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Raúl Herrero

Crónicas de un convaleciente crónico, (XIX)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XIX)

La puerta de la habitación de Manuel  permanecía cerrada la mayor parte del tiempo. A medio día, o por la noche, se encontraba abierta por unos instantes. Cuando uno comenzaba a crecer Manuel permitía que nosotros, sobrino-nietos, o sobrino-hijos, compartiéramos algunos de sus secretos.

Por algún motivo ese cuarto siempre me pareció espartano. Una cama cercana a la ventana, otra pegada a la pared de enfrente. Junto a la primera, donde dormía Manuel, una mesilla antigua (repleta de libros) y una fotografía de sus padres clavada a la pared. Enfrente un armario vetusto donde se ocultaban secretos y desastres no olvidados. En ese mueble me ocultaba a menudo, cuando el número de habitantes de la casa disminuía, o, en su defecto, durante las horas de la aborrecida siesta.

Manuel se atusaba todos los días sus pies deformados por las largas caminatas pueblo a pueblo con su hato de varios kilos. Pero, sobre todo,  por las torturas a los que le sometió la policía franquista para obligarle a  confesar lo que nunca había hecho. He escuchado diversos versiones sobre las torturas: quemazos, golpes en los pies y hasta es posible que le hubieran colgado con ganchos de los que se suele suspender la carne muerta. Esos pies resumían mejor la contienda y la represión posterior que los libros de elogios, condenas y estadistas, mejor que  las enciclopedias y los discursos, mejor que los pueblos en ruinas y las consignas. Con una navaja Manuel se recortaba algunas de las deformidades callosas que sobresalían de sus pies como si fueran cabezas de animales fabulosos en un mascarón de proa que, tras el hundimiento del barco, en alto permanecían, con el cuerpo hundido en el agua, con la inquietud del que desentraña el horizonte.

Sobre el parco armario una maleta gris y negra dormía el sueño que despierta de tarde en tarde. Todos los niños que pasamos por esa casa éramos iniciados en el secreto. Un buen día, supongo que con diferentes edades, Manuel nos mostraba la maleta donde guardaba cepillos, útiles diversos supervivientes de la cárcel y un retrato, un retrato de su hija que otro preso  realizó durante la etapa carcelaria. Su hija poso para el retrato realizado con lápices de colores desde  una fotografía. En el momento en que el retrato de su hija surgía del fondo de la maleta creaba en uno una extraña inquietud, como si hubiera realizado un rito de paso que le llevaba a vislumbrar los dolores de la edad  adulta, en este caso amplificados por el roer inmisericorde de la guerra.

Cuando fue indultado Manuel marchó hasta Francia en busca de su esposa, hermana de Antonio. En París la encontró asentada con otro hombre. Ella le  dijo que la niña había desaparecido en uno de los campos de concentración que los franceses pusieron a disposición de los españoles que huían hacia del país vecino durante la contienda.

Ese suceso se convirtió en el satélite que siempre giro en torno a Manuel, tal vez fuera el abono para el crecimiento de su carácter de sordo litigante que traslucía una inabarcable amargura.

Manuel no volvió más a Francia. Antonio visitó a su hermana, años más tarde, en alguna ocasión. En uno de tales estancias Antonio subió  a la Torre Eiffel, lo que relataba como si fuera una hazaña superior a las expediciones del doctor David Livingstone.

La noche en casa de mis abuelos se poblaba de aventuras si uno permanecía despierto. Mis tímidos ojos veían puntos de luz que gravitaban en el aire y que formaban caprichosas formas. A veces entraba por la ventana un gato, no de los propios de la casa, sino cautivo de la calle, el visitante inesperado  caminaba por las habitaciones mientras sus ojos suspendidos en la oscuridad a uno le hacían estremecerse. El viejo reloj de mi bisabuelo marcaba puntualmente las horas, los minutos y los segundos. Manuel, a menudo, gritaba como un animal herido, sus alaridos se proyectaban por el pasillo, columna vertebral de la casa, por el que se distribuían los sonidos quejosos. Si uno preguntaba al día siguiente por los alaridos de Manuel a mi abuelo, a mi abuela o a Antonio ellos le respondían  en voz baja, con gran secretismo, que Manuel sufría por las pesadillas que le devolvían a la guerra, a la cárcel, a su hija desaparecida y, sobre todo, a las torturas de las que nunca nos habló.

Antonio me relataba su vida como si se tratara de un cuento. El serial se prolongaba durante años y así le acompañé por diversos campos de batalla, temores, discusiones políticas, cárceles y frustraciones. Dormía, Antonio,  en una habitación que, en ocasiones especiales, realiza la función de comedor. En los últimos años su lecho de siempre fue sustituido por  una cama  abatible que, al abrir su boca de colchón, dejaba al descubierto un pequeño retrato de su madre.

Y así, entre sombras, entre los destellos, uno pasaba la infancia. Tras  aquellas historias que se contaban, se veían o se intuían en casa de mis abuelos la infancia iniciaba su paso a la edad adulta acompañada por el ritual de lo inesperado.  Y yo me preguntaba si de adulto sufriría la guerra de mis abuelos, las torturas y los desastres sentimentales. Durante muchos años creí en ese futuro único, al que todo adulto se enfrentaba sin posibilidad de redención, sin posibilidad de victoria.

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