 | | | | | | | | | | | El Jardín de las Delicias Carlos Domingo es Teloc, mientras le enseña a Lais (Ángels Jiménez) la escalera de subida y bajada, en su pecho. Foto: Julio Castro. | | | | | | | | | | |
Julio Castro laRepúblicaCultural = En ciertos casos, mirar atrás es vivir en la más efervescente actualidad, especialmente cuando hablamos de un autor de calidad, con una puesta en escena bien hecha. Este es el caso del Fernando Arrabal que ahora nos traen Proyecto Bufo y Curtidores Teatro, en una coproducción que dirige Rosario Ruiz Rodgers, y que presentara hace unos días el propio autor (Arrabal vuelve a Madrid para presentar su Jardín de las Delicias) Salir de escena y pensar que has transitado por un sueño es todo uno, porque el absurdo de la noche se mezcla con la realidad vivencial en una secuencia de símiles, donde el tríptico pictórico de El Bosco justifica el núcleo de desarrollo que nos envuelve desde el escenario. El trabajo desprende un sentido a cercanía con el autor, de manera que su presencia en el juego del rechazo a la existencia de un dios, y el juego de crear una imagen terrenal que justifique esa negación se convierten en un puro divertimento que parece querer diseñar un jardín del Edén en cada vida, en cada historia de pequeño grupo. Por eso Lais procede de la nada, de unos padres desconocidos a los que en el fondo idolatra e idealiza, pero vive la infancia torturada por el orfanato de monjas que la enseñan a adorar los bienes materiales, a los que las niñas rezan cada día y cada noche hasta asumir su verdadera deidad. Sin embargo, nuestra protagonista, encarnada por una magnífica Ángels Jiménez, es rebelde a toda imposición, por lo que cada día escapa a un jardín anexo al orfanato, que será su propio Jardín del las Delicias, donde sólo ella encuentra a ese Teloc, que será el híbrido entre la esencia de el varón cuyo significado desconoce, un amo que también le concede pequeños deseos, un dios al que idolatra porque todo lo que le cuenta y le enseña es nuevo y diferente. Y es Teloc un ser capaz de asegurarle el éxito y de transportar su mente al futuro o al pasado, aunque ella, el pasado no lo quiere conocer, porque dice que está lleno de guerras. Pensemos en una obra escrita en la cárcel durante la dictadura fascista española, encerrado por el hecho de haber expresado su opinión sobre dios, pero también es el fruto del niño que ve cómo condenan a su padre a muerte, para luego desaparecer de un hospital psiquiátrico. Así, no es extraño encontrar referencias a sus firmes convicciones, así como las del pasado que contribuyen a su exilio de vida en Francia, donde se considera en el lugar apropiado. Pero lo interesante de la obra no es tanto buscar los orígenes personales, sino las influencias en lo colectivo, como un trabajo que en su profundidad puede abarcar a cualquier público medianamente crítico. No es un trabajo para la carcajada, es para la sonrisa inteligente, para la comprensión del ser humano con una parodia del cristo que todos intentan convertir en mujer, desde la Miharca, compañera de escuela que interpreta Mercé Rovira, hasta Zenón, el varón enjaulado que hasta el final no conseguirá domar, y que interpreta Arturo Bernal, pasando por el Teloc de Carlos Domingo que será el dios que permitirá la creación de la divinidad en la hija. Abundan los simbolismos de este jardín de los deseos, o de los recuerdos, más que de las delicias, donde el placer es un instante que se convierte en recuerdo idealizado que alcanza a las hijas borregas, que adoran a la madre Lais sin razón, aunque les brinda aquello que no piden ni desean a cambio de si amor incondicional, mientras son el objeto de los celos de ese amor carnal de Zenón. Todo es un juego rodeado de los conceptos y preceptos erróneos que constituyen esta religión católica, pero que podría ser cualquier otra si se planteara de otra forma. El símil de la virginidad del alma, más que la del cuerpo, representada en ese frasco de mermelada en que Lais la encierra de por vida hasta que las manos del varón la transformen en algo más humano, acaba por convertirse en la llave que abrirá la jaula del deseo para transformarlo a su vez en la posibilidad de un futuro más libre. Si el conjunto actoral es bueno, destaca la protagonista, Ángels Jiménez, que sabe tomar el peso de su papel para convertirlo en una levedad atormentada sin trasladar al público su pesar, sino para convertirlo en un mundo mágico en el que con el resto del elenco asume sufrir esa situación, por el mero hecho de evidenciar la absurda historia de la humanidad. Una inteligentemente ideada escenografía completa el conjunto, y aunque hay algunos problemas puntuales de visibilidad en los extremos laterales delanteros, merece la pena, porque divide en tres espacios diferentes correspondientes a tres momentos, tres espacios y tres situaciones en la vida. Esto facilita la agilidad de la obra, sin necesidad de realizar más cambios que la ubicación y la iluminación, siendo esta última la que marca la diferencia entre el presente y los recuerdos. Mientras transcurren determinados sucesos, de cambio de tiempo, unos interesantes montajes de video son proyectados a todo el fondo de escenario. Al igual que ocurre con el texto de los personajes, todo discurre a gran velocidad, por lo que más que el detalle, es interesante captar el conjunto, que es el que nos dará el resultado final del trabajo. Obviamente ha habido una labor de actualización de la obra, pero sin una necesidad de poner énfasis excesivo en ello, ya que de por sí, el tema sigue siendo muy exportable en el tiempo. *** |
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