Una semana con Ramón, III (Ramón y Borges)
El fervor de Buenos Aires
(1924)
La impresión que he tenido durante algún tiempo de Borges lejano me ha de servir para explicarme a este Borges próximo que se acaba de sentar en los divanes de Pombo, los duros divanes de los descendientes del pasado.
Mi impresión del Borges lejano me revela un muchacho pálido de gran sensibilidad y escondido entre cortinas espesas forradas de raso crema, un joven medio niño al que nunca se encuentra cuando se le llama.
–¡Jorge!… ¡Jorge!… ¿Pero dónde te has metido?
Detrás de las cortinas, desde donde el jovencito atisbaba las cosas para recordarlas siempre.
Jorge Luis se me presenta siempre unido a su hermana Norah, la inquietante muchacha con la misma piel pálida del hermano y como él perdida entre las cortinas, atisbando las cosas de la noble casa de los Borges, llena de cuadros, de perspectivas de salón, de espejos con lluvia, de candelabros a cuyas velas, en ratos efusivos y misteriosos, se asoman las llamitas sin haberlas encendido.
Mientras Jorge Luis callaba, Norah Borges nos descubría esa casa de donde la muy unida y patriarcal familia Borges no salía nunca. En sus grabados en madera representaba a Norah y nos confiaba sus tertulias con unas amigas en la soledad cruzaban las piernas en T y enseñaban el torneado de la confidencia, dedicándose a jugar al ajedrez moviéndose como un lento cotillón sobre el apedrezado pavimento de las estancias, ¡niñonas solemnes!; los veladorcitos de ilusionista con tapete de flecos, los maceteros que valen un jardín y una gruta, los sofás que se comen a la gente, las jaulas de los pájaros artificiales, las mesas del tresillo, mesas con chaleco y bolsillos de mesa en el chaleco.
Después, Norah nos hacía salir a esas terrazas en que suenan los pasos como en las habitaciones, como si la noche inmensa adquiriese profundad intimidad sobre ellas y fuese una habitación estrellada y encortinada de terciopelos frenéticos de caricias.
A todo eso que Norah revelaba, yo sabía que asistía su hermano que se reservaba para la poesía, que acopiaba poesía. Esperaba mucho de él cuando se arrancase a las cortinas de la gran casa nostálgica y se desatase los nobles cordones con borlas, que ponen a las cortinas una corbata como la de San Fernando.
Huraño, remoto, indócil, sólo de vez en cuando soltaba una poesía, que era pájaro exótico y de lujo en los cielos del día.
Ahora por fin ha publicado un libro, que es ya un jardín y bandada de pájaros, y en el que, por tanto, la personalidad del poeta se explaya a gusto.
Fervor de Buenos Aires se titula este libro admirable de Borges. Con toda la emoción de la casa cerrada, ha salido por las calles de su patria. El Buenos Aires rimbombante de la Avenida de Mayo se vuelve de otra clase en Borges, más somero, más apasionado, con callecitas silenciosas y conmovedoras, un poco granadinas. "¿Pero había este Buenos Aires en Buenos Aires?", nos estamos preguntando siempre en este libro, y nuestra conclusión es: "Pues iremos, iremos".
(…)
Ramón Gómez de la Serna
Para el advenimiento de Ramón
(1926)
De cierto genovés (que para congraciarse con Paco Luis, nació a medias en la Coruña), dicen que descubrió el continente. Se ha exagerado mucho la cosa. Carriego descubrió los conventillos, Bartolomé Galíndez el Rosedal, yo las esquinas de Palermo con instalación de puestas de sol, Lanuza cualquier pájaro. De Luis María Jordán se afirma que es el inventor de la siesta. La entereza de América, sin embargo, está por descubrir y el descubridor ya es Ramón y el doce de octubre de veras caerá este año en agosto.
Lo sabremos todo por él. Por él sabremos la querencia del Angel que en los instantes más perdidos del alba, atorra por el corso del Cabildo y se roba las serpentinas para los venideros arcoiris. Por él sabremos que Santos Vega no ha muerto, pero que está tan lejos, tan hundido en la incansabilidad de la pampa, que el rumor de su guitarreo llega a nosotros disfrazado de brisa y pone ansiosas y carnales las noches. Por él sabremos que ese resplandor en las tardes no es la puesta del sol, sino las crenchas rojas de Nora Lange, que vive en el oeste. Por él sabremos el influjo del organito en el acriollamiento y en el canto de los gorriones gringos. Por él sabremos que la gran Cruz del Sur no es otra cosa que un velorio pobre, de barrio. (Él te dirá el milagro que habrá visto tu novia para tener los ojos tan lindos.) Por él sabremos el renegrido secreto que ha emboscado en su barba renegrida Horacio Quiroga. Por él sabremos de qué aburridero de qué aula, de qué verso de Rojas sale ese tedio que recarga los domingos urbanos. Por él sabremos que volverá a la presidencia Irigoyen, pues tiene la complicidad no solamente de los hombres, sino también de las cosas de Buenos Aires: de los zaguanes, de las verjas, de las camas donde se enjendra, del patio. Todo eso y mucho más ha de revelarnos Ramón, el hombre de ojos radiográficos y tiránicos, sólo asemejables a los que tuvo ese otro debelador de esta América: don Juan Manuel de Rosas.
Jorge Luis Borges
[Ambos textos proceden del volumen 4 de "Ramón en cuatro entregas", catálogo de la exposición "Ramón" realizada en el Museo Municipal de Madrid en 1980]
0 comentarios