Fred Astaire en el delirio de un sueño
Desde que tengo uso de razón, (no es bueno comenzar un texto mintiendo), desde que puedo recordar, (eso se ajusta más a la verdad, que es inajustable) por diversos motivos he defendido con uñas y dientes, a capa y espada, cual lagarto ratonero y con el siempre énfasis fanático y mitómano que me caracteriza, la figura de Fred Astaire.
No sólo me parece un extraordinario y ¡divertido! bailarín, en comparación con los de ahora que siempre me aburren y me obligan a dormitar en la butaca y el sillón, sino que se me antoja como un buen actor y un brillante cantante. Entre mis tesoros más queridos se encuentra su disco Finest hour, donde se recoge una selección de sus grabaciones de los años 50, en las que recuerda muchas de canciones de sus películas. Varios de esos temas los grabaron después intérpretes como Sinatra y claro, ante semejante competencia, quedaron alguno empañados los matices vocales de Astaire. Y leo para mis sorpresa que fue nominado al oscar al mejor actor secundario por su participación en El coloso en llamas (1974). En fin, un gran artista al que hoy todavía no se le rinde el tributo que se merecería.
De niño me encadenaba voluntariamente al televisor cuando su figura, con sombrero de copa o sin él, con calzones o sin ellos, esa media sonrisa y sobre todo esa cabeza de zeppelín, de la que ya hablé en el poema Oda a Fred Astaire, se asomaba con implacable destreza.
Sin duda muchas pautas del carácter de sus personajes se ajustan a los del padre que todo niño, al menos eso pienso yo, quisiera tener. Quizá Petrov, el personaje que interpretó en Ritmo Loco (1937), una estrella de ballet ruso obsesionado por seducir a una bailarina norteamericana, encarna la tipología a la que me refería. Nada de señores fornidos, ni de complacientes o bondadosos triunfadores capaces de cualquier cosa. Ese hombre delgaducho, divertido, en muchas de sus películas inseguro y un tanto tarambana complacería a cualquier muchacho, sobre todo si este joven no es permeable a los modelos que la sociedad y el deporte pretenden imponer. Un padre que encima canta canciones de Cole Porter, Berlin y Gershwin. Ante eso poco importa su procedencia austriaca y que su nombre fuera Frederick Austerlitz.
Hastiado ya de la modernidad y de los prototipos masculinos imperantes en la pantalla y en las novelas, ya sea un antihéroe redomado o un perfecto destrozador de mobiliario urbano con buen corazón, aunque siempre algo canallesco para que no parezca demasiado blandito, propongo retornar a la frescura de Fred Astaire. A esa forma de vestir que resulta más rompedora que cualquiera de las que me encuentro a diario en la calle, a ese galanteo tan fuera de lugar que espantaría a cualquiera mujer de hoy, a esos pasos de claqué que dejarían fuera de lugar tanto a los bailes seudotropicales de hoy, como a los ritmos cansinos de las discotecas.
Desde luego yo no me lo pienso más y este invierno salto a la calle con bastón y sombrero de copa. ¡Como tiene que ser!
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