Crónicas de un convaleciente crónico, (XI)
Entre los profesores que me asistieron durante la época escolar debería incluir más nombres. Pero pocos recuerdos guardo de los demás. Valga como ejemplo el lejano conocimiento de don Julián, que nos relató con insistencia un viaje a Londres que emprendió en su adolescencia. Resultan sorprendentes los temas que un dómine introduce en su monólogo durante el tiempo de una clase. Debo reconocer que me he planteado la vinculación entre tales soliloquios y los discursos de un paciente, acomodado sobre un diván o chaise longue, durante una sesión en el psicoanalista. El discurso del profesor puede aventurarse por lugares remotos, insospechados, pero en su caso los alumnos realizan la función de psicoanalista y, dependiendo del talento y la inteligencia de los mismos, pueden extraerse valiosas conclusiones de los monólogos del desbocado y deslenguado predicador.
Sin embargo, la narración sobre mis preceptores durante la EGB quedaría manca, coja y cuasi tuerta si excluyera de mis páginas a don Isaías. Por lo que recuerdo de mis profesores fue el último en aposentarse en el colegio, pero sus hazañas pronto lo convirtieron en imprescindible. Con el tiempo, al igual que sucedía con los demás, la leyenda de un origen oscuro circuló entre los alumnos. Algunos afirmaban que lo habían expulsado del centro anterior por motivos innombrables. Comprobará el lector que, como sucede con los piratas y los asesinos, en mi colegio a todo profesor que se preciara de serlo se le adjudicaba una leyenda negra.
Donn Isaías era algo más joven que la media del resto de amaestradores. Lo que no le impedía poseer unas dotes pedagógicas del mismo dudoso valor que los más vetustos profesores. Bien podría haber pertenecido a las fuerzas vivas del régimen anterior por sus formas y modos. A pesar de eso sin recuerdo que todos los días se preocupaba mucho de mantenernos ocupados unos minutos con ejercicios diversos, en tanto él introducía sus portentosas narices en el diario El país. Es posible que el sujeto se creyera progresista, o de una liberalidad loca, con o sin rulos, con o sin melenas. Pero su comportamiento, como su rostro, macilento, con unas gafas redondas en cuyos cristales se repetía ese círculo glaciar en cuyo centro se enmarcaban sus ojos castaños, su olor a témperas quemadas, sus comentarios vejatorios en dirección al alumnado y su absoluta falta de talento… Todo ese conjunto recordaba ya en ese momento al superhombre del nacional-catolicismo más paupérrimo y provinciano.
En mi memoria guardo su forma de hablar, con su especial manera de remarcar las eses, no estirándolas, como hizo el maestro Dalí, sino engañándolas, como si se arrepintiera de pronunciarlas, lo que le confería una pronunciación de carne putrefacta empaquetada en plástico. Entre sus costumbres habituales se encontraba la de vejar con saña a los que, en teoría, menos sabían, o más se equivocaban. Gracias a este sistema, que también apoyaban el resto de enseñantes, a medida que ascendíamos la montaña de los cursos aumentaba la distancia entre dos estamentos: los privilegiados siempre pulcros, atentos, capaces de proezas inimaginables para el resto, siempre colmados de parabienes… y los otros.
En el extremo de los parias se encontraban niños como mi amigo Falcón, un estupendo dibujante que, tal vez, con algo más de apoyo y orientación, hoy sería un gran artista. También recuerdo al famoso alumno que recibió el tortazo que le provocó una voltereta sobre sí mismo por obra y gracia del profesor Lorenzo. Por desgracia no recuerdo mi memoria ha enterrado el nombre de este compañero, pero no he logrado olvidar que desde tercero de primaria hasta la consumación de los cursos este infante se llevó l una tonelada de bofetadas, miles de castigos, algunos de ellos injustos, así como una idea clara de la posición de paria a ocupar en la sociedad. Estos muchachos del grupo de los otros a menudo poseían talentos increíbles que destacaban por encima de la media: ya fuera en dibujo, en pergeñar chistes, en imaginación, en orientación espacial, en ejercicios gimnásticos… Pero todo esto carecía de importancia a los ojos nublados de nuestros amaestradores. Por otra parte, los mismos profesores no estaban capacitados para reconocer en los demás tales méritos y, menos todavía, para potenciar esas virtudes con vistas a un futuro.
En el colegio asistí a un auténtico terrorismo intelectual donde se etiquetaba a una persona con la misma dejadez que se reparte un papel en una obra teatral que nadie quiere representar. Más tarde comprobé que esa estructura se repite en las empresas y grupos sociales de diversa índole. Esos patrones humanos vuelven una y otra vez en grupos más complejos, por lo tanto, la función principal de la escuela consistía en el aprendizaje del acatamiento de unos esquemas de poder. Es mucho menos molesto soplar la oreja a un niño que a un reivindicador adulto. Desde luego el recomendable libro La escuela moderna (cuya primera edición es de 1912) de Francisco Ferrer Guardia no había pasado ni siquiera por los oídos de mis profesores. Entre sus páginas leo: "Seguiremos atentos los trabajos de los sabios que estudian el niño, y nos apresuraremos a buscar los medios de aplicar sus experiencias a la educación que queremos fundar, en el sentido de una liberación cada vez más completa del individuo. Mas ¿cómo conseguiremos nuestro objeto? Poniendo directamente manos a la obra, favoreciendo la fundación de escuelas nuevas donde en lo posible se establezca este espíritu de libertad que presentimos ha de dominar toda la obra de la educación del porvenir".
En la escuela primaria durante los tres primeros años el profesor y las circunstancias realizaron el reparto de dramatis personae y, después, los alumnos tuvimos que mantenernos con los vicios y defectos que otros nos adjudicaban sin salirnos del papel. En mi caso, como no podía ser de otra forma. mi papel se introdujo entre los marginados. Lo que, por otra parte, considero un honor, pues aprendí de ellos la decencia de la que carecían los aristócratas de la clase capaces de cualquier bajeza por escalar una décima en la nota impulsados en una carrera frenética hacia la nada. Imagino que los entonces situados en la escala de grandes de la clase sufrirán en la actualidad mil frustraciones, ya que las expectativas que los profesores les ofrecieron durante los años escolares en verdad no existen.
No puedo pasar por alto que junto a los parias, a los que podríamos también denominar marginados, existían auténticos camorristas profesionales que nada tenían en común con los hasta ahora mentados. Estos navajeros no adolescentes, sino infantiles, rara vez pasaban del tercer curso, los profesores les temían y, desde luego, con ellos no se atrevían a realizar ninguna de sus bromas, ni mucho menos a vejarles con saña. Por la época y el contexto de mi colegio conocí a niños, en especial a uno, que pisaron el centro con el comportamiento de un recluso. Ignoro qué medidas se podrían haber adoptado con este alumnno. Pero en nuestro caso nadie se atrevío a toserle, ni siquiera los profesores. La presencia de esta tipología humana hizo que los tres primeros cursos los niños, en masculino, jugaran a lanzarse pedradas unos a otros. Una vez que se eliminó a estas criaturas, ignoro el sistema empleado para tal fin, el fútbol sustituyó a las peleas. En mi caso como detestaba tanto una cosa como la otra, me decanté por iniciar conversaciones prerrománticas con las niñas de mi edad.
De entre los hechos vergonzosos de los que fui testigo uno de ellos destaca por su innecesaria crueldad. Todo comenzó con un simulacro de incendio. Una vez lanzado el griterío de la sirena los profesores insistieron, una vez más, en la imperiosa obligación de abandonar el aula de forma ordenada y en fila de a uno para descender por las escaleras hasta el patio, donde se nos instaba a formar alrededor de un espacio al aire libre con el suelo pintarrajeado con líneas de fútbol y una portería en ambos extremos. Como era de esperar un alumno se retrasó, o bien se desvió, o no sé muy bien qué ocurrió. Pero, de pronto, el sonido seseante del temor y los cuchicheos comenzaron a elevarse por encima de nuestras cabezas. Nos mirábamos como si esperáramos uno de esos castigos imprevistos que a uno le terminan adjudicando sin motivo. Un grupo de alumnos, como avispas que atacaran a su presa, alborotaba en la puerta de salida al patio. De entre la marabunta surgió como por encantamiento un muchacho al que un profesor levantaba en el aire cogiéndole por el lóbulo de una oreja. Ante la mirada de todos lo trasladó al centro del campo de fútbol. Allí le hizo hincarse de rodillas, con los brazos en cruz, e instó a sus compañeros a que castigaran al insurrecto. Tras las palabras de incitación el reo comenzó a recibir de muchos de los alumnos primero burlas, más tarde los salivazos y finalmente piedras lanzadas con mayor o menor éxito. Mientras mis compañeros exteriorizaban su miedo con la humillación del elegido, el grupo de parias de mi clase permanecía inmóvil. Por primera vez tuve pánico de mis semejantes, tan desemejantes, a mi juicio, de lo que deberían ser.
En ese hormiguero cayó como miel sobre hojuelas don Isaías. Llegado para convertirse con el tiempo en director del centro, antes en jefe de estudios y, en especial, en santo y seña de las buenas prácticas docentes. Durante el último curso de primaria acosado por las melancolías innatas a mi ser, las generosas contribuciones del profesorado y otros asuntos de los que me ocuparé más tarde, me decante por el acabamiento de mi persona. Tras el intento fallido pasé una semana en coma y un tiempo ingresado en el hospital infantil. Entre tanto los rumores recorrieron mi colegio. No sé si impulsado por la curiosidad, o por la maledicencia, don Isaías se presentó un día ante mi madre para preguntarle si era verdad que me había muerto.
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