Crónicas de un convaleciente crónico, (XVI)
5.
Jesús Herrero, mi abuelo, como anarquista confeso y mártir fue encarcelado tras ser detenido en Valencia, junto con su amigo Antonio Malo y varios centenares de personas más, al final de la guerra civil. Los presos fueron trasladados al campo de concentración de Albatera, al sur de la provincia de Alicante. Posteriormente mi abuelo fue trasladado al penal de Guadalajara y finalmente a la cárcel de Torrero de Zaragoza. Su amigo, Antonio Malo, pasó por el penal del Puerto de Santa María. Durante los paseos que compartíamos durante los sábados de mi niñez Antonio me narraba historias de la guerra y de la cárcel. Me relataba, entre las detalles que recuerdo, cómo los guardianes dejaban que se pudriera la comida, que los familiares enviaban a los presos, antes de entregársela a sus destinatarios. Esto hacía que los hostigados por la hambruna comieran y murieran víctimas de la comida putrefacta y, en especial, de las frutas cubiertas por una capa letal de verde moho. En el transcurso de esos paseos también me relató Antonio que a cada preso le correspondía a la hora de dormir un número de baldosas del suelo, y que, si un individuo se levantaba con el propósito, por ejemplo de miccionar, quedaba condenado a permanecer en pie el resto de la noche, ya que tras el abandono de su puesto, el hueco se había cerrado bajo la presión del resto de compañeros de calabozo.
Manuel Rasal, casado con la hermana de Antonio Malo, también detenido, ya terminada la guerra, en una pensión donde, con nombre falso, pernoctaba. Fue condenado a muerte pues se le adjudicó la muerte del cura de su pueblo: Tardienta, en la provincia de Huesca. El supuesto crimen lo negó durante toda su vida. Toda la familia sabía la historia. El propio Manuel expresó en más de una ocasión su inocencia, incluso realizó comparativas entre las fechas del asesinato y el lugar donde él se encontraba en esos mismos días cumpliendo con sus funciones de trabajador de le Renfe. Tras la conmutación de la pena de muerte y una amnistía, Manuel Rasal salió de la cárcel en el año 1944. Mi abuelo en 1943. Y Antonio Malo unos meses antes que mi abuelo. Por motivos de amistad y de cercanía, así como de los problemas económicos propios de quienes se encuentran en tales circunstancias, mi abuela, mi abuelo y Antonio Malo, compartieron vivienda donde integraron algunos de sus puntos de vista anarquistas en pleno auge del franquismo.
Sobre al año 1957 Manuel Rasal abandonó un piso compartido en el barrio de las Delicias de Zaragoza; mis abuelos y Antonio Malo, otro más pequeño, y los cuatro se instalaron en un piso mayor, lo que les permitía una mayor holgura. El 1 de noviembre de 1957 abrieron en la avenida de San José de Zaragoza una tienda de lencería, corsetería, hilos, y, ¡hasta juguetes! durante la temporada de Navidad.
Al tiempo que Antonio Malo se ocupaba de la tienda, Manuel Rasal y mi abuelo viajaban por los pueblos vendiendo trapos de cocina , vestidos, ropa interior, etc. Tanto para mi tío, nacido en 1945, como para mi madre, nacida en 1952, Antonio y Manuel fueron unos padres. Para los nietos, en mi caso que soy el menor tal vez todavía más, nunca hubo una diferenciación entre los tres abuelos. A los tres se les reconocía personalidades heterogéneas, unas individualidades peculiares y pronunciadas, pero, no por ello, hubo distinciones. En lo que a mí respecta el asunto de los tres abuelos lo vivía con absoluta naturalidad. Y, en todo caso, lamentaba que otros niños no tuvieran la misma suerte. Por parte paterna no había ninguna relación con casi ningún miembro de la familia, por lo tanto mi espejo “familiar” se reducía a mi abuela y a los tres “mosqueteros”, mi madre y el resto del grupo por línea materna.
Durante un tiempo mi abuelo también mantuvo el negocio de una carbonería. En ella convivían un burro, un gato, un perro y un gallo enano. Los cuatro tenían por nombre “nano”. Según me comentan los que vivieron esa época, mi abuelo se paseaba por las calles de Zaragoza de los años cincuenta acompañada por tan curiosa prole. Ese extraño grupo origino múltiples anécdotas. De entre las cuales recuerdo el huso del gallo enano como trasunto de perro guardián.
Mi abuelo, a comienzos de los años sesenta, desencantado por los ideales barridos, con el peso de la muerte de sus padres; él, mi bisabuelo, un químico, estudiante de teología que abandonó en el último momento la carrera de la iglesia, que viajaba por la España de los años veinte y treinta, que visitó casinos y balnearios, muerto de un infarto antes del comienzo de la guerra; ella, mi bisabuela, le sorprendió la guerra en la casa patriarcal, en ausencia de sus tres hijos, fue violada, rapada y vejada por un grupo de falangistas del pueblo que decidieron apropiarse las posesiones de mi bisabuelo ya que comenzaba una la guerra; con la carga indeleble de sobrevivir a un conflicto, la cárcel y, probablemente, con el ánimo desecho, mi abuelo fue distanciándose de sus obligaciones, hasta que las enterró por completo. Si alguien le reprochaba algo sobre este asunto él respondía que “ya había dado demasiado por una sociedad mejor, que ahora le tocaba a la sociedad devolverle algo”. En sus discursos contaba que había salvado su amigo Antonio durante la guerra de no sé cuántos encuentros con la muerte, por tanto, se permitía el lujo de abandonar las riendas y de vivir con los aciertos y desaciertos que el destino le ponía por delante.
A fecha de hoy, cuando mi familia, así como un servidor, ha sido golpeada con cierta dureza por un sistema que recuerda, en sus formas y modos, a los de un gobierno dictatorial, más nacionalsocialista, que socialista, no me sorprende la actitud de mi abuelo. Yo mismo, con menos motivos, he estado tentado de abandonarlo todo. O de aniquilar a los promotores de mis infaustas circunstancias. Sobre tales pormenores volveré a su debido tiempo para que la verdad triunfe sobre lo empeñado, sobre las siniestras acusaciones.
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