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Raúl Herrero

Crónicas de un convaleciente crónico, (VIII)

Crónicas de un convaleciente crónico, (VIII)

Mis relaciones con el gremio de los profesores y, en general, con cualquier forma de autoridad han sido y son complejas. Sobre el respecto poseo ciertas ideas algo heterodoxas, aunque sin llegar al extremo del escéptico Sexto Empírico (160-210 a.C.) quien en su libro Contra los profesores afirma:"…si algo es enseñado, o bien es algo técnico o bien no técnico. Y si no es técnico no es enseñable, pero si es algo técnico, o bien es algo evidente por sí mismo y por tanto no es susceptible de técnica ni de enseñanza, o bien es algo no evidente y entonces tampoco es enseñable, en virtud de su carácter no evidente".
Antes de continuar por tales caminos de baches y barrancos quisiera puntualizar algunos aspectos para mí de importancia capital.

En mi opinión un maestro implica unas connotaciones que lo diferencian de un profesor. El profesor, según indicó en el transcurso de una clase Ramón Acín, “tiene por misión amputar las alas del alumno y doblegarlo a los caprichos de la sociedad”. Un maestro es algo muy distinto, si bien, en el lenguaje cotidiano, no se realiza tal diferenciación. En mi vida, como todo ser humano que se precie, he tenido varios maestros, no siempre dentro de la enseñanza reglada: Antonio Fernández Molina, Fernando Arrabal, mi padre José Luis Melgares. De ellos he aprendido arte, literatura, historia, vida… En la enseñanza convencional abundaron los profesores, si bien, por suerte, tuve algunos maestros como  María Ángeles Azagra, a la que le debo, para bien o para mal, mi empuje literario, la señorita Mercedes ya citada, Benito Hernández, que creyó en mis posibilidades cuando mi entorno me desahuciaba, ¡precisamente por mis inclinaciones artísticas!, y algunos otros… No creo que sea precisa una lista pormenorizada. Por otra parte, en mi opinión, pueden darse en el ámbito de la enseñanza las condiciones y los recursos precisos para que un individuo se forme como adulto integrado en la sociedad y feliz, estoy casi seguro de ello, como también lo estoy de que en mi caso no fue así, ni creo que, en la actualidad, pueda conseguirlo un ser humano con una mínima vocación fuera de la estrictamente convencional.

Dicho todo esto añado que, en el presente, todavía me despierto de noche en noche con pesadillas muy desagradables que les debo tanto a los profesores de mi enseñanza primaria como a los del bachillerato. No me considero especial, en ningún sentido, por tanto en algo fallé, en algo ellos erraron, cuando a mi edad todavía me asaltan tales terrores nocturnos.

Con excepción de la señorita Mercedes, el resto de personal que se ocupó de mi formación básica sólo puedo denominarlo como nefasto. Del segundo curso apenas recuerdo otra cosa que el miedo. En el tercero fue mejor. Recuerdo el miedo y una bofetada que me dejó marcados en la cara cinco dedos como cinco castillos. Mi madre, a la que le debo no haber sido tratado como el pelele de la pintura de Goya, acudió a pedir explicaciones a la abofeteadora  y recibió la siguiente respuesta: “Le pegué porque es  tan callado que a veces no advierto su presencia”. En efecto, mentiría si dijera lo contrario, mi tozudez infantil en no ser aceptado en ese lugar al que consideraba indigno de mí,  en verdad era muy soberbio para mi edad, la manifestaba con una indolencia y una pasividad que desarmaban al más pintado. En cierta ocasión un profesor de francés levantó en volandas mi mesa y la lanzó a  un extremo de la clase. Todo porque no pronunciaba bien no sé qué palabra. A ese mismo enseñante de nombre Lorenzo, al que apodábamos “el baboso” por los proyectiles que acompañaban a sus pláticas, le vi propinar a un compañero una bofetada de tal calibre, que el muchacho dio una voltereta en el aire y cayó de espaldas sobre la mesa. ¡Comprendí entonces que semejantes proezas requerían de varios años de carrera! Aún hoy ignoro cómo lograr ese efecto en un oponente. Según se rumoreaba a este individuo lo habían expulsado de un centro anterior porque había reventado el oído de un sopapo a un alumno. Y nos lo trajeron al nuestro. Nunca supe si era verdad la leyenda. También nos ofrecía clases de dibujo en las que nos mostraba una “purísima” que dibujó al carboncillo  a su novia, después esposa y madre de sus hijos. Sus clases de dibujo lineal fueron auténticas torturas. A sus alumnos nos habrían debido convalidar con algún tipo de medalla al mérito civil. Lorenzo, al que, si me lo permiten, denominaré como El magnífico, también nos ilustró con sus teorías, más que conocimientos, sobre una de las pocas asignaturas que me interesaba: la historia. Por su boca supimos que en la revolución rusa los blancos o mencheviques eran los buenos y los rojos o bolcheviques los malos, así como que durante el antiguo régimen España era una monarquía, o que Hitler era una excelente persona y un gran artista. Como verá el lector, a este sujeto no le faltaba disciplina sobre la que pudiera expresarse libremente. Sus clases magistrales las recuerdo con hilaridad. No es preciso puntualizar que lo narrado sucedía en la década de los años ochenta del pasado siglo.

Por entonces el Ministerio no se cansaba de proponerles retos a los profesores de mi colegio. El primero fue la creación de la asignatura de ética, de la que hablaré más adelante, el segundo la clase de música. Aferró la vara de mando de esta disciplina “el gran Lorenzo” y nos torturó con la discografía completa de Luis Cobos en su vertiente "La Zarzuela". Al parecer las convulsiones de algunos alumnos le hicieron desistir de ese camino. A partir de entonces la hora de música se redujo a tiempo de estudio con música de fondo. En una ocasión Lorenzo nos pidió que trajéramos música clásica de nuestras casas. En mi caso le llevé una cinta que me había comprado recientemente con las sinfonías 40 y 41 de Wolfgang Amadeus Mozart, que, en la tranquilidad de mi hogar y sin instrucción musical, escuchaba sin descanso para penetrar en los misterios de ese tipo de música para mí todavía entonces enigmático. En mitad de la sinfonía 40 el magnífico Lorenzo quitó la cinta y manifestó: “Con esto nos vamos a dormir todos. Mejor ponemos unos valses que son más bonitos”.

Antes del melómano Lorenzo arribó a nuestras vidas otro personaje: el gran Santiago. Un profesor que, a mis ojos, medía unos tres metros, es decir, todo un gigante.  Con sus buenas maneras nos tuvo acobardados durante tres o cuatro años de colegio. Algo, sin duda, por lo que deberá sentirse satisfecho de sí mismo tras sus años en la enseñanza.

Este gigante no sólo lanzaba unos sopapos monumentales, lo digo por el tamaño de sus manos, sino que también se burlaba del alumno agredido si un familiar acudía a pedirle explicaciones de ese extraño impulso que le desbocaba la mano contra una cara infantil. Mi madre, preocupada por mi aversión al colegio, acudía a ciertas tutorías con la esperanza de resolver ese arcano que tanto la preocupaba. En el caso del gigante tuvo que amenazarle con darle una patada en sus partes nobles si volvía a ponerme las manoplas encima. El gran Santiago, poco dado a ese tiempo de encuentros, se vengó de mí dejando que mis compañeros me lanzaran durante el tiempo cronometrado de un recreo una pelota de fútbol a la cabeza. Mientras mi cráneo vibraba como un xilófono magníficamente masajeado, el gran Santiago intercambiaba codazos con otro profesor en tanto ambos reían sin disimulo.

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