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Raúl Herrero

Crónicas de un convaleciente crónico, (II)

Crónicas de un convaleciente crónico, (II)

 

II.

La autobiografía se me antoja un género notable. La prefiero, no tanto por la veracidad de la memoria, que no puede ser demasiada, a pesar de una voluntariosa sinceridad, sino por la transformación novelesca de lo vivido. Todo pasa por la hilatura de lo subjetivo, la objetividad se empuña para fingir o encubrir una impostura. Me atrae la historia interna: cómo el individuo desarrolla, racionaliza y construye su propio ser en relación con los sucesos que le tocan vivir y su interpretación de los mismos. Antonio Fernández Molina, mi maestro siempre por delante, me comentó que sus libros de memorias favoritos eran La vida secreta de Salvador Dalí, las Memorias de Charlie Chaplin y las de la bailarina Isadora Duncan. Los dos primeros libros los he releído en múltiples ocasiones, del tercero ni siquiera he acometido la primera lectura.

Prefiero los libros de memorias a los diarios. Los segundos poseen, a menudo, un lento desarrollo. El diarista repite ideas semejantes,  incide en sus obsesiones de manera compulsiva y obliga al lector a posarse frente a los días… En el diario pasa el invierno con sus perneras de calentador y la calefacción humectante, así como el verano con sus deslumbrantes soles que impiden contemplar el paisaje en toda su dimensión. Incluso en el caso de Salvador Dalí su Vida Secreta supera al Diario de un genio. Si consideramos que el volumen de la Vida Secreta lo situaría entre los mejores libros del siglo XX, la segunda posición del Diario de un genio no parece insignificante.

También devoré con placer algunas partes de las voluminosas Memorias de Casanova, digo “algunas partes” porque se han publicado íntegramente en castellano por primera vez, que yo sepa, en el momento de redactar estas líneas.  Algunos autores han convertido una parte o toda su vida en un libro. Este es el caso de Catherine Millet, Ernst Jünger (con sus maravillosos diarios), Pablo Neruda, Casinos-Assens, Jodorowsky, César González-Ruano. Primo Levi… por citar algunos ejemplos que me vienen a la mente a vuela pluma.

Entre mis memorias predilectas se encuentra la Automoribundia de Ramón Gómez de la Serna, que , al tiempo, considero uno de sus mejores libros. Si bien confieso que Ramón constituye uno de mis puntos débiles, es decir, con mayor o menor intensidad siempre disfruto de su lectura.

Entre mis más sentidos libros de memorias recuerdo Mis experiencias con la verdad de Gandhi, La dudosa luz del día de Fernando Arrabal (aunque en su estructura se acerca más a un diario sin los defectos de los que hablaba arriba), Cuaderno autobiográfico de Mariano Esquillor (tal vez una de las más singulares muestras que cabalga entre el dietario y la ficción) , Vientos en la veleta de Antonio Fernández Molina (donde abundan los textos autobiográficos), El oro de Mallorca de Rubén Darío, la autobiografía de José María Blanco White preparada por el profesor Antonio Garnica, Una educación incompleta de Evelyn Waugh, Adiós a todo eso de Robert Graves… Tal vez los diarios de Kafka sean los que, en este género, más me han interesado.

Salvador Dalí en su Vida Secreta menciona sus recuerdos prenatales. Antonio Fernández Molina en artículos sobre la vida del pintor, en la compilación de los mismos en el libro Dalí —Testimonios y enigmas—, en varios poemas y aforismos (a los que él llamó musgos) remarca su identificación con esa memoria prenatal. Tanto Fernández Molina como Salvador Dalí identifican esa estancia en el vientre materno, en el útero del cosmos, con el paraíso.

Algunos se han referido al carácter melancólico como una consecuencia de la expulsión del seno materno. Ese destierro convoca una serie de nostalgias en el individuo. La poeta, traductora y mil cosas más Alicia Silvestre me hablaba hace unos días sobre  personas que se “vienen” al mundo para enterrarse en él y plantar sus producción creativa. Tales personalidades, me relataba Alicia, han abandonado previamente un mundo idealizado, no sé si un no-mundo o un mundo celestial, y se encuentran abocados a este inframundo donde habitan apesadumbrados por la nostalgia de lo que dejaron (aunque no sean conscientes de tal situación). Si así fuera la melancolía de los artistas constituiría un rasgo inherente a su personalidad pero, en sí mismo, dicho rasgo no sería el origen de la creatividad. También hay quien opina que la melancolía por sí misma es el motor del artista.

En cualquier caso la sensación de ente desubicado la comparten creadores de todas las épocas. En mi caso, al igual que el desencanto y la enajenación de la realidad, esta impresión conforma una parte tan íntima de mi personalidad que apenas puedo diferenciarla de mi identidad. Lo mismo me sucede con ciertos rasgos de mi carácter para los que no encuentro un origen en mi memoria.

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