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Raúl Herrero

Crónicas de un convaleciente crónico, (XVII)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XVII)

En la tienda de San José tuve mis primeras pulsiones imaginarías. Cuando decidieron inaugurarla mis tíos abuelos la llamaron Ralo: como contractura de las primeras sílabas de sus apellidos, Manuel Rasal y Antonio Malo.

A mis ojos de niños las dimensiones del local resultaban absolutamente espectaculares. En la amplia estancia donde se atendía  al público un mostrador gigantesco en forma de L servía de trinchera entre las estanterías, mis tíos-abuelos, más tarde también mi madre, y los clientes. Como bebé dormí en muchas ocasiones sobre aquel mostrador. Con posterioridad sentado sobre el mostrador, como un vigía, me introduje en mis primeras lecturas de cómics que compraba en una tienda de la esquina, a unos pasos del local de mis tíos-abuelos, donde un hombre enjuto, con aspecto de Quijote, me servía dulces, caramelos y también lectura. Cuando por algún azar del destino una moneda se deslizaba hasta mis manos. de inmediato corría hasta el kiosco para adquirir un nuevo tebeo, como se decía por entonces, o cómic como se los comenzó a denominar con posterioridad.

Otro de los motivos por los que estaba convencido del carácter mágico de la tienda era por sus visitantes. No tenía clara la diferencia entre los actores y personas que aparecían en la televisión y los que me rodeaban en mi vida cotidiana. De este modo, el dueño de la tienda de dulces y prensa para mí era el cómico Tip, el representante de los pañuelos Guasch era el propio Luis Aguilé y mi abuelo, sin ninguna duda, era Frank Sinatra. Al principio esas dobles vidas que intuía por los gestos, tonalidades y la apariencia física no me causaban el menor problema. Me parecía de lo más natural.

Pasado el tiempo comenzó a intrigarme  esa doble vida, en especial la de mi abuelo. Para empezar cuando aparecía en televisión cantaba en un idioma incomprensible que jamás empleaba en la intimidad. Tampoco entendía para qué necesitaban ganarse la vida con otras trabajos si aparecían a menudo en la televisión. Pasado el tiempo comencé a diferenciar los mundos imaginarios, los virtuales, los de los medios visuales, de los que contenía la apariencia de realidad circundante. A pesar de todo, el kiosquero y el representante me siguieron evocando  a sus dobles hasta que se jubilaron.

Más allá del mostrador la tienda se transformaba en una especie de vivienda encantada. La primera estancia contenía una acumulación de objetos extraños, un cuadro de colores psicodélicos realizado por un hermano del que se dice mi padre, cajas amontonadas, polvo y sombras y reflejos que despertaban mis  posibles fantasías. Más allá un cuarto enorme donde descansaba una cama plateada junto a una mesa redonda, además de múltiples estanterías. Bajo esa mesa me ocultaba cuando jugaba al escondite con mi tío-abuelo Antonio Malo.

Al final del corredor el aroma del matarratas se introducía por las fosas nasales. Allí un lavabo de piedra siniestro se mostraba a media luz. El suelo se encontraba a menudo revestido con una capa de agua. Más allá se abría una puerta que daba a un patio trasero donde habitaba una colonia de gatos. Mis abuelos y mi madre llevaban de memoria las crónicas de la vida gatuna: hijos, desaparecidos, madres, abuelas, tullidos … Ese patio rodeado de  casetas misteriosas y extrañas construcciones en estado ruinoso dotaban al lugar de  un ambiente de ciudad de los gatos, semejante a las ciudades de monos de algunos países.

En ese patio, sobre todo durante las horas vespertinas de primavera y verano, tuve algunos de los instantes más felices de mi infancia. Mi madre me contaba la saga gatuna remontándose hasta  las abuelas y deteniéndose en los recién nacidos. En ese lugar los felinos habían creado una pequeña sociedad matriarcal. Los gatos masculinos solían abandonar el poblado una vez alcanzada cierta edad. Así las gatas establecían sus querarquías, sus zonas y hasta sus propias guarderías para los gatos que provenían de una misma familia. Mientras las madres procuraban el alimento, las mayores cuidaban a los cachorros. Sólo se permitía la presencia de algún  gato macho, tullido, algo tuerto, que permaneció en el poblado gatuno durante su existencia.

Cuando se jubilaron mis tíos abuelos mi madre se ocupó de la tienda. Al cabo de unos años por una extraña cuestión burocrática y a los intereses de los propietarios del local se nos obligó a abandonar el local. Mi madre trasladó Ralo a Las Fuentes. Por entonces yo tendría unos 9 años. Pero todavía a fecha de hoy me pregunto qué sería de la colonia gatuna.

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