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Raúl Herrero

Crónicas de un convaleciente crónico

Crónicas de un convaleciente crónico, (VII)

Crónicas de un convaleciente crónico, (VII)

Al retorcer las líneas del tiempo recuerdo un instante previo, al ya descrito, de encuentro crucial con la poesía. Tuvo lugar en lo que, entonces, se denominaba sexto de EGB y se produjo por obra y gracia de un malentendido, pero preciso poner al lector en situación antes...

Mi desencuentro con las formas dominantes se iniciaron en mi etapa como preescolar, durante el internamiento en uno de esos lugares a los que se denomina guarderías. El primer día de estancia  la profesora se sentó sobre una silla diminuta, en un extremo de la clase, con una linterna en la mano proyectaba luz sobre la pared, el entorno en penumbra... Entonces a la mujer propuso que el haz iluminado se llamaba "rayito de sol" e insistió en que lo atrapáramos. Como, por fortuna, fui el tercero en intentarlo observé el esfuerzo de mis compañeros por asir aquella mancha color orina.  Supuse que la profesora se proponía descolluntarnos los hombros y desgastarnos los zapatos con  saltos y requiebros. Tras un primer intento por atrapar la dichosa luz, por supuesto, en vano, ya que la mano que manejaba la linterna se movía más rapidamente que un servidor,  me diriji a la profesora para rogarle que dejara inmóvil la linterna. Ella se sorprendió primero, para luego después lanzarme improperios. Ese incidente provocó en mí una absoluta incomodidad. Ella se había pronunciado delante de un buen grupo de desconocidos, lo que, entonces, me pareció terrible. Todo ese jaleo por decir la verdad en un lugar a donde me presentaba obligado... Desde ese instante tomé la decisión de protestar con pertinaz resistencia pasiva. Mi determinación tuvo diferentes puntos de ataque. Por ejemplo las carreras.

Por algún motivo, que todavía hoy se me revela como ignoto, los profesores insistían en la necesidad, por parte de los alumnos, de  celebrar carreras. Tal vez ellos se dedicaban en secreto a las puestas  y nos empleaban como podencos, todo es posible. En cualquier caso, tras mi primera victoria decidí que no sentía el mínimo deseo de volver a ganar. Gracias a mi tío Manuel había visionado unos días antes una película de Cantinflas. Los andares propios del personaje  me parecieron el método más oportuno para asegurarme el último puesto en la competición, eso sino me descalificaban, lo que supondría todo un éxtasis.  Por supuesto, esos fracasos los celebraba en mi fuero interno como auténticas hazañas.

En otra vertiente donde pude demostrar mis habilidades fue en el campo de la plástica. La profesora nos pertrechaba de plastilina de diversos colores y luego nos ofrecía un modelo o, en su defecto, un tema. Por supuesto, en mi trabajo procuraba que el resultado fuera lo más alejado posible del tema, o del modelo impuesto por los poderos fácticos. Sin duda, en ocasiones logré algunas mezclas interesantes que serían valoradas en la actualidad en algunos círculos artísticos.

Entre mis determinaciones de rechazo se incluía la negativa a aprender cualquier cosa. Si la profesora nos pretendía enseñar una canción, lo que suponía varias horas de trabajo y la traslación al encerado de la letra, un servidor se lanzaba a la interpretación de cualquier tema de los exquisitamente seleccionados por uno mismo entre los discos de mis abuelos. Por fortuna, disfruté de una infancia con un pic-up o tocadiscos antiguo con forma de maletín, o de máquina de escribir transportable, con el que me introduje en profundas meditaciones gracias a canciones como Rascayú, o me esforcé en imitaciones de cantantes lacrimosos con temas como La casita de papel, o me sumergí en el éxtasis más absoluto con danzas trivales y fervorosas apoyado en la música de la película Zorba el griego.

Entre mis negativas de aprendizaje se incluyó la lectura. Sin embargo, por mucho que intenté resistirme, al final aprendí a leer sin darme cuenta. Las ilustraciones de los libros de los hermanos Grimm o de Andersen eran demasiado apetecibles para que esos garabatos que las rodeaban se escaparan a mi interés. Por otro lado, puesto que llevaba dos años de lucha constante, en la guardería proseguí realizando mis demostraciones de lectura experimental.

Al año siguiente, ya superado el umbral del parbulo y en el colegio, se presentó la profesora Mercedes. Una mujer morena, dulce, con una sonrisa agradable en los labios y un tono de voz meloso. Pensé que se trataba de alguna artimaña para doblegarme. Pero cuando la encontré vestida para el trabajo con una bata roja, surcada con listas de todos los colores, me conquistó para siempre. El resto de profesores se calzaban sobre los hombros unas horribles batas blancas, inocuas, de médico, de matarife, de una asepsia y pulcritud insoportables.

El primer día de colegio ella me llamó a su mesa y abrió la cartilla, con uno de sus dedos me indicó la línea por donde debía comenzar la cantilena. Y allí, casi en silencio, como si se tratara de una confesión, realicé una lectura de su dedo. Ella me felicitó. Y yo me quede sorprendido. Hasta entonces no había dado motivos para que nadie me felicitara y su gentileza me conmovió. Pero que no se alarme el lector, a lo largo de mi esforzada tarea de contradicción y protesta fueron muy pocos los instantes en los que di pie para ser tratado con esmero. Si bien fui elogiado en momentos y por personas, incluso por profesores,  que marcaron de forma indeleble mi vida.

Cuatro años más tarde de infernal adocenamiento, es decir, tras mi llegada a sexto de EGB, de nuevo la señorita Mercedes. A partir de ese año nos impartían clase distintos maestros en las diversas materias. Ella se ocuparía de las clases de lenguaje y literatura. El primer día me sentí eufórico hasta tal punto que al terminar la clase entendí que ella nos había pedido que nos aprendieramos las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique de memoria. Una vez en casa aquello me pareció una tarea titánica para un sólo día. No sé si por la repetición, o por el esfuerzo que se prolongó durante parte de la noche, el caso es que comencé a degustar con apetito esos versos. Desde luego al día siguiente no había logrado memorizar por completo el extenso poema, pero si, al menos, buena parte del mismo. No deseaba desilusionar a mi profesora favorita y las horas previas a su asignatura las pasé repitiendo versos y consultando el libro. Llegado el momento ella recitó con una voz suave y con una brillantez como no he vuelto a escuchar un extracto del poema de Jorge Manrique. En verdad nos había pedido que simplemente  lo leyéramos en casa. Me sentí aliviado pero, tal vez, sin ese primer empuje, las posteriores lecturas de poesía, de las que ya he dado noticia, no hubieran producido en mí tanta impresión.

 

Crónicas de un convaleciente crónico, (VI)

Crónicas de un convaleciente crónico, (VI)

A vueltas con los vampiros leí en torno a  los once años una selección de cuentos de terror publicados en una de esas colecciones juveniles de bruguera. De ella me llamaron la atención en especial  los textos Edgar Allan Poe y Robert Louis Stevenson. No recuerdo más. Del segundo había leído un par de novelas, hasta entonces nada del primero.

Ese mismo año durante una clase de lenguaje se nos impuso la lectura del cuento El monte de las ánimas de Gustavo Adolfo Bécquer. Esos instantes transformaban el alumno sometido al tedío que vivía en mí en un niño concentrado en cada una de las palabras. Fui mal estudiante y mejor lector durante esa época, también podría decirse que en la actualidad, en ese aspecto creo no haber cambiado.

Deslumbrado tras esa primera visión de Bécquer quise saber más. Con una pericia, de la que eran incapaces mis compañeros de percha, leí la referencia que, con letra minúscula, constaba al pie del último párrafo de la narración. Por eso, en mi cumpleaños pedí como regalo  Rimas y Leyendas de Bécquer. Fue mi tío Antonio, que, en mi mundo infantil, se tornaba en Totó, el alma espléndida que puso en mis manos el deseado libro. Me pareció un tanto enclenque el volumen, lo esperaba con más páginas, pero me resigné.

En primer lugar sobrevolé las rimas, que me parecieron sensibleras y carentes de la suficiente donosura y virilidad. En cambio releí varias veces las leyendas bécquerianas, sorianas y organistas. Por un motivo incomprensible, teniendo en cuenta el que yo era por entonces, tras varios meses volví sobre las rimas. No me parecieron gran cosa, pero sí despertaron en mí curiosidad por la poesía. Con mi petulencia de entonces pensé: "No están del todo mal estos poemas, pero se les podría sacar mayor partido con una buena dosis de negrura". Tuvo que llegar Antonio Fernández Molina, diez años más tarde, para redescubrirme a Bécquer.

Supe del romanticismo a través del autor de Rimas y Leyendas. Intenté escarbar más en esa veta que se me antojaba dorada, porque para mí inconsciente mente:"tal vez en otro seguidor del movimiento encuentre lo que busco". Pasé sin demasiado entusiasmo por Rosalía de Castro. Cúlpese a mi edad o a mi ignorancia que no me estremeciera. Pero seguí buscando. Revisé lecturas y hallé La canción del pirata, que, por entonces, gracias a la desvirtualización educativa, el que esto escribe lo consideraba un poema infantil. Pero me introduje en la biografía de su autor y en su Diablo mundo, para seguir con El estudiante de Salamanca y me dije: ¡Hombreee, esto sí! Algunos años después en el instituto todavía declaraba mi entusiasmo por Espronceda, incluso llegué a quejarme cuandom en lo apretado del curso, un profesor quiso eliminarlo del programa de ese año. Recuerdo que ante mis inquisitivas preocupaciones respondió el educador: "Voy a eliminar a Espronceda y a dejar a Bécquer porque este segundo me parece más importante". "Pero a mí no", le respondí con insolencia imperdonable.

Seguramente no me postré ante el movimiento gótico-urbano por puro milagro. Una mañana de primavera, mientras paseaba por mi barrio, me adentré en una papeleria que prometía libros rebajados en un cartel pegado a los cristales de la vitrina. En un expositor giratorio, donde parece que los libros rueden en una noria infinita,  me topé con Federico García Lorca presentado por Seix-Barral en un tomo con doble título: Yerma, seguido de Poeta en Nueva York.

Reconozco que, como excepción, ese día comencé el libro con el poemario. Y entonces sucedió todo. Aquel libro lo leí a toda prisa, como si mi vida se encontrara en punto de fuga, como si de su deglución dependiera mi supervivencia... Y en muchos aspectos así fue. Desde entonces el virus de la poesía se inoculó en mi sangre y en mi cerebro. Como ese esfera de mercurio, de la que escribió Fernando Arrabal, y que se pasea de su corazón a su cerebro y de su cerebro a su corazón. Luego llegaron las antologías de poesía surrealista, los libros de André Breton, Sobre los ángeles, seguidos de Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos de Alberti, Tristan Tzara, el dadaísmo, Vicente Aleixandre, antologías del 27 entredevoradas en mi cerebro, el encuentro fulminante con el museo Salvador Dalí de Figueras primero durante unas vacaciones de verano, luego en un viaje de estudios... Toda mi fiebre poética  se produjo en el instante de esa lectura que comencé como un niño escéptico y que terminé con fervor, con los ojos empañados por el otro lado y con una visión nueva de mí y del mundo.

Crónicas de un convaleciente crónico, (V)

Crónicas de un convaleciente crónico, (V)

En mi consciente inconsistente infantil me figuraba a los vampiros como unos seres indeterminados, de difícil catalogación, de cuyo procedencia sabía por los gritos que escuchaba o intuía, desde mi cuarto, algunas noches de televisiva sesión nocturna de cine. En esa época mis padres me invitaban a la reclusión de mi cuarto ante cualquier película que incluyera las palabras: Drácula, Frankenstein, vampiro, monstruo, hombre-lobo, o jefe del estado. Por este motivo la noche de Navidad me resultaba, con toda razón, la más corta de año, ya que tras el himno previo al discurso del jefazo mis pasos tomaban la dirección del lecho.

 La primera imagen de un vampiro en movimiento, es decir, si exceptuo el cómic, o cualquier otro formato, la conformó el rostro, al tiempo impertérrito e histérico-sádico, del actor Christopher Lee, que tantas veces puso voz y talento al servicio del personaje de Drácula. Hasta haber alcanzado una proterva edad no he visualizado la película Drácula (Horror of Drácula, 1958). Por tanto, mi bautismo, en lo que a películas de vampiros se refiere, debió de producirse con una de las múltiples secuelas que la productora Hammer realizó inspiradas en el personaje de Stoker, de la mano y sin la mano de Lee, hasta finales de los años 70 del pasado siglo. Aunque asustado por el imprevisible horror que, sospechaba,  en la proyeccción se desataría de un momento a otro y, a pesar de mi convencimiento, de que tal suceso  me traumatizaría de por vida, en verdad disfruté de esa mi primera película de vampiros cuyo nombre no recuerdo. Me entusiasmó el entorno gótico, en todos los sentidos del adjetivo, la personalidad del conde, la historia y unas escenas nevadas de un carromato sobre el que dormía un ataud con elvampiro en elinterior...  Desde el comienzo supuse que, en el mencionado e ignoto film, el personaje de Christopher Lee gozaba del papel protagonista y que, por tanto, se impondría al grupo de cretinos que le perseguían. ¡Menuda sorpresa para mi entonces visión candorosa de lo que debía acontecer en una película de bien! "¡Cómo se puede consentir que al final aniquilen al personaje principal, al tal Drácula que, para colmo, me resultaba mil veces más simpático y certero que los melindrosos perseguidores!", me preguntaba para mis adentros sumido en una profunda decepción. 

 Por aquel entonces, lo de "entonces" es un decir, puesto que no recuerdo, ni remotamente, mi edad ni el año de lo ocurrido, me encontré por casualidad en el quiosco con un librito titulado: Vampiros, hombres-lobo y demonios publicado por la editorial SM.

El paupérrimo volumen recogía, especiado con una abundancia de imágenes sobrecogedoras, una galería de seres debidamente catalogados junto a la definición de los mismos. A dicho diccionario se unían pequeños artículos sobre el héroe rumano Vlad el empalador, Jean Grenier, el niño lobo francés, o la condesa húngara Isabel de Bathory, entre otros. A la entrada dedicada a la vida de la condesa la acompañaba un retrato que, no sólo no guardaba ningún parecido con los retratos de dicha dama de la época, sino que ese rostro malencarado de la citada, esbozado con tanta libertad interpretativa por el ilustrador,  me recordaba a una profesora que padecí durante el tercer curso de la E.G.B. Todavía hoy no ha desaparecido de mi memoria el semblante de tal mentora, ni de su gracejo austral. Tal vez el recuerdo de la tal educadora guarde alguna relación con la bofetada sonora y hercúlea que ella me propinó, según manifestó la repartidora de sopapos más tarde, porque un servidor era demasiado silencioso. Los cinco dedos de la condesa sangrienta, perdón, quise decir de la profesora,  así como la sombra de varios de sus anillos, permanecieron estampados en mi cara durante varios días. De esa mano grabada a fuego en una de mis mejillas, ahora que lo pienso, tal vez proceda mi fobia a los tatuajes y sucedáneos.

Sin embargo, no todas las ilustraciones del libro provocaban en mí sensación de angustia. Pasaba horas embelesado con los rostros de vampiros, hombres lobo, monstruos de difícil clasificación... Muchas de las advertencias contenidas en el libro para reconocer a ciertos seres me han sido de gran utilidad durante mi vida como adulto. Sin las sabias apreciaciones de esa guía, a pesar de su aspecto frívolo, me hubiera resultado difícil identificar la verdadera naturaleza de algunos de los seres que por mi vida se han cruzado camuflados por el manto de la bondad.

No puedo reprimirme e incluyo al menos una de las descripciones que encerraba el citado bestiario:

Urikolakas: En las leyendas griegas, esta repugnante criatura es el cuerpo de un hombre malvado traído a la vida por el diablo. Los urikolakas se sentaban sobre sus víctimas y las mataban asfixiándolas.

El libro incluía un apartado dedicado al cine con fotogramas de Nosferatu una sinfonía del horror (1922) de Murnau o de Drácula (1931), con mi admirado y nunca lo suficientemente valorado, Bela Lugosi de Tod Browning.

El personaje del abuelo de La familia Monsters, serie incluida durante un tiempo en el programa mítico La bola de cristal (emitido en España de 1984 a 1988), terminó por prensar mi predilección por los vampiros y, lo que es mejor, o peor, según el lector, también afirmó mi empatía hacia ellos.

Muchos años después disfruté con la lectura de El vampiro (Siruela), selección de cuentos y narraciones sobre estas encantadoras criaturas acometida por el Conde de Siruela, de las novelas de Stoker y del Tratado sobre los vampiros de Augustin Calmet (editorial Reino de Cordelia). Pero esa ya es otra historia. Y mi infancia  se encontraba distante esos territorios cuando me adentré en la lectura de los libros citados.

 

Crónicas de un convaleciente crónico, (IV)

Crónicas de un convaleciente crónico, (IV)

El lado opuesto a mi regocijo por los lugares pequeños encuentra su antítesis en el desagrado de otras personas ante tales reductos, desasosiego, a menudo, provocado por la ansiedad que les genera el miedo a ser enterrados vivos, en un ataúd estrechito, donde uno muere con lentitud, pero sin sosiego, bajo paladas de tierra.

Edgar Allan Poe describió con sobriedad esta fantasía o temor en su denominado cuento, para mí texto periodístico: El entierro prematuro. Entre sus líneas encuentro lindezas como la siguiente:

“ Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas.”

 

Hacia la mitad del texto Allan Poe relata en primera persona  las obsesiones de un sujeto aterrorizado por la idea de un entierro prematuro. Un día, tras un incidente, despierta  empotrado en la  litera de una chalupa, pero  se cree enterrado vivo, lo que origina una sugerente descripción de la angustia. Sin duda esa parte del relato resulta atractiva, elocuente y fascinante.

Roger Corman en su libre interpretación del mundo del escritor norteamericano se “inspiró” en el referido cuento para filmar la película La Obsesión (1962). El actor Ray Milland, que también sufrió rayos X en los ojos, protagonizaba un argumento en el que su personaje se enfrentaba a la obsesión de morir como su padre: enterrado vivo.  La ansiedad del individuo, ante los efectos de la catalepsia, traslada la película a una delirante (en mi caso este adjetivo siempre lo utilizo en sentido positivo) escena en la que se nos muestra como al protagonista le fallan todas las precauciones que había adoptado para huir de la  cripta familiar ante una posible muerte en vida.

Este film lo visualicé por primera vez, durante el inicio de mi adolescencia, en un ciclo dedicado  a Roger Corman que la segunda cadena de televisión española tuvo a bien programar durante varias tardes de domingo. Por fortuna, el video me permitió reproducir la escena ya citada una y otra vez. En algún momento no me pareció conveniente el acompañamiento musical y entonces me decidí a ponerle música a la escena. Así investigué sobre  el efecto de la misma con el televisor enmudecido mientras un radiocasete desgranaba el Réquiem de Mozart,  en ocasiones rematado con un disco de fondo de efectos especiales donde los gritos, aullidos y un extraño corte, denominado “sonidos de laboratorio”, ayudaban a sostener un efecto fascinante. Calculo que esa escena la visionaría una media de sesenta veces en un año.

Durante esas sesiones privadas, mi memoria recordó la presencia de un doble que me espiaba desde los armarios donde me ocultaba de niño. Tras arduas investigaciones descubrí que ese doble era mi propio reflejo en un espejo. Entonces la idea del “otro” cobró en mí un gran sentido. En parte, expirado a través de dos relatos de mi libro Así se cuece a un hombre.

El asma que sufro desde el comienzo de mis tiempos me invocaba el terror a morir ahogado. Y, aunque sigo prefiriendo, como en mis primeros días, los espacios pequeños, aislados y oscuros, la sensación de ahogo de un hombre acomodado en un ataúd bajo tierra logra  inquietarme. Pero luego descubrí a los vampiros, cuyos ataúdes duermen al raso y entonces me tranquilicé. Ese fue el comienzo de mi pasión por los vampiros como personajes y de sus diversas materializaciones a lo largo de la historia del arte, pero también de los diversos tratados científicos y seudocientíficos que les han dedicado.

Crónicas de un convaleciente crónico, (III)

Crónicas de un convaleciente crónico, (III)

3.
Mi primer recuerdo consiste en una fuga sobre una superficie plana. Con brazos que apenas respondían a mis pensamientos, con piernas desenchufadas de la conciencia, con una cabeza semejante, en sus vaivenes, a un funicular, me arrastraba por el mundo plano, en una nube de primera conciencia, como si huyera de una conjunción de peligros inmisericordes. Mis manos tensaban el vacío y la tierra desaparecía ante la pulsión de mis manos. La huida finalizaba frente al abismo.
Según mi madre, a los pocos días de nacer intenté fugarme de la cama de matrimonio donde me habían depositado durante unos segundos.  Esa fue mi primera huida del lugar que otros disponían para mí siguiendo la estrategia del gusano. El cuento de Julio Cortázar "El perseguidor" me subyugó años después. Como lo hizo la música de Charlie Parker. Era natural. Entonces lo fundamental era la huida. Luego la búsqueda de lo inmarcesible.
En mi segundo recuerdo las cosas, la acción y la situación se muestran con mayor claridad. Permanecía tumbado en el interior de una cuna. Intentaba asomarme al abismo. Por desgracia, mi cabeza todavía no respondía a mi voluntad. Los esfuerzos por conseguir cierta estabilidad me agotaban. De algún modo mi cuerpo, sin pértiga, saltó por encima de la cuna. Pero la libertad, que se redujo al golpe de mi cuerpo contra el suelo, la consideré entonces demasiado fría. Mis brazos y piernas, adormecidos, no me impulsaban lo suficiente como para ayudarme en mi fuga del suelo desnudo.
En un interludio del deseo insatisfecho de escapar descubrí una rinconera amortajada en un lugar inmejorable de la casa. Me sentaba bajo  la balda inferior y mis piernas no se encontraban con ningún impedimento, las estiraba a placer.  Mis manos, libres,  se ocupaban de ejecutar actividades manueales, entonces golpear la balda, luego esas actividades se transformaron en escritura. De este modo encontré mi primera mesa de trabajo.
Me resulta difícil establecer el orden de otros recuerdos primerizos.
La bañera de mi casa era pequeña, grande para mi tamaño, disponía de un escalón. Puesto que por entonces desistí de la fuga constante comencé una huida interior, es decir, una ocultación. En ese escalón de la lluvia me sentaba, en completa oscuridad, a reflexionar sobre cuestiones trascendentes: ¿cómo alcanzar mi mesa-rinconera sin que me lo impidiera un adulto?, ¿por qué me sentía a salvo en la oscuridad durante el día y, en cambio,  la noche me provocaba pánico?, ¿por qué nadie construía armarios lo suficientemente grandes como para que en su interior se pudieran desarrollar actividades de la vida cotidiana: comer, guardar los muebles de la vivienda, pasear, escuchar música…?
La casa de mis abuelos ocultaba grandes enigmas. Sus armarios se me antojaban de enorme tamaño, lo que aumentaba las posibilidades de ocultarse mientras uno llevaba una vida sana (o lo que yo entendía por tal cosa). Ese remedo de búnker configuraba una bienaventuranza para mi temple. Pero todavía me interesaba más la oquedad misteriosa de la mesa redonda del salón vestida con una tela púrpura. Cuando la luz se filtraba a través del tejido mi escondite circular –con un interior cuadrado, pues las patas se unían con maderas aptas para sentarse sobre ellas-, en ese momento, decía, cuando los rayos atravesaban el tejido, ese mundo recóndito a modo de pecera  se tornaba en mar de olas rojizas, bamboleantes, si alguien se interponía, por un momento, entre los rayos de sol y la tela. En el aire flotaban unos finos animales que realizaban cabriolas diversas impulsados por su ingravidez.
Ese lugar sí era un paraíso, el primer paraíso descubierto tras la expulsión del vientre materno.

Crónicas de un convaleciente crónico, (II)

Crónicas de un convaleciente crónico, (II)

 

II.

La autobiografía se me antoja un género notable. La prefiero, no tanto por la veracidad de la memoria, que no puede ser demasiada, a pesar de una voluntariosa sinceridad, sino por la transformación novelesca de lo vivido. Todo pasa por la hilatura de lo subjetivo, la objetividad se empuña para fingir o encubrir una impostura. Me atrae la historia interna: cómo el individuo desarrolla, racionaliza y construye su propio ser en relación con los sucesos que le tocan vivir y su interpretación de los mismos. Antonio Fernández Molina, mi maestro siempre por delante, me comentó que sus libros de memorias favoritos eran La vida secreta de Salvador Dalí, las Memorias de Charlie Chaplin y las de la bailarina Isadora Duncan. Los dos primeros libros los he releído en múltiples ocasiones, del tercero ni siquiera he acometido la primera lectura.

Prefiero los libros de memorias a los diarios. Los segundos poseen, a menudo, un lento desarrollo. El diarista repite ideas semejantes,  incide en sus obsesiones de manera compulsiva y obliga al lector a posarse frente a los días… En el diario pasa el invierno con sus perneras de calentador y la calefacción humectante, así como el verano con sus deslumbrantes soles que impiden contemplar el paisaje en toda su dimensión. Incluso en el caso de Salvador Dalí su Vida Secreta supera al Diario de un genio. Si consideramos que el volumen de la Vida Secreta lo situaría entre los mejores libros del siglo XX, la segunda posición del Diario de un genio no parece insignificante.

También devoré con placer algunas partes de las voluminosas Memorias de Casanova, digo “algunas partes” porque se han publicado íntegramente en castellano por primera vez, que yo sepa, en el momento de redactar estas líneas.  Algunos autores han convertido una parte o toda su vida en un libro. Este es el caso de Catherine Millet, Ernst Jünger (con sus maravillosos diarios), Pablo Neruda, Casinos-Assens, Jodorowsky, César González-Ruano. Primo Levi… por citar algunos ejemplos que me vienen a la mente a vuela pluma.

Entre mis memorias predilectas se encuentra la Automoribundia de Ramón Gómez de la Serna, que , al tiempo, considero uno de sus mejores libros. Si bien confieso que Ramón constituye uno de mis puntos débiles, es decir, con mayor o menor intensidad siempre disfruto de su lectura.

Entre mis más sentidos libros de memorias recuerdo Mis experiencias con la verdad de Gandhi, La dudosa luz del día de Fernando Arrabal (aunque en su estructura se acerca más a un diario sin los defectos de los que hablaba arriba), Cuaderno autobiográfico de Mariano Esquillor (tal vez una de las más singulares muestras que cabalga entre el dietario y la ficción) , Vientos en la veleta de Antonio Fernández Molina (donde abundan los textos autobiográficos), El oro de Mallorca de Rubén Darío, la autobiografía de José María Blanco White preparada por el profesor Antonio Garnica, Una educación incompleta de Evelyn Waugh, Adiós a todo eso de Robert Graves… Tal vez los diarios de Kafka sean los que, en este género, más me han interesado.

Salvador Dalí en su Vida Secreta menciona sus recuerdos prenatales. Antonio Fernández Molina en artículos sobre la vida del pintor, en la compilación de los mismos en el libro Dalí —Testimonios y enigmas—, en varios poemas y aforismos (a los que él llamó musgos) remarca su identificación con esa memoria prenatal. Tanto Fernández Molina como Salvador Dalí identifican esa estancia en el vientre materno, en el útero del cosmos, con el paraíso.

Algunos se han referido al carácter melancólico como una consecuencia de la expulsión del seno materno. Ese destierro convoca una serie de nostalgias en el individuo. La poeta, traductora y mil cosas más Alicia Silvestre me hablaba hace unos días sobre  personas que se “vienen” al mundo para enterrarse en él y plantar sus producción creativa. Tales personalidades, me relataba Alicia, han abandonado previamente un mundo idealizado, no sé si un no-mundo o un mundo celestial, y se encuentran abocados a este inframundo donde habitan apesadumbrados por la nostalgia de lo que dejaron (aunque no sean conscientes de tal situación). Si así fuera la melancolía de los artistas constituiría un rasgo inherente a su personalidad pero, en sí mismo, dicho rasgo no sería el origen de la creatividad. También hay quien opina que la melancolía por sí misma es el motor del artista.

En cualquier caso la sensación de ente desubicado la comparten creadores de todas las épocas. En mi caso, al igual que el desencanto y la enajenación de la realidad, esta impresión conforma una parte tan íntima de mi personalidad que apenas puedo diferenciarla de mi identidad. Lo mismo me sucede con ciertos rasgos de mi carácter para los que no encuentro un origen en mi memoria.

Crónicas de un convaleciente crónico, (I)

Crónicas de un convaleciente crónico, (I)

I.

Lo terrible no es el miedo sino la cobardía. Sucesos recientes y distantes (acontecidos durante los últimos dos años y medio) me han ilustrado sobre la condición humana y  sus circunstancias, en especial sobre los efectos del miedo, también sobre el innato sentido de la supervivencia. No sé "descubre" en su esplendor y miseria a una persona hasta que se le desmenuza ante una situación de peligro. En nuestra sociedad, y en las circunstancias en que nos hallamos, tal vez la pérdida del empleo, la caída libre en las redes de los procelosos mártires de la inseguridad, sean lo más parecido a los temores que en otro tiempo despertaban el instinto de supervivencia ante la amenaza de  una pistola, un animal salvaje o una horda de caníbales. Desde luego ahora también existen los caníbales, pero de otro tipo. No se contentan con mordisquear una tibia , o el esqueleto entero si, por desgracia, el grupo se encuentra con apetito, sino que, en la actualidad, se practica un canibalismo de mayor envergadura, sutil y que no elimina al elemento como objeto, pero sí como ser.

Las situaciones en que  la desfachatez y la extorsión de unos  se alían con el instinto de supervivencia de otros,  por encima de cualquier dilema moral o ético, anuncian la muerte de la persona que se encuentra en el justo medio. En estos años he comprobado que si uno descubre a un delincuente, no a un robador de gallinas sino a un malhechor de altos vuelos, un hombre respetable en definitiva, pero ladrón, eso sí, lo mejor que le puede pasar es que no le crean y lo peor que uno  termine acosado por otros “hombres respetables” que jugarán a golpear al descubridor del fraude como si fuera un perpetuador de infracciones indemostrables (por su origen espurio). En este caso la jauría suele alimentarse de sus propios instintos así como por el santo varón malhechor que, a pesar de las pruebas y de sus delitos, se contonea a sus anchas por las avenidas del mundo.

He visto en el último año como un Ministerio evacuaba y tiraba por la alfombrilla del baño la suposición de inocencia para crucificar a un hombre sin ninguna prueba objetiva. He comprobado la cobardía y la demencia de los que se sienten "en peligro" y que son capaces de reinstaurar la venta de esclavos para salvar sus tatuadas nalgas. He comprobado que la cobardía alimenta la injustica. He comprobado que detrás de la eficacia y la obediencia a menudo se encuentra la ignorancia y, por extensión, el desafuero.

Con estos sentimientos tan bellos, más misántropo que nunca y con la necesidad de evacuar el resentimiento, el odio y la ira que me han llevado a ser un convaleciente crónico me enfrento a estas páginas que serán una bitácora, un diario, unas memorias y otras cosas.