria
las palabras caen como el barbecho
como plantas inquietas
por inutilidad de la savia
Aquí es la costumbre
la que da sed
y lo prohibido sirve de estación
a los viajeros

***
Para ti la pizarra
cuando se desnuda
y no se rompe







Noche caníbal


1
La que espera arrebujada
bajo los postes de su tienda de campaña
la de las pestañas que parpadean en probable adiós
cuyo vientre es húmedo
como el rocío
La del nombre que sólo sirve una vez
a primera hora
me arranca el reptil de las manos
dejando la jaula sin cerrar

2
La del nombre que se deletrea a gritos
en tiempos de tormenta a la altura de la gaviota
La del pico que se ensaña
en volver a abrir la misma llaga
parecida a una sonrisa
acribillada por dientes de animales
Tú cuyo cuerpo niega
el beso del manantial

3
La que no cambia ni un óvulo
ni un reptil anidado en su vientre
lleva la muerte hasta la orilla
De la que nada me hace uniforme
reduce el ala del reparto
a la mirada del pájaro azul
al inocente pájaro carpintero
para el que la corteza no tiene alma
el enigma queda por descifrar

4
La del vientre liso
hasta el ano que sigue siendo su misterio
la del misterio duro de llevar
como bisagras cerradas
La que se alimenta de fiebres
desde hace tanto tiempo ya
se levanta el altamar
con sus naufragios previsibles

5
La del todo en la nada que duerme
en mi sitio de fiera
me encanta cuando enseña sus dientes
como una ofrenda saliva
La de la lengua con sabor
a ámbar a amaranto y a sal
La del deseo que nunca comulga
con el deseo del deseo del deseo
[La ecuación del fuego, Jean-Marc Debenedetti. Traducción de Danièle Bonnefois y Alberto Blanco, Libros del Innombrable, Zaragoza, 2001.]

 

A Osiris de Juan Eduardo Cirlot

A Osiris de Juan Eduardo Cirlot

Repartido en pedazos y en lamentos,
repartido en países y en canciones,
repartido en lejanos corazones,
repartido en profundos monumentos.

Repartido en obscuros sentimientos,
repartido en distintas emociones,
repartido en palabras y oraciones,
repartido y perdido en los momentos.

Heredero del tiempo y del espacio
víctima de transcursos y distancias,
ser en seres deshecho y repartido.

Yo busco tu hermosura y tu palacio,
tu boca de rubíes y fragancias
para reunirte solo en un gemido.

 Juan Eduardo Cirlot

ATASCO (Poema de Rada Panchovska)

ATASCO (Poema de Rada Panchovska)

Sofía, 21 de abril de 2009
Hola, Raúl,
Te adjunto un poemita mío que te dedico, está provocado por tus Motivos de tristeza, espero que te guste. Se publicó en el suplemento de cultura "Detonatziya[Detonación]" que sale mensualmente, en el número del marzo, pero hasta ahora no pude traducirlo...


ATASCO


A Raúl Herrero


En la lejanía indiferentemente parpadea un semáforo.
Las columnas avanzan pausadamente fastidiadas, sólo un metro.
En los coches ya se produce alguna animación, calculan posibilidades,
tratan de enfilarse de nuevo, y de sopetón, por poco ocurre,
ya un transeúnte nervioso choca su mirada con otra, fiera,
mientras pasa ante el nariz de los motores rugientes,
en la vía vecina un amateur ha frenado con un chut
y cinco coches se han enhebrado en espera de la policía del tráfico,
¡y destella el verde sereno! Asalto. Los que pasan, pasan…
… Por mi cabeza pasan fragmentos de pensamientos
parados en la memoria atascada por eventos no sucedidos.
La vida se comporta de manera insolente, sin rodeos es sin salida, me digo,
hasta que emerge el hallazgo apacible de Raúl: motivos de tristeza.
Y con motivo y sin motivo el dique de la tristeza de desobstruye,
al menos un atasco se va desparramando para el momento.

 

[La poeta y traductora Rada Panchovska, que lleva camino de trasladar al búlgaro toda la poesía española del siglo XX, me remite este texto. Sirva su inclusión en este blog como muestra de mi agradecimiento por esta demostración inmerecida de atención.]