Hermafrodito
De la unión carnal y transubstancial de Hermes y Afrodita la segunda concibió a Hermafrodito. Este encuentro mítico se corresponde, según la tradición, con la unión del conocimiento (Hermes, mensajero de los dioses) y el amor (Afrodita) para culminar en un ser completo (hermafrodito), que posea ambos caracteres de la dualidad (masculino y femenino).Sin embargo, según se nos cuenta, Hermafrodito no gozo de esta doble situación desde su nacimiento.
El muchacho se refrescaba en un lago cuando la náyade Salmacis, que habitaba en dicho lugar acuoso, al descubrirle, se enamoró de inmediato. La náyade se mostró en toda su rutilante y estentórea belleza ante el hijo de Hermes y Afrodita, con el propósito de obtener sus favores más lustrosos. Por un motivo inexplicable el joven la rechazó. Como viene siendo habitual entre las náyades, ella se abalanzó sobre él y mientras ambos se retorcían en las aguas, (no olvidemos que según la tradición el agua se corresponde con el éter y, por tanto con la materia primigenia de la creación) ella rogó a los dioses por la unión eterna de sus cuerpos. Y de este modo la divinidad originó un ser con dos cabezas y dos sexos.
Esta figura andrógina, con el nombre de Rebis, fue utilizada por los alquimistas, acompañada por una serie de elementos duales (tierra y cielo, noche y día), para establecer de manera visual la enseñanza que pregonaba la unión entre los opuestos y complementarios, auspiciados por el conocimiento y el amor, para aproximarse a la sabiduría, a la perfección.
El Maestro Eckhart escribió: “El fundamento más firme sobre el que dicha perfección puede estar es la humildad, pues el espíritu de aquel cuya naturaleza se arrastra a lo más bajo se eleva a lo más alto de la deidad, pues el amor trae consigo el dolor y el dolor trae consigo el amor.”
El amor está presente en la historia de Hermafrodito tanto en la náyade como en su madre (Afrodita). ¿Y el sufrimiento? ¿Quién afirma que esa unión corpórea, operada por los dioses, para reunir ambos sexos en un cuerpo, no resultó dolorosa?
Los despechados, los que vieron frustradas sus intenciones, o fracasaron en lances amorosos, se sienten embaucados, sacrificados por los venablos del amor y, con frecuencia, pretenden desunirse hasta la eternidad. Sin duda en estos casos se confunde el amor con la debilidad del enamoramiento, con la pérdida de conciencia que se arrastra en el primer impulso o en la ruptura de una aventura sentimental. Pero a pesar de esta aclaración quienes se compadecen de sus infortunios, por un desaliento amoroso, entendido el amor en un sentido más profundo que el simple acercamiento carnal, olvidan los bienes que obtuvieron del amor antes del desencanto y pasan por alto que toda circunstancia vital implica movimiento, por tanto cambio. El dolor se corresponde con el amor y viceversa. Así mismo conviene acentuar que el sufrimiento del denominado “desamor” no proviene tanto del amor, como de la frustración de los deseos insatisfechos.
Los poemas amorosos de diversas épocas y culturas conservan frecuentes relaciones entre sí, al tiempo que soportan cierta proximidad con las estructuras de glorificación de lo sagrado a través del vehículo del amor. Robert Graves, quizá tras una reflexión próxima a la nuestra, afirmó: “todo poema es una invocación a la diosa blanca”. En su ensayo sobre este asunto la diosa blanca asume las potencias de la feminidad como generadora y asimiladora del aspecto femenino de la inspiración, de la musa. No en vano los seguidores del amor cortés medieval también buscaban en lo femenino una forma de aproximarse a la divinidad. En cierto ocasión alguien aseguró que estos poetas, con su intenciones, relegaban el papel de la mujer al de mera transmisora para la elevación de sus capacidades. Esta aseveración resulta ridícula para cualquiera que conozca, siquiera de manera superficial, este asunto. Tales bates, por el contrario, consideraban a la mujer más cercana a la divinidad y, por ello, creían que salvando las distancias físicas y explotando sus pasiones amorosas, ese fulgor, ese éxtasis, les permitiría impulsarse hacia esos otros amorosos brazos de la divinidad.
El amor en sus períodos iniciales (antes de adquirir otros lazos menos apegados a lo corpóreo) necesita de un espejo. Y hoy resulta una tarea difícil la elección de ese “otro” donde reflejarse, de ese vínculo emocional, de esa identidad ajena a la nuestra pero capaz de permitirnos la recreación material del rebis alquímico. Algunos alquimistas refieren la necesidad indispensable de la presencia de la “pareja alquímica” para desarrollar las tareas propias de la búsqueda real de la perfección, lejos de los “carboníferos”, que los desconocedores de estos trabajos han glosado de manera banal. La asunción del amor como vehículo para la unión "alquímica de los amantes", hasta transformar a dos cuerpos (y destinos) en uno solo, la hallamos representada en la historia de Tristán e Iseo. Lo ha explicitado en su libro Figuras del destino Victoria Cirlot, donde establece un paralelismo entre el filtro que lleva a enamorarse a Tristán e Isolda y algunos elementos del trabajo alquímico. Esta concepción se manifiesta de manera explícita en el roman de Gottfried von Strassburg cuando, en la escena en que ambos enamorados descubren su condición tras apurar el bebedizo, refiere el autor: "Se convirtieron en un solo ser unido, /ellos que habían sido dos y estado separados." (Traducción tomada de la obra citada de Victoria Cirlot, Siruela, 2005)
Según la ciencia el universo tiende al desorden. Esta búsqueda del amor, del centro, se corresponde con la pretensión del ser humano por crear, por reagrupar. Nada hay más alejado del desorden, de la entropía, que las enseñanzas imbricadas con la figura del hermafrodita, del rebis alquímico, unidas a la tendencia a la unidad inalterable del amor, físico en un plano y anímico y espiritual en otro. Sin olvidar que para crear y renacer, en ocasiones, sólo en ocasiones, conviene aguardar a la destrucción. Sólo se trata de la manifestación de la dualidad, no de crueldad.
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