Blogia
Raúl Herrero

Crónicas de un convaleciente crónico, (XVIII)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XVIII)

Por  fortuna acudía a menudo a casa de mis abuelos situada  en la calle Ramón Berenguer de Zaragoza, en el barrio de San José.  En comparación con mi hogar del páter familias la vivienda tenía una distribución laberíntica  y una holgada capacidad. Ambas circunstancias alimentaban  mi imaginación.

Una de mis distracciones favoritas consistía en tomar un carrete de hilos e ir desarrollando una tupida red de araña pasando el hilo por el pomo de las puertas, alrededor de las lámparas, por el paragüero, por los muebles del pasillo y así... hasta conseguir que todo espacio se transformara en algo semejante a un nido de araña gigante. La diversidad de hilos de múltiples colores me facilitaba el fin de conseguir una tupida red que no disimulara su presencia, sino que sorprendiera al primero que abandonara una habitación para encontrarse  con tal paisaje artificial. Me motivaba el cómo respondían mis familiares ante el estímulo inesperado, por supuesto, con este “performance” no pretendía que nadie tropezara,  ni provocar el mínimo daño, lo que, según recuerdo, nunca ocurrió, sino pesar y medir las reacciones de mis abuelos o tíos abuelos, cuando el entorno, familiar para ellos, se transformaba en un lugar inesperado, en una pequeña amenaza imprevista. Convenía finalizar la enmarañada hazaña antes de entrar en la habitación donde uno decidía ocultarse, de lo contrario uno podía caer  en la propia trampa. Desde esa posición uno asistía  en primera fila al encuentro entre el individuo y la sorpresa arácnida. Los hilos, de abundantes colores, en el espacio creaban figuras que contemplaba fijamente durante minutos y en las que descubría sorprendentes logros estéticos.

 El lugar más enigmático de toda la casa residía  en la habitación denominada “el pudridero”. Allí se citaban todo tipo de artefactos, de cacharros y de muebles antiguos, un arcón, una pesa de medidas antigua, libros empolvados, restos de objetos inenarrables… Todo un tesoro para un niño con facilidad para adentrarse en mundos invisibles al mínimo estímulo.

Entre los inexplicables sucesos que me acontecieron en casa de mis abuelos, sin duda, el más sorprendente fue el que relataré a continuación.

La habitación de mis abuelos se componía de dos camas. En la primera cama, más próxima a la puerta, dormía mi abuela, en la otra, situada en paralelo a la anterior y pegada a la pared, dormía mi abuelo. Me encontraba precisamente durmiendo en esta segunda cuando desperté  con una sensación extraña. Una débil luz se filtraba por la puerta que daba al pasillo. Al principio la nebulosa de las legañas me impidió comprobar con exactitud lo que mis ojos veían. Tras frotármelos con el puño varias veces descubrí una figura, con apariencia transparente, pero de colores muy vivos, sentada en la silla que se encontraba junto a la puerta que daba al pasillo, frente a la cama de mi abuela. Ella no se encontraba en el cuarto, creo que porque era media tarde y se trataba de una de las pocas veces, que me habían convencido para que me sometiera a la tiranía de la siesta.

En  principio la mujer sentada me pareció una figura extática. Al poco tiempo comprobé que se movía con lentitud. Se trataba de una mujer mayor, vestida de negro y algo gruesa. Entonces entró por la puerta un hombre vestido de militar, también con visos de transparencia y de colorido ácido. A la segunda figura le colgaba un sable sobre el que posaba su mano derecha. El militar se aproximó hasta mi cama. Tragué saliva, me oculté bajo la colcha pero la curiosidad me venció y seguí observando al militar con los ojos en pie sobre el borde de las sábanas. Me quedé petrificado cuando el militar permaneció parado junto a mí, me contemplaba fijamente con unos ojos que yo intuía más que veía. Luego el militar giro y, tras desandar sus pasos, desapareció por la puerta. Cerré los ojos durante unos minutos. Los abrí de nuevo. La figura de la señora sentada también había desaparecido.

Por entonces un servidor no sabía nada de lo que a continuación referiré. Varios años después comenté el incidente a mi abuela y a mi madre. Ellas me confirmaron que en el lugar donde vi a la señora mayor se sentaba mi bisabuelo durante sus últimos años de vida. Precisamente ella murió en esa misma habitación.  Por otra parte, un hermano de mi abuela, hijo, por tanto, de mi bisabuela, durante la guerra civil fue capitán, lo que le daba derecho a portar espada. Desapareció, en combate, unos meses antes del final de la guerra. Hasta el momento se le considera desaparecido. Mi descripción de la persona de  la figura de mi ensoñación encajaba con la persona que se encuentra en las fotografías de este hermano de mi abuela a las que tuve acceso años después del suceso descrito.

0 comentarios