Gustav Moreau tomaba LSD directamente de su propio cerebro, o sí al no-viaje
(En la imagen superior el lienzo de Gustav Moreau Edipo y la Esfinge del año 1864)
El pintor Gustav Moreau impregnó sus lienzos de motivos orientales, de suculentos exotismos, de paisajes fascinantes. En esa época “posdescartes”, que nosotros hemos heredado, la magia y la representación de los mitos parecían algo imposible en Europa, así que lo enigmático se refugió, para los habitantes de nuestro mundo racional, en las sugerencias indómitas de oriente. Ese encanto involucró a escritores y pintores, además de a otros curiosos, en viajes y prolongadas estancias por aquellos lugares lejanos, en los que buscaban el sabor de la fuente del misterio. Mientras esto sucedía Gustav Moreau continuaba en su estudio, afanado en su trabajo, imprimiendo paisajes, odaliscas, personajes con vestimenta oriental y ¡sin salir de casa!. Los críticos aseguran que el pintor tomó los detalles que aparecían en sus cuadros de las fotografías que publicaba la revista de la época Le Magasin Pittoresque. Algunos críticos señalaron este detalle con la pretensión de humillar al pintor, incluso ha habido quien se ha atrevido, como Mario Praz, a establecer comparaciones entre el mostrenco Delacroix y el divino Moreau. Ante tales afirmaciones, sin ningún disimulo ni reserva, digo sí a Gustav Moreau, entre otras cosas, porque pintó las excelencias orientales desde su estudio. Este artista, de profundos conocimientos, ilustrado e ilustrador, capaz de desvelar las sutiles trampas de la realidad, no ignoraba que de nada sirve recorrer el mundo entero si el viaje no comienza desde la conciencia del individuo. Por tanto, un hombre de su profundidad y sapiencia no precisaba embarcarse y embarrarse por esos parajes del mundo para imprimirlos en su conocimiento. En definitiva, los artistas viajeros tampoco mostraban los lugares que recorrían, sino una imagen sugestionado por la idealización que ellos mismos se habían forjado, con anterioridad, de los paisajes que recorrían.
El viaje en la antigüedad, en la edad media, en el renacimiento, en las tradiciones orientales venía acompañado de una búsqueda interior, que se manifestaba a través de una serie de sucesos y enseñanzas encaminados, como vehículo de iniciación, a desenmascarar al individuo y a “reconstruirlo”. De este concepto de viaje, que podía ser físico, o restringirse a lo mental (o espiritual), provienen, por ejemplo, las peregrinaciones a lugares vinculados a corrientes de misticismo (muy anteriores al cristianismo o al islamismo). El viaje a Tierra Santa se encuentra emparentado con esta interpretación de peregrinaje interno, así como de retorno al centro. Los laberintos que se trazaban en el interior de las catedrales góticas venían a sustituir ese viaje físico a Tierra Santa y, en algunos casos, encontramos en el centro de los mismos dibujada la ciudad de Jerusulén (como en la catedral de Saint-Omer). Este detalle ejemplifica que este tipo de recorrido posee una significación de perfeccionamiento personal, de ejercitación iniciática no sujeta a un cambio de entorno y que trasciende lo geográfico. En una estela semejante se enmarcan las llamadas novelas bizantinas, en las que dos enamorados, separados por circunstancias, emprenden viajes paralelos, teñidos por diversas sucesos, hasta el retorno y el encuentro definitivo, un desarrollo claramente vinculado a las enseñanzas del hermetismo. En esta misma clave se pueden interpretar obras como la Odisea de Homero, La Eneida de Virgilio o hasta La divina Comedia de Dante donde, en verdad, se narra un viaje simbólico, aunque no, por ello, menos real, lo que a los contemporáneos de Dante no les resultaba extraño en absoluto. Así mismo la búsqueda del Grial del ciclo artúrico posee no sólo una serie de enseñanzas tradicionales, sino una visión del viaje y de la búsqueda del centro afín a las referencias arriba citadas.
En la actualidad, salvo excepciones notorias, el viaje ha perdido estos atributos y se reduce a un mero recorrido kilométrico y, en el peor de los casos, a una apabullante ingestión de monumentos y lugares típicos (o tópicos), que el turista impenitente asalta sin miramientos. Si bien, los viajeros más preclaros se adentran en territorios ignotos, con el objetivo de redactar libros antropológicos sobre las costumbres sociales de sus moradores. En esta decadencia ha influido, sin duda, la tecnología que acelera el tiempo al tiempo que disminuye las distancias entre la partida y la llegada a un punto. En otras épocas una peregrinación se realizaba a pie por convicción, pero, aunque se empleara un medio de locomoción que apresurara la llegada al destino, como una calesa, por ejemplo, el viajero casi siempre precisaba destinar a este trabajo un tiempo considerable. Además en ese caso el peregrino poseía conciencia del tipo de aventura que emprendía. Si al desconocimiento actual de tales objetivos, añadimos una tecnología que nos aproxima a lugares hasta hace poco inaccesibles, la comprensión de viaje como camino iniciático se torna muy difícil en nuestro mundo actual.
En una época tan temprana como finales del siglo XIX Gustav Moreau decidió quedarse en su casa con sus pinceles, para desmarcarse del snobismo de sus contemporáneos que, por otra parte, se manifestaron incapaces de contener la magia del espíritu oriental a la altura de Moreau. El pintor enmarcó en paisajes y detalles, ejecutados entre lo imaginado y su colección de fotografías, mitos como el de Sansón y Dalila, Orfeo, San Juan El Bautista, cíclopes y toda una serie de “creaciones” propias de su profundo interior.
Dalí, que aborrecía a Matisse y Chagall, declaró su predilección por Gustav Moreau. Si la modernidad contempla en Moreau a un antecedente del expresionismo y de otras tendencias pictóricas , ¿por qué Dalí no dudó en situarlo, a modo de muestra de su admiración, a la altura de los académicos Meissonier y de la pintura pompier? Está claro, porque el fondo de la obra de Moreau se correspondía con la tradición, de manera próxima a como los pintores pompier empleaban una técnica rabiosamente academicista que, en los años setenta del siglo XX, se convirtió en la vanguardia del hiperrealismo. Por otra parte, Gustav Moreau posee una interesante obra literaria aún, que yo sepa, no traducida al castellano.¿Dónde se encuentra el alma caritativa que nos verterá ese ciclo solar de sabiduría y de revelación?
Y, con la imagen de Moreau en su casa, en zapatillas, con los ojos en un delirio permanente, en oposición allos cretinos que, sin comprender nada, se adentraron con los lienzos al hombro bajo mil padecimientos innecesarios, grito Sí a Moreau, No a las agencias de viajes.
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