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Raúl Herrero

Crónicas de un convaleciente crónico, (X)

Crónicas de un convaleciente crónico, (X)

A pesar de su manifiesta altivez  don José tenía un punto débil. Y fue durante el segundo año de su magistratura cuando la clase atisbó su flaqueza. Mientras las campanillas del sopormasajeaban la pituitaria de los alumnos, de improviso, como una cosa dicha de perfil y con desgana, la boca de don José exhaló la siguiente afirmación: “Yo lo que soy es un especialista en alimentación”. Aquellas palabras, que ahora me habrían llevado al agotamiento físico por el abuso de la carcajada, en ese instante procuraron la hendidura por la que introducirse tras las líneas enemigas sin misericordia. Como una hoja cubrió el talón de Aquiles y  una zona de la espalda de Sigfrido, mientras éste se bañaba en la sangre de dragón, así don José, con un soplido inocente, barrió el pámpano y nos regaló una diana monumental.  Un servidor, en su candidez, apenas se percató de la importancia del comentario. Por fortuna, en mi clase hubo quien sí entrevió los hilillos dorados del filón.

Una tarde cálida de primavera, durante la última hora de un viernes, sin saber cómo, don José lanzaba sobre el alumnado presente una conferencia cabal sobre la sopa: su mal uso, cómo formular la receta exacta para que los complejos vitamínicos alcancen los apropiados beneficios para el organismo y, por encima de todo, sobre las advertencias que, en torno a  la sopa, los presentes debíamos aclarar, por imperativo de consanguineidad  a nuestras madres.

Una vez introducido el ratón en la jaula nos restaba no dejarle escapar, pues todos sabíamos que el roedor podía transformarse en león con rapidez y, sin duda,  preferíamos ser gatos con botas a niños, literalmente, empujados por la bota de don José. Aunque no recuerdo la proporción exacta, puedo afirmar que, a partir de ese día,  el 60% de las clases tuvieron a la nutrición como protagonista; sin duda una magnífica materia si tenemos en cuenta que no entraba en el programa y que, por supuesto, jamás se incluiría ninguno de los detalles expuestos en en un examen. Sobre los temas tratados no recuerdo ni una coma, con excepción de la serenidad que le proporcionaba  a uno el saberse a salvo, con la bestia encerrada tras barrotes invisibles.

En el último curso de primaria don José se ocupó de las matemáticas. En ese momento su porte adquirió una seriedad de sicario. Como si pretendiera fusilarnos nos llamaba uno a uno, nos enfrentaba a la pizarra desnuda, nosotros nos enfrentábamos al ogro con una tiza asida como si la vida se nos fuera por los dedos. Don José lanzaba una ecuación de segundo grado. Luego esperaba en recogido silencio. El alumno se removía con indecisión frente a la incognita, como si bailara el vals de la muerte. A continuación, la víctima podía lanzarse a la resolución del problema y triunfar, o bien, ya sea por miedo o por ignorancia, quedarse inmóvil, abrumado por las circunstancias. Entonces  don José saltaba de la silla, ya mencioné que era de estatura menuda, bailaba alrededor del alumno, levantaba una pierna y dejaba la otra suspendida en el aire y farfullaba con su voz grave: “Blanca y radiante va la noviaaaa”. Era muy importante dentro de la ceremonia que la letra a se alargara como preludio del drama. Finalizado el primer verso el profesor escudriñaba los signos de la pizarra. Y luego, el tenor continuaba: “Le sigue detrás su novio amanteeee” Justo en el instante en que la e  se entremetía en el tímpano del alumno, el pie de don José se estrellaba contra la nalga de su víctima, la cual, a su vez, por la inercia del puntapié, colisionaba contra el encerado. Entonces sólo cabían dos posibilidades: o bien el alumno resolvía el problema sumido en un trance dionisíaco, o  el desastre alcanzaba su máxima expresión y tras varios sopapos o patadas, el alumno derrotado regresaba a su puesto denigrado, pero, al menos, con la tranquilidad del soldado herido en combate que vuelve a su casa con un permiso de varios días.

Al principio había una pizarra enfrente de nosotros. Una mañana nos encontramos con toda una hilera de pizarras que cubrían la pared derecha del aula. De ese modo, don José podía presentar ante el encerado a varios alumnos, revisar múltiples ejercicios y realizar una gira de patadas en las nalgas al ritmo de su melodía infernal.

Como existió un día feliz de primavera, también hubo  un día siniestro de invierno. Fue  un viernes durante la última hora de clase. Ese día don José, con una media luz que le eclipsaba medio rostro, afirmó con los ojos hinchados y perdidos en un lugar indeterminado del tiempo: “Esas cosas modernas de la pedagogía no son más que tonterías. Ahora no se lleva pero el lema ‘La letra con sangre entra’ siempre ha sido funcionado. Lo demás son tonterías. Pero esa  sí que es una gran verdad”. Un silencio siberiano se apoderó del aula. Los alumnos le dábamos la razón impulsados por una voluntad superior a nosotros, mientras un sentimiento de capitulación nos encogía tras las trincheras de nuestras mesas. En ese momento recordé la historia de mi abuelo sobre don José y sus intentos infructuosos por dispararle durante una batalla. Incluso me figuré a don José con un fusil y le vi recortando la sombra de un prisionero antes de mandarlo a la otra vida. Y me pareció escuchar las bombas, las granadas, los aullidos de los heridos, los gemidos y el olor de la sangre enturbiándolo todo.

En cuanto mi abuelo se aseguró de la identidad de don José: ese muchacho de Belchite que se puso a dispararle en medio de una batalla; más tarde, profesor en el mismo pueblo y cuyo prestigio descansaba sobre las leyendas de las torturas a las que sometía a sus alumnos, no esperó ni una hora para presentarse en el colegio. A partir de ese día un servidor percibió algunos cambios en las hechura de don José. Dentro de las modificaciones que uno mismo realizaba sobre el programa de estudios oficial,  ese año un servidor proyectaba no aprenderse las valencias de los elementos químicos. Y, aunque don José se pasó dos meses preguntando todos los días por las dichosas valencias a toda la clase, ignoro si por obra y gracia de mi abuelo, o de un verdadero milagro, el caso es que mi nombre desaparecía siempre de la lista con el movimiento de un caballo de ajedrez. Este detalle me lo tomaba como un pequeño triunfo, no sobre don José, sino sobre el sistema entero. Y aunque ahora no comprendo el motivo de mi cabezonería, al recordarlo no puedo reprimir cierta satisfacción ante tan dudoso éxito.

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