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Raúl Herrero

Crónicas de un convaleciente crónico

Crónicas de un convaleciente crónico, (XV)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XV)

Fernández Molina escribió en uno de sus aforismos (musgos) que cuando algunas personas hablaban, -o escribían añado-, sobre poesía no la identificaba con la pretensión ni con el resultado de sus desvelos. Es decir, que no identificaba su poesía con las explicaciones y peroratas que algunos críticos, poetas u opinadores, definen en ocasiones como tal.  Ese mismo le sucedía –y le sucede- a un servidor.

Con Antonio Fernández Molina, Fernando Arrabal, José María de Montells, Antonio Beneyto, Josep Soler, Miguel Esquillor, José Antonio Conde, Alicia Silvestre  –desde la conversación y la proximidad-, con Federico García Lorca, Cioran, San Juan de la Cruz, William Blake, Juan Eduardo Cirlot, Kundera, James Joyce, Kafka, Ezra Pound, Góngora –desde la distancia del lector- me encuentro con algo que reconozco, tanto en sus poemas como en sus poéticas, en cambio con otros nombres –que omito como siempre que establezco un juicio de valor negativo- me sucede lo contrario. En algunas tertulias escucho la palabra poesía y comienzo a temblar. ¿Qué sacarán del caparazón? ¿Sentimentalismo? ¿Frustración? ¿O lo mismo que hizo el creativo Piezo Manzoni en 1961 al exhibir y embasar sus excrementos y que acertadamente identificó como “mierda de artista? El pavor, da paso al temblor y al horror.

Con excepción de la tertulia que organizaba Angela Ibáñez durante la etapa de mis mocedades, donde conocí a Antonio Fernández Molina, en el café Dalí de mi ciudad de natalicio, esos encuentros me aterran. No porque sea misántropo, que lo soy, ni porque sea asocial, que también lo soy, sino porque suponen una pérdida de tiempo, a mi entender, de bajo calibre.

Con mi ritmo existencial me resulta ,en muchas ocasiones, difícil encontrarme con mis amigos, tanto humanos como encuadernados, por lo tanto, si olfateo, como hace un perro o un gato con la lluvia, la pérdida de tiempo, como el  oro puro entre los dedos de un febril buscador de metal áureo, en el mismo instante de mi certeza comienza a subirme la ira desde el hígado y el estómago hasta la garganta, luego se traslada a las manos, pasa a mi boca, entonces comienzo a  extraer exabruptos como un mago sacaría palomas desde la cueva de  su dentadura, y, finalmente, asciende  por mi cabeza, entonces siento que preciso golpear al contrario con algo contundente, o, en ese mismo instante, me quema la necesidad de lanzarme a la escapada para no enterrarme en mi propia ira.

El tiempo es un valor al que se menosprecia. Por desgracia, nuestra conciencia se encuentra limitada  entre cuatro paredes, que son el cuerpo, por lo tanto el deterioro no nos resulta ajeno, dependemos de las necesidades básicas: alimentarnos, dormir, defecar, respirar… y añado a la lista que ustedes prefieran dos acciones: crear y divertirse. Con la excusa de la mecanización, la productividad,  el trabajo se asume que con la mirada puesta en un concepto pueril de éxito, de este modo el individuo derrama  en tierra la semilla que es el tiempo, se pone en venta a cambio de dinero, de la subsistencia para la fantasía, para la libertad. ¿Libertad? Si el trabajo consume todo el tiempo, ¿cuándo eres libre? Nunca. Si no creas nada, si sólo consumes, o sirves a una cadena de abastecimiento para que aumente la cuenta de un tercero que contabiliza millones como una máquina en funcionamiento según una estructura “caótica”, ¿qué provecho aportas a la sociedad?. ¿Qué hacemos de importante con nuestra vida? ¿Qué éxito contemplamos? ¿Un ascenso? ¿Un descenso? ¿Una derivada? ¿Un derrape en el mediana? La vanidad es un peligro que se alimenta con la energía, la consume y después deja cenizas sin posibilidad de resurrección.

Me gusta hablar por teléfono con el compositor y escritor Josep Soler porque siempre termina o comienza su conversación con la palabra “aquí estoy trabajando”. Y entonces me pregunto ¿estará componiendo, escribiendo un  texto, un poema, revisando alguna pieza, orquestando? Su respiración contiene el aliento de la creatividad y me la contagia. No deja de resultarme ignoto el porqué personas a las que admiro y, con una edad superior  a la mía, me insuflan el gusto por el trabajo, por el de verdad, claro está, en mi caso, por el trabajo creativo, no por las cuestiones mecánicas propias de una editorial, o cualquier otro tipo de trabajos. Mientras suceden estos encuentros me siento como si saliera de un estado de embriaguez y me invaden unos deseos inexcusables de ponerme a trabajar en mis apuntes, a veces, casi no puedo reprimirme ni unos segundos. Se ha convertido en lugar común la reflexión sobre la juventud y la regeneración que los de menor edad tienen sobre sus mayores. Pues bien, a mí me sucede lo contrario, hasta tal punto que, a veces, me he sentido como si me apropiara de algo que no me pertenece. Ignoro si a ellos les inunda la apatía tras conversar conmigo.

En los momentos gloriosos siento a la escritura como una pulsión que sustituye a mis latidos y me parece sentir cómo esas aristas de fonemas bombean  mi sangre por todo el cuerpo. Es frecuente que durante el acto creativo pierda la conciencia, por eso, me resulta difícil retomar mis escritos para su revisión recién terminados, es necesario un tiempo, una pausa, para tomar distancia y acometerlos con una mirada que desbroce los restos del vendaval. Durante el momento culminante soy capaz de la mayor barbaridad ortográfica y de la mayor osadía conceptual, con o sin justificación. Adiestrarme para alcanzar una mínima exigencia en este aspecto me ha costado años de reiterada tozudez por mi parte. Ahora, a veces, consigo algún resultado presentable. Pero si bien durante unos años atrás he contenido ese huracán de fuego que siento crepitar de tarde en tarde en mi estómago, en la actualidad dejo que el dragón se apodere de mí con frecuencia, el filtro va pasando a transformarse en una oquedad por donde la corriente pasa. Mi intención inmediata, en este sentido, radica en la construcción de puentes.

Asir la llama.

Crónicas de un convaleciente crónico, (XIV)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XIV)

Melancolía: Femenino. Medicina antigua. Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre el que la padece gusto ni divertimento en ninguna cosa. // Especie de locura. // Anticuado. Bilis negra o atrabilis. De este modo se define a la palabra melancolía en el Diccionario general etimológico de la lengua española (Tomo 4) en su  edición económica arreglada del Diccionario Etimológico de D. Roque Barcía, del de la Academia Española y de otros trabajos importantes de sabios etimologistas, corregida y aumentada considerablemente por don Eduardo de Echegaray publicado en Madrid en el año 1889.

Y aquí, una vez más, nos encontramos con la locura en la segunda acepción de melancolía, lo que viene a reafirmar mi intención de ser tratado de loco antes que de melancólico. En el volumen Conversaciones, recopilado por su editor a modo de homenaje, a la muerte del filósofo Cioran nos encontramos con respuestas sin desperdicio, así como diversas lecciones sobre “el arte de escribir” y, sobre todo, con la desmitificación del filósofo como pesimista. (2)

En la conversación de Cioran con Leo Vergine leemos la siguiente respuesta a la pregunta “¿Cuándo está usted contento?”: ”A veces lo estoy. Muchas veces lo estoy… ¿Qué podría decirle? No puedo describir un día de sol; por lo demás, el sol me deprime, estoy sujeto a la melancolía. Mi obra… en una palabra… mis libros ofrecen una idea incompleta. La epilepsia no realizada se trasladó a mis libros, casi todo lo que he escrito lo he escrito en momentos de negra exaltación. Puedo decir que desde la edad de diecisiete años no he pasado un solo día sin un ataque de melancolía. Pero en sociedad soy el hombre más alegre que imaginarse pueda. (…) Más adelante Cioran añade: “Cada uno de mis escritos es una victoria sobre el desánimo”.

Cioran procedía de una aldea de transilvania y se reconocía en el carácter español. Incluso sentía una “misteriosa” proximidad con el ser y el temperamento español. En cambio, cuando un servidor visitó transilvania, algo en mi carne se deshizo como el bebé ante el olor de la leche del seno materno. Apenas he conocido a un par de personas  que proceden de transilvania, ni siquiera a ellas las he tratado con la profundidad necesarias para sentirme  próximo a ellas o semejante, en cambio, los olores, la humedad veraniega, el paisaje, los pensadores y artistas españoles que Cioran sentía próximos, en mi caso sucede lo opuesto con los pensadores, artistas y paisajes transilvanos que me hacen  retrotraerme a una memoria ignota, que quizá tenga simiente en algún punto no localizado entre mi psique y mi ser.

Leo a Cioran y no lo encuentro pesimista, más bien al contrario, en todo momento luce en sus aforismos y explicaciones un humor sutil, pero punzante. El pesimista no conoce el humor, ni el humorismo, sólo lo grave y la pomposidad. Me parece del todo injustificado ese aspecto negativo de la palabra pesimista aplicada a los escritos del rumano que escribió en francés. Un servidor propondría cambiar ese tópico por el de honestidad; en efecto, Cioran resulta honesto y se trasluce en estas joyas que son las entrevistas que conforman el volumen citado. No siempre el autor sale bien parado en las respuestas, pero Cioran hace tiempo que superó el umbral de lo bienpensante o de lo correcto, por lo tanto, no se nos presenta como un santo, pero tampoco como el “rey de los herejes”, simplemente intenta responder a las preguntas con honestidad. Al igual que haría en un caso parecido Beckett o Kundera, si concediera entrevistas. Esa honestidad le impidió pasarse sesenta años de su vida respondiendo a las mismas preguntas, puesto que ese ejetreo le supondría al pensador una sesión interminable donde escribiría una y  otra vez el mismo libro. Por este motivo, Cioran y otros autores de gran talla eluden las entrevistas, porque detestan la repetición sobre sí mismos. Les interesa más la literatura, la vida, o la supervivencia.

Me resulta difícil no encontrarme en muchas de las respuestas de Cioran.  En su advocación como autor, nos confirma la necesidad terapéutica de su escritura: “Generalmente , escribir es inútil, pero como nadie puede hacer nada por nadie, puedes hacerlo entonces por ti mismo para `curarte´, aunque sólo sea momentáneamente. Las páginas más siniestras que he escrito me  han hecho reír, más adelante. Al releerlas, resultan de nuevo deprimentes, pero lo que corrijo es el estilo, no el pensamiento. Si de verdad fuera pesimista, la mayoría de la gente no me leería. Me consideran incluso `consolador´.”.

Edith Stein aparece a menudo en las conversaciones que Cioran sostiene en el volumen. Y no puedo evitar el recordar la primera vez que escuché ese nombre, o mejor dicho, que leí ese nombre, en la cubierta de un libro que Antonio Fernández Molina releía con fervor y al que le vi acudir con asiduidad. “Es una de mis santas predilectas”, me decía el poeta que, por otra parte, hubiera firmado gustoso la siguiente afirmación de Cioran como propia :”El poeta objetivo no existe, ni puede existir”. José Begamín ya vino a decir algo semejante cuando afirmó que el sujeto es subjetivo porque para ser objetivo se tendría que ser objeto. Y ambos, Molina y yo, si pudiéramos mantener una nueva conversación señalaríamos como propia la siguiente reflexión de Cioran: “Escribo en lugar de golpearme..."

2. Conversaciones. Biblioteca E.M. Cioran. Tusquets editores, Barcelona, 2010. Traducción de Carlos Manzano.

Crónicas de un convaleciente crónico, (XIII)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XIII)

 

Burton(1)  cita:” donde abunda la sabiduría, abundan las penas, y quien acumula sabiduría, acumula su dolor” (Ecl 1, 18). A pesar de la rotundidad de la frase y de los muchos ingenios que han suscrito ideas semejantes, tampoco falta quien encuentra el origen del dolor en la ignorancia, incluso algunos filósofos señalan a la ignorancia como  el origen del mal. El autor de Anatomía de la melancolía refiere en torno a la imaginación: “…en la persona melancólica arde de forma especial…”. En este punto es fácil encontrar ejemplos, pues sin los efectos de la melancolía o sin el conocimiento de la misma es posible que muchas de las obras más admiradas de nuestro tiempo no hubiesen sido escritas. ¿Habría podido escribir Shakespeare algunas de sus escenas más conmovedoras si jamás hubiera sentido los efectos de este mal? ¿Podría su autor haber introducido ciertas reflexiones incluidas en el Quijote sin el tormento del que siquiera una vez se ha sentido acosado por la melancolía?

Robert Burton no duda en vincular este sufrimiento a los hombres de letras o a los estudiantes. " Se pueden dar dos razones principales por las que los estudiantes están más sujetos a esta enfermedad que otros. Una es que viven una vida sedentaria, solitaria, para sí mismos y con las musas, están libres del ejercicio corporal y de los pasatiempos ordinarios que usan otros hombres y muchas veces, si concurren  el descontento y la ociosidad –lo que es demasiado frecuente–, se precipitan en ese abismo repentinamente." Si bien el autor también refiere: “A cualquiera que se sienta invadido por la soledad, o arrastrado por una agradable melancolía y por vanas fantasías, y por carencia de empleo no sepa cómo utilizar su tiempo, o que se sienta crucificado por las preocupaciones terrenas, no puedo prescribirle mejor remedio que el estudio, que se organice él mismo para aprender un arte o una ciencia.” Y más adelante prosigue: “El estudio sólo puede prescribirse a quienes son, de alguna manera, perezosos, tienen problemas mentales , o soportan, temerariamente, vanos pensamientos e imaginaciones, para distraer sus reflexiones (aunque una variedad de estudios, o algún asunto serio no haría daño al primero), para encauzar sus continuas meditaciones en otra dirección”.

No duda Robert Burton en citar a Séneca: “…como la carne es al cuerpo, así es la lectura para el alma”. Si algo debe ser el artista, escritor, pintor, cineasta o creativo es lector, “mirador” y conciliador de disciplinas dispares para encontrar consuelo, en principio, y después para alimentar la propia obra.

La voluminosa obra de Burton se ocupa de muchos más apuntes y detalles de los aquí traídos. Pero resulta interesante comprobar los males físicos que destaca en los que dedican su tiempo al estudio o a la escritura, tanto en sus tripas como en su seso. Pero no duda el autor en recordar que la escritura “…es como una bótica en la que se encuentran todos los remedios para las dolencias  de la mente, purgantes, cordiales, alterativos, conformativos, lenitivos, etc. `Toda enfermedad del alma  –decía Agustín– tiene en la escritura una medicina especial, y sólo se requiere que un hombre tome la poción que Dios ha mezclado”.

Y, en mi caso, como el propósito de encomendarme a tal remedio bosquejo estas páginas, como sanación de una enfermedad que tiene su centro en el alma, en el ánimo o en el ánima, pero cuyos efectos también los siente el cuerpo, ya sea por simpatía, o por las pócimas que se nos prescriben para tratar enfermedades tan próximas al alma como el tuétano al hueso.

Que nadie piense que en mi ánimo se encuentra el considerar estas líneas autobiográficas esenciales para ningún conocimiento, incluso me extraña que alguien pueda sacar algún provecho de las mismas.  Pero al menos, aclararán  algunos puntos que se han querido oscurecer de mi recorrido vital, al tiempo que la escritura de mis aconteceres contribuye a sanarme tanto en cuerpo como en espíritu.

Y, por una vaga semejanza con Don Quijote que en mi turbado entender encuentra con ese mal al que me refiero, por tal semejanza, digo, prefiero ser tratado de loco que de sumiso, de loco que de turbio, de loco que de depresivo, de loco que de maniático, pues si don Quijote afirmó “Sé muy bien quien soy” y de loco fue tachado,  a un servidor también se le puede atribuir semejante calificativo sin sentir por ello ofensa alguna, sino más bien una ligera y almibarada satisfacción.

 

(1) 

Las traducciones de los textos introducidos de Robert Burton proceden de la edicón prologada y seleccionada de su obra Anatomía de la melancolía  de Alberto Manguel. Si bien el trabajo de traducción se nos hace constar en la edición del siguiente modo: Ana Sáez Hidalgo, con revisión técnica  de Ramón Esteban Arnáiz para la primera parte. Para la segunda Raquel Álvarez Peláez con revisión técnica del mismo Ramón Esteban Arnáiz de la primera. Y la tercera parte de la obra, traducida por Cristina Corredor con revisión latina de Miguel Ángel González Manjarrés. Como en este momento el autor no recuerda ni le apetece compilar los lugares exactos de la obra de donde se tomaron las citas queden todos mencionados. Alianza Editorial publicó esta selección en Barcelona. Y nuestro ejemplar forma parte de la primera reimpresión realizada en el año 2008. 

Crónicas de un convaleciente crónico, (XII)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XII)

4.

 

Hasta el encontronazo con mi intento de ocultación, a la edad de trece años, suponía a mi condición psíquica como la habitual en el conjunto del género humano. Tras mi fracaso en este trabajo me trasladaron temporalmente al hospital infantil.

Tras un delicioso coma desperté en una cama extraña, sin apenas recordar mi nombre y, desde luego, sin conciencia del lugar donde me hallaba. Mi primer pensamiento fue la decepción del fallido intento y las molestias del gotero apuntalado en la vena mi brazo. Mi abuelo miraba por la ventana sumido en sus pensamientos. Cuando descubrió que había despertado abandonó la habitación gritando para informar a todos los presentes de mi nuevo estado de conciencia en mi inconsciencia del nulo recuerdo. Ignoro el tiempo que pasó hasta que la memoria retornó a mi sesera. Durante mi convalencia fui sometido a varias pruebas físicas. Tras tediosas conversaciones con médicos con el afán interrogatorio de un oficial de las SS los facultativos se decantaron por el tratamiento psicológico. Una mujer muy amable me sometió a unas pruebas rutinarias para medir mi inteligencia y no sé muy bien qué más. Al psiquiatra, un señor vetusto y serio, apenas lo atisbé a través de la rendija de la puerta entreabierta de su despacho. Me causó una impresión desagradable.

Las conclusiones a las que llegaron las autoridades sanitarias respecto a mi persona fueron las siguientes: la imperiosa necesidad de adoptar una fe católica o de cualquier otro tipo, la obligación de estudiar al menos dos carreras y, lo más importante, según me trasladaron, se reducía a la necesidad inexcusable de aprenderme los husos y costumbres de las manecillas del reloj, al tiempo que me instruía en la natación y  montaba en bicicleta. Reconozco que esto último me dejó pasmado, pero a mi pesar cumplí los designios de la pitonisa psiquiatríca una vez abandoné el hospital. Gracias a mi estancia en ese apacible lugar conseguí dos cosas fundamentales: en primer lugar no asistí a las aburridas clases de mi colegio durante mi estancia de encamado y luego una serie de libros sobre el rey Arturo que me regaló  mi madre el primer día de mi vuelta al mundo, antes de integrarme en el hogar.

También en el hospital me ejecutaron pruebas cuyo nombre desconozco y que básicamente se reducían en adornarme la cabeza con cables de diversos colores. La conclusión de tal estudio fue que había sufrido diversas depresiones. La palabra “depresión” la escuché entonces por vez primera. Me sentí como si fuera un puritano que hubiera contraído ladillas tras un escarceo ignominioso.

En esos días comprendí que mi estado melancólico no era el habitual, que existían personas felices, aunque sólo fuera por unos momentos, y que todo aquello convergía en el cruce de caminos de una enfermedad. Por otra parte, a pesar de mi tendencia depresiva, se me informó que las crisis agudas las provocaban fenómenos externos, por lo tanto, a mi estado al vértice de la muerte me habían conducido agentes externos. Tras un minucioso interrogatorio los expertos señalaron a dos individuos: el que se denomina mi padre y el profesor Isaías. Al segundo sugirieron que lo denunciaran mis padres a las autoridades escolares y, respecto al primer asunto, que lo tratáramos con unas pautas familiares a las que nunca tuve acceso.

Tras mi retorno a casa se ocultaron los medicamentos y el que se denomina mi padre me obligó por las tardes a realizar ejercicios de caligrafía insufribles. Por lo demás, el ambiente prosiguió como de costumbre.

Aunque en la actualidad se insiste en el término “depresivo”, a un servidor le resulta más atractivo el adjetivo melancólico. En la actualidad múltiples libros de psiquiatras, sociólogos, médicos de diversa catadura, catedráticos de numismática, antropólogos, antropófagos, aficionados al country y, sorprendentemente, incluso algunos escritores, se han ocupado del tema en volúmenes de diverso rigor. En mi caso prefiero aquellos en los que se nos denomina locos sin paliativos. Ahí queda el interesante Locos egregios de Juan Antonio Vallejo-Nágera. Pero ninguno de estos libros puede medirse con el extraordinario Anatomía de la melancolía de Robert Burton.

Burton, que fue contemporáneo de Shakespeare, no sólo recopiló los datos que en su tiempo se conocían sobre este padecimiento, desde los antiguos hasta los escolásticos pasando por sus contemporáneos, sino que produjo una auténtica enciclopedia del saber siglos antes de la creada oficialmente durante la ilustración por los franceses  D’Alembert, Diderot y Voltaire, entre otros.

Crónicas de un convaleciente crónico, (XI)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XI)

Entre los profesores que me asistieron durante la época escolar debería incluir más nombres. Pero pocos recuerdos guardo de los demás. Valga como ejemplo el lejano conocimiento de don Julián, que nos relató con insistencia un viaje a Londres que emprendió en su adolescencia. Resultan sorprendentes los temas que un dómine introduce en su monólogo durante el tiempo de una clase. Debo reconocer que me he planteado la vinculación entre tales soliloquios y los discursos de un  paciente, acomodado sobre un diván o chaise longue, durante una sesión en el psicoanalista. El discurso del profesor puede aventurarse por lugares remotos, insospechados, pero en su caso los alumnos realizan la función de psicoanalista y, dependiendo del talento y la inteligencia de los mismos, pueden extraerse valiosas conclusiones de los monólogos del desbocado y deslenguado predicador.

Sin embargo, la narración sobre mis preceptores durante la EGB quedaría manca, coja y cuasi tuerta si excluyera de mis páginas a don Isaías. Por lo que recuerdo de mis profesores fue el último en aposentarse en el colegio,  pero sus hazañas pronto lo convirtieron en imprescindible. Con el tiempo, al igual que sucedía con los demás,  la leyenda de un origen oscuro circuló entre los alumnos. Algunos afirmaban que lo habían expulsado del centro anterior por motivos innombrables. Comprobará el lector que, como sucede con los piratas y los asesinos, en mi colegio a todo profesor que se preciara de serlo se le adjudicaba una leyenda negra.

Donn Isaías era algo más joven que la media del resto de amaestradores. Lo que no le impedía poseer unas dotes pedagógicas del mismo dudoso valor que los más vetustos profesores. Bien podría haber pertenecido a las fuerzas vivas del régimen anterior por sus formas y modos. A pesar de eso sin  recuerdo que todos los días se preocupaba mucho de mantenernos ocupados unos minutos con ejercicios diversos, en tanto él introducía sus portentosas narices en el diario El país. Es posible que el sujeto se creyera progresista, o de una liberalidad loca, con o sin rulos, con o sin melenas. Pero su comportamiento, como su rostro, macilento, con unas gafas redondas en cuyos cristales se repetía ese círculo glaciar en cuyo centro se enmarcaban sus ojos castaños, su olor a témperas quemadas, sus comentarios vejatorios en dirección al alumnado y su absoluta falta de talento… Todo ese conjunto recordaba ya en ese momento al superhombre del nacional-catolicismo más paupérrimo y provinciano.

En mi memoria guardo su forma de hablar, con su especial manera de remarcar las eses, no estirándolas, como hizo el maestro Dalí, sino engañándolas, como si se arrepintiera de pronunciarlas, lo que le confería una pronunciación de carne putrefacta empaquetada en plástico. Entre sus costumbres habituales se encontraba la de vejar con saña a los que, en teoría, menos sabían, o más se equivocaban. Gracias a este sistema, que también apoyaban el resto de enseñantes, a medida que ascendíamos la montaña de  los cursos aumentaba la distancia entre dos estamentos: los privilegiados siempre pulcros, atentos, capaces de proezas inimaginables para el resto, siempre colmados de parabienes…  y los otros.

En el extremo de los parias se encontraban niños como mi amigo Falcón, un estupendo dibujante que, tal vez, con algo más de apoyo y orientación, hoy sería un gran artista. También recuerdo al famoso alumno que recibió el tortazo que le provocó una voltereta sobre sí mismo  por obra y gracia del profesor Lorenzo. Por desgracia no recuerdo mi memoria ha enterrado el nombre de este compañero, pero no he logrado olvidar que desde tercero de primaria hasta la consumación de los cursos este infante se llevó l una tonelada de bofetadas, miles de castigos, algunos de ellos injustos, así como una idea clara de la posición de paria a ocupar en la sociedad. Estos muchachos del grupo de los otros a menudo poseían talentos increíbles que destacaban por encima de la media: ya fuera en dibujo, en pergeñar chistes, en imaginación, en orientación espacial, en ejercicios gimnásticos… Pero todo esto carecía de importancia a los ojos nublados de nuestros amaestradores. Por otra parte, los mismos profesores no estaban capacitados para reconocer en los demás tales méritos y, menos todavía, para potenciar esas virtudes con vistas a un futuro.

En el colegio asistí a un auténtico terrorismo intelectual donde se etiquetaba a una persona con la misma dejadez que se reparte un papel en una obra teatral que nadie quiere representar. Más tarde comprobé que esa estructura se repite en las empresas y grupos sociales de diversa índole. Esos patrones humanos vuelven una y otra vez en grupos más complejos, por lo tanto, la función principal de la escuela consistía en el aprendizaje del acatamiento de unos esquemas de poder. Es mucho menos molesto soplar la oreja a un niño que a un reivindicador adulto. Desde luego el recomendable libro La escuela moderna (cuya primera edición es de 1912) de Francisco Ferrer Guardia no había pasado ni siquiera por los oídos de mis profesores. Entre sus páginas leo: "Seguiremos atentos los trabajos de los sabios que estudian el niño, y nos apresuraremos a buscar los medios de aplicar sus experiencias a la educación que queremos fundar, en el sentido de una liberación cada vez más completa del individuo. Mas ¿cómo conseguiremos nuestro objeto? Poniendo directamente manos a la obra, favoreciendo la fundación de escuelas nuevas donde en lo posible se establezca este espíritu de libertad que presentimos ha de dominar toda la obra de la educación del porvenir".

En la escuela primaria durante los tres primeros años el profesor y las circunstancias realizaron el reparto de dramatis personae y, después, los alumnos tuvimos que mantenernos con los vicios y defectos que otros nos adjudicaban sin salirnos del papel. En mi caso, como no podía ser de otra forma.  mi papel se introdujo entre los marginados. Lo que, por otra parte, considero un honor, pues aprendí de ellos la decencia de la que carecían los aristócratas de la clase capaces de cualquier bajeza por escalar una décima en la nota impulsados en una carrera frenética hacia la nada. Imagino que los entonces situados en la escala de grandes de la clase sufrirán en la actualidad mil frustraciones, ya que las expectativas que los profesores les ofrecieron durante los años escolares en verdad no existen.

No puedo pasar por alto que junto a los parias, a los que podríamos también denominar marginados, existían auténticos camorristas profesionales que nada tenían en común con los hasta ahora mentados. Estos navajeros no adolescentes, sino infantiles, rara vez pasaban del tercer curso, los profesores les temían y, desde luego, con ellos no se atrevían a realizar ninguna de sus bromas, ni mucho menos a vejarles con saña. Por la época y el contexto de mi colegio conocí a niños, en especial a uno, que pisaron el centro con el comportamiento de un recluso. Ignoro qué medidas se podrían haber adoptado con este alumnno. Pero en nuestro caso nadie se atrevío a toserle, ni siquiera los profesores. La presencia de esta tipología humana hizo que los tres primeros cursos los niños, en masculino, jugaran a lanzarse pedradas unos a otros. Una vez que se eliminó a estas criaturas, ignoro el sistema empleado para tal fin, el fútbol sustituyó a las peleas. En mi caso como detestaba tanto una cosa como la otra, me decanté por iniciar conversaciones prerrománticas con las niñas de mi edad.

De entre los hechos vergonzosos de los que fui testigo uno de ellos destaca por su innecesaria crueldad. Todo comenzó con un simulacro de incendio.  Una vez lanzado el griterío de la sirena los profesores insistieron, una vez más, en la imperiosa obligación de abandonar el aula de forma ordenada y en fila de a uno para descender por las escaleras hasta el patio, donde se nos instaba a formar alrededor de un espacio al aire libre con el suelo pintarrajeado con líneas de fútbol y una portería en ambos extremos. Como era de esperar un alumno se retrasó, o bien se desvió, o no sé muy bien qué ocurrió. Pero, de pronto, el sonido seseante del temor y los cuchicheos comenzaron a elevarse por encima de nuestras cabezas. Nos mirábamos como si esperáramos uno de esos castigos imprevistos que a uno le terminan adjudicando sin motivo. Un grupo  de alumnos, como avispas que atacaran a su presa, alborotaba en la puerta de salida al patio. De entre la marabunta surgió como por encantamiento un muchacho al que un profesor levantaba en el aire cogiéndole por el lóbulo de una oreja. Ante la mirada de todos lo trasladó al centro del campo de fútbol. Allí le hizo hincarse de rodillas, con los brazos en cruz,  e instó a sus compañeros a que castigaran al insurrecto. Tras las palabras de incitación el reo comenzó a recibir de muchos de los alumnos primero burlas, más tarde los salivazos y finalmente piedras lanzadas con mayor o menor éxito. Mientras mis compañeros exteriorizaban su miedo con la humillación del elegido, el grupo de parias de mi clase permanecía inmóvil. Por primera vez tuve pánico de mis semejantes, tan desemejantes, a mi juicio, de  lo que deberían ser.

En ese hormiguero cayó como miel sobre hojuelas don Isaías. Llegado para convertirse con el tiempo en director del centro, antes en jefe de estudios y, en especial, en santo y seña de las buenas prácticas docentes. Durante el último curso de primaria acosado por las melancolías innatas a mi ser, las generosas contribuciones del profesorado y otros asuntos de los que me ocuparé más tarde,  me decante por el acabamiento de mi persona. Tras el intento fallido pasé una semana en coma y un tiempo ingresado en el hospital infantil. Entre tanto los rumores recorrieron mi colegio. No sé si impulsado por la curiosidad, o por la maledicencia, don Isaías se presentó un día ante mi madre para preguntarle si era verdad que me había muerto.

Crónicas de un convaleciente crónico, (X)

Crónicas de un convaleciente crónico, (X)

A pesar de su manifiesta altivez  don José tenía un punto débil. Y fue durante el segundo año de su magistratura cuando la clase atisbó su flaqueza. Mientras las campanillas del sopormasajeaban la pituitaria de los alumnos, de improviso, como una cosa dicha de perfil y con desgana, la boca de don José exhaló la siguiente afirmación: “Yo lo que soy es un especialista en alimentación”. Aquellas palabras, que ahora me habrían llevado al agotamiento físico por el abuso de la carcajada, en ese instante procuraron la hendidura por la que introducirse tras las líneas enemigas sin misericordia. Como una hoja cubrió el talón de Aquiles y  una zona de la espalda de Sigfrido, mientras éste se bañaba en la sangre de dragón, así don José, con un soplido inocente, barrió el pámpano y nos regaló una diana monumental.  Un servidor, en su candidez, apenas se percató de la importancia del comentario. Por fortuna, en mi clase hubo quien sí entrevió los hilillos dorados del filón.

Una tarde cálida de primavera, durante la última hora de un viernes, sin saber cómo, don José lanzaba sobre el alumnado presente una conferencia cabal sobre la sopa: su mal uso, cómo formular la receta exacta para que los complejos vitamínicos alcancen los apropiados beneficios para el organismo y, por encima de todo, sobre las advertencias que, en torno a  la sopa, los presentes debíamos aclarar, por imperativo de consanguineidad  a nuestras madres.

Una vez introducido el ratón en la jaula nos restaba no dejarle escapar, pues todos sabíamos que el roedor podía transformarse en león con rapidez y, sin duda,  preferíamos ser gatos con botas a niños, literalmente, empujados por la bota de don José. Aunque no recuerdo la proporción exacta, puedo afirmar que, a partir de ese día,  el 60% de las clases tuvieron a la nutrición como protagonista; sin duda una magnífica materia si tenemos en cuenta que no entraba en el programa y que, por supuesto, jamás se incluiría ninguno de los detalles expuestos en en un examen. Sobre los temas tratados no recuerdo ni una coma, con excepción de la serenidad que le proporcionaba  a uno el saberse a salvo, con la bestia encerrada tras barrotes invisibles.

En el último curso de primaria don José se ocupó de las matemáticas. En ese momento su porte adquirió una seriedad de sicario. Como si pretendiera fusilarnos nos llamaba uno a uno, nos enfrentaba a la pizarra desnuda, nosotros nos enfrentábamos al ogro con una tiza asida como si la vida se nos fuera por los dedos. Don José lanzaba una ecuación de segundo grado. Luego esperaba en recogido silencio. El alumno se removía con indecisión frente a la incognita, como si bailara el vals de la muerte. A continuación, la víctima podía lanzarse a la resolución del problema y triunfar, o bien, ya sea por miedo o por ignorancia, quedarse inmóvil, abrumado por las circunstancias. Entonces  don José saltaba de la silla, ya mencioné que era de estatura menuda, bailaba alrededor del alumno, levantaba una pierna y dejaba la otra suspendida en el aire y farfullaba con su voz grave: “Blanca y radiante va la noviaaaa”. Era muy importante dentro de la ceremonia que la letra a se alargara como preludio del drama. Finalizado el primer verso el profesor escudriñaba los signos de la pizarra. Y luego, el tenor continuaba: “Le sigue detrás su novio amanteeee” Justo en el instante en que la e  se entremetía en el tímpano del alumno, el pie de don José se estrellaba contra la nalga de su víctima, la cual, a su vez, por la inercia del puntapié, colisionaba contra el encerado. Entonces sólo cabían dos posibilidades: o bien el alumno resolvía el problema sumido en un trance dionisíaco, o  el desastre alcanzaba su máxima expresión y tras varios sopapos o patadas, el alumno derrotado regresaba a su puesto denigrado, pero, al menos, con la tranquilidad del soldado herido en combate que vuelve a su casa con un permiso de varios días.

Al principio había una pizarra enfrente de nosotros. Una mañana nos encontramos con toda una hilera de pizarras que cubrían la pared derecha del aula. De ese modo, don José podía presentar ante el encerado a varios alumnos, revisar múltiples ejercicios y realizar una gira de patadas en las nalgas al ritmo de su melodía infernal.

Como existió un día feliz de primavera, también hubo  un día siniestro de invierno. Fue  un viernes durante la última hora de clase. Ese día don José, con una media luz que le eclipsaba medio rostro, afirmó con los ojos hinchados y perdidos en un lugar indeterminado del tiempo: “Esas cosas modernas de la pedagogía no son más que tonterías. Ahora no se lleva pero el lema ‘La letra con sangre entra’ siempre ha sido funcionado. Lo demás son tonterías. Pero esa  sí que es una gran verdad”. Un silencio siberiano se apoderó del aula. Los alumnos le dábamos la razón impulsados por una voluntad superior a nosotros, mientras un sentimiento de capitulación nos encogía tras las trincheras de nuestras mesas. En ese momento recordé la historia de mi abuelo sobre don José y sus intentos infructuosos por dispararle durante una batalla. Incluso me figuré a don José con un fusil y le vi recortando la sombra de un prisionero antes de mandarlo a la otra vida. Y me pareció escuchar las bombas, las granadas, los aullidos de los heridos, los gemidos y el olor de la sangre enturbiándolo todo.

En cuanto mi abuelo se aseguró de la identidad de don José: ese muchacho de Belchite que se puso a dispararle en medio de una batalla; más tarde, profesor en el mismo pueblo y cuyo prestigio descansaba sobre las leyendas de las torturas a las que sometía a sus alumnos, no esperó ni una hora para presentarse en el colegio. A partir de ese día un servidor percibió algunos cambios en las hechura de don José. Dentro de las modificaciones que uno mismo realizaba sobre el programa de estudios oficial,  ese año un servidor proyectaba no aprenderse las valencias de los elementos químicos. Y, aunque don José se pasó dos meses preguntando todos los días por las dichosas valencias a toda la clase, ignoro si por obra y gracia de mi abuelo, o de un verdadero milagro, el caso es que mi nombre desaparecía siempre de la lista con el movimiento de un caballo de ajedrez. Este detalle me lo tomaba como un pequeño triunfo, no sobre don José, sino sobre el sistema entero. Y aunque ahora no comprendo el motivo de mi cabezonería, al recordarlo no puedo reprimir cierta satisfacción ante tan dudoso éxito.

Crónicas de un convaleciente crónico, (IX)

Crónicas de un convaleciente crónico, (IX)

Sería injusto proseguir con el censo de mis profesores de primaria sin dedicarle unas líneas a Don José, un hombre de pequeña estatura y mal carácter, director del centro durante varios años, con la inexplicable capacidad de atemorizar a padres y alumnos con idéntica intensidad. Mis abuelos maternos, –advierto al lector que, a partir de ahora, me referiré a ellos simplemente como mis abuelos–, por intermediación de unos amigos supieron descifrar la naturaleza delsujeto. Durante la Guerra Civil Española Don José había destacado en el lado nacional como joven ideólogo y entusiasta disparador. Según palabras de mi abuelo, en cierta ocasión combatieron frente a frente y “el muy idiota disparaba a matar, ¡hace falta ser burro”. Esta particularidad de don José le granjeó la enemistad de mi abuelo de por vida. Por tanto, cuando el pistolero apareció de nuevo en la vida de mi abuelo y, encima, como profesor de su nieto, la alarma cundió en mi entorno.

Una vez terminada la guerra don José fue profesor en su pueblo, en Belchite, donde se ganó el cariño de los alumnos gracias a la siembra de sopapos que repartía con generosidad. Esa técnica, unida a la patada en las nalgas, la siguió empleando como método de enseñanza, como mínimo, hasta que un servidor abandonó el colegio.

Parece ser que don José un día se excedió en su buen hacer y fue expulsado de Belchite,  o bien las autoridades ministeriales le invitaron a cambiar de centro. Por culpa de esa atracción inexplicable, que mi colegio ejercía sobre los sujetos con determinadas aptitudes didácticas, don José aterrizó en mi centro.

La tortura estaba bien trazada. No puedo negarlo. Durante varios años rondaba sobre las cabezas de los alumnos, como lo haría un buitre alrededor de una presa moribunda, la sombra de este personaje. Una vez que el niño alcanza el grado de sexto de EGB, Don José se materializaba, tal como lo haría un fantasma que, de pronto, tomara forma durante la noche ante los ojos de un indefenso infante.

El contacto directo con Don José se prolongaba durante tres años, los últimos de primaría. Sus dominios se extendían, en especial, sobre la enigmática materia denominada pretecnología, donde, en la práctica, los alumnos acometían aquellos trabajos manuales que al profesor le interesaban. En el caso específico de don José también nos impartió las asignaturas de naturaleza y física.

Desde mi primer paso en ese centro el aula de pretecnología despertó mis temores. Era como la cueva del ogro, el lugar donde el oso se frotaba la espalda contra los salientes de piedra en espera de su nueva presa. La asignatura se impartía en un cuarto con el tamaño de dos o tres clases, con dos mesas enormes situadas en paralelo, como si se en ellas se preparara un banquete mefistofélico. Como remate decorativo las paredes mostraban con ostentación a unos joteros carbonizados sobre un panel. Esa técnica la desempeñé en uno de los cursos, pero no recuerdo su nombre o, quizá, no desee hacerlo… Más tarde supe que las dudosas obras de arte eran fruto del puño del propio don José y, desde entonces, no he podido ver a un hombre vestido de jotero sin que, en secreto, en mí se despierte el deseo reprimido de agredirle.

Entre las diversas manualidades recuerdo con especial deleite las clases de papiroflexia. De inmediato, tras escuchar ese nombre, beligerante para mis oídos, se despertó en mí el resorte de la animadversión. Más tarde el profesor nos explicó, como siempre hacía, explayándose tanto en detalles técnicos como en asuntos personales, que a los alumnos nos traían sin cuidado, la historia de la papiroflexia y la nobleza que atesoraba bajo sus pliegues. Debo reconocer que tras esa charla mi ánimo cambió por completo. Ya no se trataba de repulsión sino de un asco y de una repugnancia intolerable hacia la materia que nos proponía el profesor. La simple idea de someterme a darle vueltas a un papelito con el fin de obtener figuras me producía unos escalofríos que me electrizaban el cuerpo.

A pesar de mi empeño no conseguí ni una mísera pajarita de papel. Ocurrió lo de costumbre: cuando algo no me interesa ni bajo pena de muerte soy capaz de asimilar las bases del asunto.

Por desgracia llegó el día del examen. Los alumnos comparecíamos frente a don José con unos folios. Él miraba hacia el infinito con la mirada extraviada y, no sé si por mi hostilidad, o realmente por su propio ensimismamiento, se me antojaba que Don José contemplaba el horizonte con ojos bizqueantes. Don José al fin pronunciaba un nombre y la víctima introducía sus manos de inmediato en los secretos del papel hasta ejecutar la figura. Cuando llegó mi turno mi cuerpo parecía una sopa instantánea. Las manos me sudaban de tal manera que apenas lograba asir las cuartillas. Don José pronunció una figura. Por causa de mi nerviosismo ni siquiera escuché el nombre. Pero mis manos se lanzaron sobre el papel y comenzaron a plegar y deshacer, desde un extremo a otro, pasando por la arruga sobre la arruga. Terminado el tiempo previsto para mi exhibición deposité sobre la mesa del profesor mi producto: algo inclasificable que, o bien podría ser un animal todavía desconocido por los biólogos, o una masa esponjiforme del espacio exterior. Don José respiró con esa hondura que preludiaba la tragedia. Luego me pidió otro animal. La aventura la daba por perdida, pero me preocupaba más el desenlace, es decir, la intensidad del golpe de mano y el lugar donde se alojaría  la bravuconería de mi profesor. Este segundo intento creo que superó al primero en su apariencia incomprensible. Entonces, tras una arenga de gritos que me parecieron rugidos de león, la mano abierta de don José fue a tropezarse, casi sin querer, como si se tratara de un descuido, sobre mi cara. Por aquel entonces ya portaba gafas y tal vez porque ellas adivinaron el peligro o por el ímpetu del coche, el caso es que las gafas volaron como un ave hermoso de corta vida. A continuación el educador  abandonó el aula con bufidos de minotauro. En ese momento comencé a llorar como si todos los grifos del colegio se hubieran abierto de pronto de un golpe. Entonces recibí la primera y más emocionante prueba de afecto de mi vida. Cada uno de mis compañeros, sin mediar palabra, realizó con habilidosas manos una figura de las muchas que pretendía obtener de mi torpeza el profesor. De vuelta al aula, Don José se encontró con el color púrpura de mi rostro y con las figuras finamente terminadas a mi alrededor

 

Crónicas de un convaleciente crónico, (VIII)

Crónicas de un convaleciente crónico, (VIII)

Mis relaciones con el gremio de los profesores y, en general, con cualquier forma de autoridad han sido y son complejas. Sobre el respecto poseo ciertas ideas algo heterodoxas, aunque sin llegar al extremo del escéptico Sexto Empírico (160-210 a.C.) quien en su libro Contra los profesores afirma:"…si algo es enseñado, o bien es algo técnico o bien no técnico. Y si no es técnico no es enseñable, pero si es algo técnico, o bien es algo evidente por sí mismo y por tanto no es susceptible de técnica ni de enseñanza, o bien es algo no evidente y entonces tampoco es enseñable, en virtud de su carácter no evidente".
Antes de continuar por tales caminos de baches y barrancos quisiera puntualizar algunos aspectos para mí de importancia capital.

En mi opinión un maestro implica unas connotaciones que lo diferencian de un profesor. El profesor, según indicó en el transcurso de una clase Ramón Acín, “tiene por misión amputar las alas del alumno y doblegarlo a los caprichos de la sociedad”. Un maestro es algo muy distinto, si bien, en el lenguaje cotidiano, no se realiza tal diferenciación. En mi vida, como todo ser humano que se precie, he tenido varios maestros, no siempre dentro de la enseñanza reglada: Antonio Fernández Molina, Fernando Arrabal, mi padre José Luis Melgares. De ellos he aprendido arte, literatura, historia, vida… En la enseñanza convencional abundaron los profesores, si bien, por suerte, tuve algunos maestros como  María Ángeles Azagra, a la que le debo, para bien o para mal, mi empuje literario, la señorita Mercedes ya citada, Benito Hernández, que creyó en mis posibilidades cuando mi entorno me desahuciaba, ¡precisamente por mis inclinaciones artísticas!, y algunos otros… No creo que sea precisa una lista pormenorizada. Por otra parte, en mi opinión, pueden darse en el ámbito de la enseñanza las condiciones y los recursos precisos para que un individuo se forme como adulto integrado en la sociedad y feliz, estoy casi seguro de ello, como también lo estoy de que en mi caso no fue así, ni creo que, en la actualidad, pueda conseguirlo un ser humano con una mínima vocación fuera de la estrictamente convencional.

Dicho todo esto añado que, en el presente, todavía me despierto de noche en noche con pesadillas muy desagradables que les debo tanto a los profesores de mi enseñanza primaria como a los del bachillerato. No me considero especial, en ningún sentido, por tanto en algo fallé, en algo ellos erraron, cuando a mi edad todavía me asaltan tales terrores nocturnos.

Con excepción de la señorita Mercedes, el resto de personal que se ocupó de mi formación básica sólo puedo denominarlo como nefasto. Del segundo curso apenas recuerdo otra cosa que el miedo. En el tercero fue mejor. Recuerdo el miedo y una bofetada que me dejó marcados en la cara cinco dedos como cinco castillos. Mi madre, a la que le debo no haber sido tratado como el pelele de la pintura de Goya, acudió a pedir explicaciones a la abofeteadora  y recibió la siguiente respuesta: “Le pegué porque es  tan callado que a veces no advierto su presencia”. En efecto, mentiría si dijera lo contrario, mi tozudez infantil en no ser aceptado en ese lugar al que consideraba indigno de mí,  en verdad era muy soberbio para mi edad, la manifestaba con una indolencia y una pasividad que desarmaban al más pintado. En cierta ocasión un profesor de francés levantó en volandas mi mesa y la lanzó a  un extremo de la clase. Todo porque no pronunciaba bien no sé qué palabra. A ese mismo enseñante de nombre Lorenzo, al que apodábamos “el baboso” por los proyectiles que acompañaban a sus pláticas, le vi propinar a un compañero una bofetada de tal calibre, que el muchacho dio una voltereta en el aire y cayó de espaldas sobre la mesa. ¡Comprendí entonces que semejantes proezas requerían de varios años de carrera! Aún hoy ignoro cómo lograr ese efecto en un oponente. Según se rumoreaba a este individuo lo habían expulsado de un centro anterior porque había reventado el oído de un sopapo a un alumno. Y nos lo trajeron al nuestro. Nunca supe si era verdad la leyenda. También nos ofrecía clases de dibujo en las que nos mostraba una “purísima” que dibujó al carboncillo  a su novia, después esposa y madre de sus hijos. Sus clases de dibujo lineal fueron auténticas torturas. A sus alumnos nos habrían debido convalidar con algún tipo de medalla al mérito civil. Lorenzo, al que, si me lo permiten, denominaré como El magnífico, también nos ilustró con sus teorías, más que conocimientos, sobre una de las pocas asignaturas que me interesaba: la historia. Por su boca supimos que en la revolución rusa los blancos o mencheviques eran los buenos y los rojos o bolcheviques los malos, así como que durante el antiguo régimen España era una monarquía, o que Hitler era una excelente persona y un gran artista. Como verá el lector, a este sujeto no le faltaba disciplina sobre la que pudiera expresarse libremente. Sus clases magistrales las recuerdo con hilaridad. No es preciso puntualizar que lo narrado sucedía en la década de los años ochenta del pasado siglo.

Por entonces el Ministerio no se cansaba de proponerles retos a los profesores de mi colegio. El primero fue la creación de la asignatura de ética, de la que hablaré más adelante, el segundo la clase de música. Aferró la vara de mando de esta disciplina “el gran Lorenzo” y nos torturó con la discografía completa de Luis Cobos en su vertiente "La Zarzuela". Al parecer las convulsiones de algunos alumnos le hicieron desistir de ese camino. A partir de entonces la hora de música se redujo a tiempo de estudio con música de fondo. En una ocasión Lorenzo nos pidió que trajéramos música clásica de nuestras casas. En mi caso le llevé una cinta que me había comprado recientemente con las sinfonías 40 y 41 de Wolfgang Amadeus Mozart, que, en la tranquilidad de mi hogar y sin instrucción musical, escuchaba sin descanso para penetrar en los misterios de ese tipo de música para mí todavía entonces enigmático. En mitad de la sinfonía 40 el magnífico Lorenzo quitó la cinta y manifestó: “Con esto nos vamos a dormir todos. Mejor ponemos unos valses que son más bonitos”.

Antes del melómano Lorenzo arribó a nuestras vidas otro personaje: el gran Santiago. Un profesor que, a mis ojos, medía unos tres metros, es decir, todo un gigante.  Con sus buenas maneras nos tuvo acobardados durante tres o cuatro años de colegio. Algo, sin duda, por lo que deberá sentirse satisfecho de sí mismo tras sus años en la enseñanza.

Este gigante no sólo lanzaba unos sopapos monumentales, lo digo por el tamaño de sus manos, sino que también se burlaba del alumno agredido si un familiar acudía a pedirle explicaciones de ese extraño impulso que le desbocaba la mano contra una cara infantil. Mi madre, preocupada por mi aversión al colegio, acudía a ciertas tutorías con la esperanza de resolver ese arcano que tanto la preocupaba. En el caso del gigante tuvo que amenazarle con darle una patada en sus partes nobles si volvía a ponerme las manoplas encima. El gran Santiago, poco dado a ese tiempo de encuentros, se vengó de mí dejando que mis compañeros me lanzaran durante el tiempo cronometrado de un recreo una pelota de fútbol a la cabeza. Mientras mi cráneo vibraba como un xilófono magníficamente masajeado, el gran Santiago intercambiaba codazos con otro profesor en tanto ambos reían sin disimulo.