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Raúl Herrero

Crónicas de un convaleciente crónico, (IV)

Crónicas de un convaleciente crónico, (IV)

El lado opuesto a mi regocijo por los lugares pequeños encuentra su antítesis en el desagrado de otras personas ante tales reductos, desasosiego, a menudo, provocado por la ansiedad que les genera el miedo a ser enterrados vivos, en un ataúd estrechito, donde uno muere con lentitud, pero sin sosiego, bajo paladas de tierra.

Edgar Allan Poe describió con sobriedad esta fantasía o temor en su denominado cuento, para mí texto periodístico: El entierro prematuro. Entre sus líneas encuentro lindezas como la siguiente:

“ Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas.”

 

Hacia la mitad del texto Allan Poe relata en primera persona  las obsesiones de un sujeto aterrorizado por la idea de un entierro prematuro. Un día, tras un incidente, despierta  empotrado en la  litera de una chalupa, pero  se cree enterrado vivo, lo que origina una sugerente descripción de la angustia. Sin duda esa parte del relato resulta atractiva, elocuente y fascinante.

Roger Corman en su libre interpretación del mundo del escritor norteamericano se “inspiró” en el referido cuento para filmar la película La Obsesión (1962). El actor Ray Milland, que también sufrió rayos X en los ojos, protagonizaba un argumento en el que su personaje se enfrentaba a la obsesión de morir como su padre: enterrado vivo.  La ansiedad del individuo, ante los efectos de la catalepsia, traslada la película a una delirante (en mi caso este adjetivo siempre lo utilizo en sentido positivo) escena en la que se nos muestra como al protagonista le fallan todas las precauciones que había adoptado para huir de la  cripta familiar ante una posible muerte en vida.

Este film lo visualicé por primera vez, durante el inicio de mi adolescencia, en un ciclo dedicado  a Roger Corman que la segunda cadena de televisión española tuvo a bien programar durante varias tardes de domingo. Por fortuna, el video me permitió reproducir la escena ya citada una y otra vez. En algún momento no me pareció conveniente el acompañamiento musical y entonces me decidí a ponerle música a la escena. Así investigué sobre  el efecto de la misma con el televisor enmudecido mientras un radiocasete desgranaba el Réquiem de Mozart,  en ocasiones rematado con un disco de fondo de efectos especiales donde los gritos, aullidos y un extraño corte, denominado “sonidos de laboratorio”, ayudaban a sostener un efecto fascinante. Calculo que esa escena la visionaría una media de sesenta veces en un año.

Durante esas sesiones privadas, mi memoria recordó la presencia de un doble que me espiaba desde los armarios donde me ocultaba de niño. Tras arduas investigaciones descubrí que ese doble era mi propio reflejo en un espejo. Entonces la idea del “otro” cobró en mí un gran sentido. En parte, expirado a través de dos relatos de mi libro Así se cuece a un hombre.

El asma que sufro desde el comienzo de mis tiempos me invocaba el terror a morir ahogado. Y, aunque sigo prefiriendo, como en mis primeros días, los espacios pequeños, aislados y oscuros, la sensación de ahogo de un hombre acomodado en un ataúd bajo tierra logra  inquietarme. Pero luego descubrí a los vampiros, cuyos ataúdes duermen al raso y entonces me tranquilicé. Ese fue el comienzo de mi pasión por los vampiros como personajes y de sus diversas materializaciones a lo largo de la historia del arte, pero también de los diversos tratados científicos y seudocientíficos que les han dedicado.

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