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Raúl Herrero

Crónicas de un convaleciente crónico, (V)

Crónicas de un convaleciente crónico, (V)

En mi consciente inconsistente infantil me figuraba a los vampiros como unos seres indeterminados, de difícil catalogación, de cuyo procedencia sabía por los gritos que escuchaba o intuía, desde mi cuarto, algunas noches de televisiva sesión nocturna de cine. En esa época mis padres me invitaban a la reclusión de mi cuarto ante cualquier película que incluyera las palabras: Drácula, Frankenstein, vampiro, monstruo, hombre-lobo, o jefe del estado. Por este motivo la noche de Navidad me resultaba, con toda razón, la más corta de año, ya que tras el himno previo al discurso del jefazo mis pasos tomaban la dirección del lecho.

 La primera imagen de un vampiro en movimiento, es decir, si exceptuo el cómic, o cualquier otro formato, la conformó el rostro, al tiempo impertérrito e histérico-sádico, del actor Christopher Lee, que tantas veces puso voz y talento al servicio del personaje de Drácula. Hasta haber alcanzado una proterva edad no he visualizado la película Drácula (Horror of Drácula, 1958). Por tanto, mi bautismo, en lo que a películas de vampiros se refiere, debió de producirse con una de las múltiples secuelas que la productora Hammer realizó inspiradas en el personaje de Stoker, de la mano y sin la mano de Lee, hasta finales de los años 70 del pasado siglo. Aunque asustado por el imprevisible horror que, sospechaba,  en la proyeccción se desataría de un momento a otro y, a pesar de mi convencimiento, de que tal suceso  me traumatizaría de por vida, en verdad disfruté de esa mi primera película de vampiros cuyo nombre no recuerdo. Me entusiasmó el entorno gótico, en todos los sentidos del adjetivo, la personalidad del conde, la historia y unas escenas nevadas de un carromato sobre el que dormía un ataud con elvampiro en elinterior...  Desde el comienzo supuse que, en el mencionado e ignoto film, el personaje de Christopher Lee gozaba del papel protagonista y que, por tanto, se impondría al grupo de cretinos que le perseguían. ¡Menuda sorpresa para mi entonces visión candorosa de lo que debía acontecer en una película de bien! "¡Cómo se puede consentir que al final aniquilen al personaje principal, al tal Drácula que, para colmo, me resultaba mil veces más simpático y certero que los melindrosos perseguidores!", me preguntaba para mis adentros sumido en una profunda decepción. 

 Por aquel entonces, lo de "entonces" es un decir, puesto que no recuerdo, ni remotamente, mi edad ni el año de lo ocurrido, me encontré por casualidad en el quiosco con un librito titulado: Vampiros, hombres-lobo y demonios publicado por la editorial SM.

El paupérrimo volumen recogía, especiado con una abundancia de imágenes sobrecogedoras, una galería de seres debidamente catalogados junto a la definición de los mismos. A dicho diccionario se unían pequeños artículos sobre el héroe rumano Vlad el empalador, Jean Grenier, el niño lobo francés, o la condesa húngara Isabel de Bathory, entre otros. A la entrada dedicada a la vida de la condesa la acompañaba un retrato que, no sólo no guardaba ningún parecido con los retratos de dicha dama de la época, sino que ese rostro malencarado de la citada, esbozado con tanta libertad interpretativa por el ilustrador,  me recordaba a una profesora que padecí durante el tercer curso de la E.G.B. Todavía hoy no ha desaparecido de mi memoria el semblante de tal mentora, ni de su gracejo austral. Tal vez el recuerdo de la tal educadora guarde alguna relación con la bofetada sonora y hercúlea que ella me propinó, según manifestó la repartidora de sopapos más tarde, porque un servidor era demasiado silencioso. Los cinco dedos de la condesa sangrienta, perdón, quise decir de la profesora,  así como la sombra de varios de sus anillos, permanecieron estampados en mi cara durante varios días. De esa mano grabada a fuego en una de mis mejillas, ahora que lo pienso, tal vez proceda mi fobia a los tatuajes y sucedáneos.

Sin embargo, no todas las ilustraciones del libro provocaban en mí sensación de angustia. Pasaba horas embelesado con los rostros de vampiros, hombres lobo, monstruos de difícil clasificación... Muchas de las advertencias contenidas en el libro para reconocer a ciertos seres me han sido de gran utilidad durante mi vida como adulto. Sin las sabias apreciaciones de esa guía, a pesar de su aspecto frívolo, me hubiera resultado difícil identificar la verdadera naturaleza de algunos de los seres que por mi vida se han cruzado camuflados por el manto de la bondad.

No puedo reprimirme e incluyo al menos una de las descripciones que encerraba el citado bestiario:

Urikolakas: En las leyendas griegas, esta repugnante criatura es el cuerpo de un hombre malvado traído a la vida por el diablo. Los urikolakas se sentaban sobre sus víctimas y las mataban asfixiándolas.

El libro incluía un apartado dedicado al cine con fotogramas de Nosferatu una sinfonía del horror (1922) de Murnau o de Drácula (1931), con mi admirado y nunca lo suficientemente valorado, Bela Lugosi de Tod Browning.

El personaje del abuelo de La familia Monsters, serie incluida durante un tiempo en el programa mítico La bola de cristal (emitido en España de 1984 a 1988), terminó por prensar mi predilección por los vampiros y, lo que es mejor, o peor, según el lector, también afirmó mi empatía hacia ellos.

Muchos años después disfruté con la lectura de El vampiro (Siruela), selección de cuentos y narraciones sobre estas encantadoras criaturas acometida por el Conde de Siruela, de las novelas de Stoker y del Tratado sobre los vampiros de Augustin Calmet (editorial Reino de Cordelia). Pero esa ya es otra historia. Y mi infancia  se encontraba distante esos territorios cuando me adentré en la lectura de los libros citados.

 

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