Blogia
Raúl Herrero

Crónicas de un convaleciente crónico

Crónicas de un convaleciente crónico,(XXIII)

Crónicas de un convaleciente crónico,(XXIII)

7. La fortuna de los vencidos

A una hora próxima a las luces de la madrugada, en el día de la víspera de la festividad de El Pilar de 1957, sonó al timbre en casa de mis abuelos, dos mujeres. Se trataba de dos hermanas, amigas de una prima de mi abuela, enfermera en Madrid, que les había proporcionado las señas de la casa por si no encontraban alojamiento durante su visita a  la ciudad de Zaragoza con motivo de las fiestas ya citadas. Las acompañaba un hombre de estatura que tendía a la baja. Mi abuela separó de su lecho a mi abuelo, que durmió en el suelo durante los días de la visita, y tras cambiar las sábanas ambas hermanas fueron instaladas en ese cuarto como refugiadas del furor turístico de las fiestas mayores de la ciudad.

El hombre que las acompañaba, su hermano, más tarde supieron mis abuelos y mis tíos-abuelos que era un tal Carlos Sánchez de Rojas y Romeo, a la sazón Coronel Capellán Castrense de la 5ª región militar.

Tras ese primer encuentro que se prolongó durante los días que las hermanas del Coronel Castrense pasaron en Zaragoza nació, por uno de esos misterios inexplicables de la raza humana, una familiaridad que rozaba la sanguineidad.

Mi abuela, de forma desinteresada y como si de un pariente se tratara, se brindo a limpiarle a don Carlos, como le llamaban en mi casa, la ropa y a planchársela.

El capellán cenaba una vez por semana, con preferencia los miércoles, en la cocina de mis abuelos. Mi tío-abuelo Manuel le dijo en una declaración de absoluta confianza con don Carlos: “Si usted quiere bendecir la mesa hágalo, pero disculpe que no le acompañemos, puesto que somos anarquistas y nuestros ideales no encajan con ese rito”. A lo que la máxima autoridad eclesiástica-militar de la ciudad, encargado de saludar al entonces jefe de estado Francisco Franco cuando visitaba la ciudad, respondió: “No me importa. Además yo pasé la guerra en Madrid, en zona roja y no puede decir que conmigo se portaran mal”. Así durante las múltiples cenas que compartieron el sacerdote bendecía la mesa y se santiguaba acompañado por el silencio y el gesto imperturbable del resto de comensales.

Así el destino unió a lo que podríamos denominar puntas del iceberg de la España enfrentada en la Guerra Civil: mi familia anarcosindicalista y un Coronel Capellán Castrense. Si, como era costumbre, la policía hubiera visitado a mis abuelos en uno de los días previos al paso de una alta autoridad del régimen por la ciudad, para comprobar la documentación y que no se preparaba ningún atentado, ¿qué hubiera ocurrido al encontrarse en casa de unos supuestos “rebeldes” con don Carlos? La escena de por sí daría para un sainete, para un buen sainete, pero no tengo noticias de que tal encuentro se produjera.

Llegada la edad en que mi madre debía tomar la comunión don Carlos le comentó que consultara en su colegio María Auxiliadora, de las monjas salesianas, si ellas permitían que un “curica”, según su expresión, amigo de la familia fuera el que realizara la Eucaristía de ese día y celebrara el Sacramento. Mi madre lo consultó y se le negaron tal posibilidad de manera tajante pero, tras presentar la tarjeta del Coronel Capellán Castrense de manera milagrosa las hermanas mudaron su parecer y permitieron de muy buen grado que fuera don Carlos el que le diera la comunión a mi madre. De paso se tomó la determinación de darle la comunión y el bautismo de un tirón a mi tío, con trece años.

A menudo mi madre acompañaba a don Carlos en algunos de sus quehaceres, así ambos se paseaban por las altas instancias del ejército de la época en Zaragoza donde, según recuerda mi  madre, se contaban a menudo chistes sobre Franco y se vivía cada visita del jefe de Estado como un suplicio, tanto por lo mixtificador de su carácter como por lo engorroso de la situación.

Mis abuelos incluso llegaron a visitar en Madrid el piso de las hermanas y la madre de don Carlos durante unas breves vacaciones.

A principios de los años 60 mis abuelos, que no habían pasado por el obligatorio rito de la boda eclesiástica, para soliviantar los impedimentos legales que el régimen imponía  a los hijos de soltera contrajeron nupcias en  Zaragoza, en la Iglesia de Santa Engracia, en una ceremonia oficiada por su amigo don CarlosSánchez de Rojas. Mi madre tenía por entonces unos ocho años y mi tío quince.

En las tertulias que seguían a las cenas de hermandad entre don Carlos y mis abuelos se debatía con una libertad de política, de  la guerra, de las experiencias de los presentes en la misma y, hasta en cierta ocasión, invitó don Carlos a mis abuelos a una audiencia en Zaragoza durante una visita de Franco. A lo que al parecer respondió mi abuelo: “Si es para ponerle una bomba…”. Lo que hizo que don Carlos estallara en una sincera carcajada.

Encuentro en mis visitas por Internet encuentro para mi sorpresa una autobiografía de Eliseo Remolar Villalba, un camarada de mis abuelos y de mi tios abuelosAntonio Malo y Manuel Rasal, incluso familiar de éste último. En esas páginas  bajo el título de Sólo unas preguntas (Memorias de un combatiente) encuentro la siguiente narración que incluyo literalmente(1), si bien difiere algo en lo que me ha sido relatado por mi entorno familiar, lo considero un testimonio de primer orden porque añade el punto de visto de una tercera persona, así como por otras referencias que se realizan en la obra tanto a la casa de mis abuelos como a mis familiares:

 

Dos mujeres, buscando posada, fueron a parar a un piso de S. José donde vivían unos  anarquistas, eran altas horas de la noche y no era cuestión que aquellas mujeres siguieran su búsqueda por lo que decidieron alojarlas. Al día siguiente, después de desayunar quisieron pagar su estancia y los anarquistas que las recogieron  les dijeron que no lo habían hecho por negocio, que no tenían que pagar nada. Las señoras muy agradecidas se marcharon y dijeron que ya tendrían noticias de ellas.

 

Meses mas tarde llegó a esa vivienda un cura de sotana (entonces no se estilaba  la ropa de paisano) preguntando por los anarquistas que le abrieron la puerta pero sin hacerlo pasar. Se identificó el cura como hermano de una de aquellas  señoras y se ofreció para lo  que fuese necesario. Ni caso le hicieron.

 

Pasó algún tiempo mas (el que la persigue la mata)  el cura a fuerza de hacer visi-tas consiguió introducirse en aquella casa. Resultó ser  el Teniente Coronel, en funciones de coronel, Vicario Castrense de la 5º Zona D. Carlos Sánchez de Rojas.  Mas tarde y sobre todo en cuaresma era un invitado semanal, especialmente en los días de vigilia que no hay que decir que por la ideología de aquella casa no se guardaba.

 

Allí conocí a D. Carlos, hombre campechano, dicharachero y aparentemente bastante tolerante. Al verlo se acordaba uno de las famosas palabras del Papa León X "que bien vivimos a costa de la historia de Cristo". Sin embargo luego tuvimos ocasión de conocerlo mejor e incluso de tratar a sus hermanas. Era un hombre honesto y bondadoso, era de derechas, naturalmente , pero de una derecha civilizada.

 

Sin embargo tenía su historia,

 

Un día hablándole cura  de sus andanzas durante la guerra por Madrid le comentó algo a Antonio Malo que hizo que este le dijera

--Entonces usted es el famoso

Padre Cuervo

- Durante la guerra fue uno de los máximos responsables del aparato del General Franco en el Madrid republicano, uno de los jefes de la de la Quinta Columna.

 

--- ¿Cómo sabes tu eso?

--- Mire, D. Carlos, yo también hice algunos trabajos de información para la República y entre colegas.... –ambos se echaron a reír con el asombro de los presentes

 

Nuestras relaciones con él estuvieron siempre dentro de la máxima cortesía y sin hipocresía por ninguna parte.

 

 

 (1) Los interesados encontrarán el texto completo en edición digital, prólogo y notas de Eliseo Remolar Pérez en el siguiente enlace: http://es.scribd.com/doc/45917516/Remolar-E-Solo-Unas-Preguntas

Crónicas de un convaleciente crónico, (XXII)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XXII)

A los seis meses de la separación el padre perdido y desoído en el templo regresó a casa. En mis carnes se abrió la decepción y  el temor, con temblor. Si bien el naufrago devuelto a la orilla durante los primeros días disimuló su auténtica naturaleza, pronto volvió a la rutina.

El momento crucial aconteció durante una comida de verano. Mientras mareaba con mi cuchara un plato de legumbres hacía participe al repatriado de algunos de mis problemas y circunstancias del momento. El, según su costumbre, permanecía impasible con los ojos introducidos en las visiones del televisor. Tan sólo se giró hacía mí para preguntarme si me “gustaba el plato”, para continuar advirtiéndome sobre mi situación gastronómica,  con su por entonces ya tópica frase: “O te lo terminas pronto o te lanzaré por la ventana”.

Primero me sorprendió que la vecindad a coro no repitiera al unísono tal sonsonete mil veces repetido entre esas mismas paredes. Luego me pareció haberme introducido en un túnel temporal que me había hecho retroceder en mi vida al menos un año. ¿Esto es lo que de nuevo me espera ad infinitud?, me pregunté con aprensión.

Mi madre, contrariada por la postura adoptada por el macho dominante, que ya llevaba unos meses de vuelta con su personalidad en plena efervescencia, me quitó el plato, luego tomó el suyo de la mesa y vertió el contenido por el fregadero. De inmediato pasó a su cuarto y comenzó a hacerle las maletas.

El que se dice mi padre se descompuso.  Con su pijama corto de verano, sus piernas centrifugadas con mil punzadas de costurera, su rostro circunspecto que miraba ora a las alturas ora a nosotros, con esa expresión ausente que poseen las cabezas de algunos santos en determinadas tallas, realizaba danzas sufí alrededor de su propio ensimismamiento. Intentó las disculpas, las lágrimas y las escenas más aclamadas por crítica y público donde jugaba a ora soy Dr. Jekyll  ora soy Mr. Hide. Pero si uno asiste demasiadas veces a un espectáculo de magia termina la capacidad de sorpresa termina resentida.

Me levanté con cierta calma de  a silla, aparté la mesa, me aproximé al sujeto y le sugerí un cambio en los personajes, a partir de ahora ante uno de sus agravios yo sería el que le remitiría por la ventana para que él planeara por los cielos, y comprobar si de este modo remitía  su obsesión por el gozo de volar.

Ese día abandonó el hogar el que se decía mi padre y se constituyo mi casa en un territorio libre.

Por las cuestiones propias de las separaciones me vi con el que se denomina mi padre durante un año más o menos, los sábados por la tarde. Él me invitaba a comer, me pedía abundantes licores e intentaba que le relatara todo lo posible sobre mi madre y su entorno, lo que yo procuraba evitar con la destreza del torero que escapa de la cornamenta del toro bruñido.

Dos fueron las principales sesiones antes de mi ruptura definitiva. La primera tuvo lugar en su nuevo domicilio, donde proyectó un concierto de Frank Sinatra mientras me servía licores varios, todo esto sazonado por insultos proferidos contra mi madre y su familia. Ese día a punto estuve de creerme San Jorge y de atajar al dragón con una buena estocada, pero las lágrimas fueron más fuertes que la espada.

La segunda ocasión sin duda debe tenerse por la de más renombre. El sujeto aprovechó que mi madre se encontraba con mis tíos de vacaciones para pedirme un vaso de agua en mi casa. Entonces ya sospeché alguna treta, pero era tal la vergüenza ajena que la situación me procuraba, que le permití el acceso a casa. Una vez allí, mientras me encaminaba a la cocina para llevarle el vaso de agua, él se introdujo deprisa en el cuarto de mi madre. A pesar de mi premura una vez llegué a la habitación con vaso, él se introducía bajo la camisa unos documentos. No tuve la entereza de arrebatárselos, ni de reprocharle nada.

Una vez mi madre volvió de vacaciones comprobó que las escrituras de propiedad del domicilio habían desaparecido. Por tanto fue necesario que ella acometiera los insufribles trámites burocráticos para obtener de nuevo la escritura.

Estaba claro que el sujeto en muchas ocasiones obraba, no tanto para su beneficio, sino con el propósito de ocasionar un trastorno. El mal  por el mal.

Así desde tales sucesos me negué a encontrarme con el hombre que dice ser mi padre.

Nos dejó un último recuerdo del que ni siquiera él tiene conciencia. Cuando yo era niño se presentó con un cachorro de pastor alsaciano al que él quería llamar Trostky, pero que,  al ser hembra y por algún ignoto giro del destino, se terminó llamando Tosca, como la célebre ópera de Puccini.

Ese animal me acompañó durante mi infancia y juventud, todavía muchos de mis amigos y algunos clientes de la tienda de mi madre lo recuerdan con cariño por su simpatía y gracia.

Todos los domingos, en la hora vespertina, nos reunimos mi madre, el personaje y yo para pasear con el animal por un parque cercano. Si el que se denominaba mi padre encontraba un resto del animal, pues al pasar tantas horas encerrado a veces destrozaba alguna caja de la estantería, entonces el sujeto obligaba a Tosca a tumbarse en el suelo y luego, con el palo de una escoba o fregona, le golpeaba en la espalda. Los aullidos y llantos del animal sonaban tan desgarradores que me tapaba los oídos con las manos. De nada valía que le pidiéramos, mi madre y  yo, que dejara de golpear al animal, ni nuestra insistencia ni nuestra exigencia, a veces, durante la afrenta el mango de la escoba o la fregona se partía en dos mitades.

Años más tarde, tras la liberación, Tosca tropezó y se calló por las escaleras que subían de la primera planta a la segunda del negocio de mi madre. El veterinario comprobó su estado y descubrió que el animal  tenía varías lesiones en la espalda y que, al caer, se una de esas viejas lesiones se había convertido en la ruptura de parte de la médula espinal. Por tanto, Tosca vivió inmóvil, primero arrastrando las patas traseras, luego también las delanteras, con  la cabeza como único guía, ayudada en todo por mi madre hasta que, al fin, el veterinario nos sugirió que la sacrificáramos porque su estado degenerativo resultaba imposible de sobrellevar al propio animal.

Un servidor no asistió a la eutanasia. Pero ese cadáver que jamás vi, ese cadáver que en muchos aspectos es y fue el de mi infancia, en mi memoria luce como el último recuerdo que me dejo el hombre que se decía mi padre.

Y al hilo de mis recuerdos Pascual acude: “Sólo existen dos clases de hombres: Los unos, justos que se creen pecadores; los otros , pecadores que se creen justos”.(1)

 

 

 (1) Pensamientos, Blaise Pascal, Edición y traducción de Mario Parajón, Cátedra Letras Universales, Madrid, 2008, 562, pág. 242

 

 

Crónicas de un convaleciente crónico, (XXI)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XXI)

Como el lector podrá figurarse la situación se degradó con los años. Recuerdo que, un día, a la hora de comer la televisión no funcionaba. Mientras el que se denomina mi padre movía el cable de la antena con llevado por una convulsión propia del baile de San Vito el niño que entonces yo era comía una ensalada. De pronto él dejó su afanosa tarea, se volvió hacía mí y me giró la cara con un certero guantazo. “Eso para que sigas haciendo ruido mientras comes”. Desde que puedo recordar he tenido la gracia de alimentarme con la boca cerrada, incluso mientras mamaba del pecho de mi madre, por tanto, miré a mi plato y me pregunté cómo seguir degustando la ensalada sin hacer ruido. Las hojas crujientes insistían en realizar unos sonidos que el que se llama mi padre debía considerar de distracción en su honorable cometido. Por fortuna llegó mi madre y no hubo más golpes, sólo miradas de desaprobación.

Esa fue una de las ocasiones que mi madre me libró de una insensata situación provocada por el energúmeno al que me refiero. Estoy seguro que existieron muchas más de las que no supe gracias a su discreción.

Con dieciséis años mis padres decidieron tramitar la separación. En una conversación en la puerta de casa el que se llama mi padre confirmó a mi madre que si ésta le concedía dos millones de pesetas le regalaba a su hijo. Mi madre, con un puesto de confección, con el que me había sacado adelante a mí y durante años había mantenido al sujeto en cuestión, ese dinero representaba una suma nada despreciable. Finalmente lo consiguió pero deshilvanarse de la influencia del personaje no fue sencillo.

Antes de la separación, una mañana, nos encontrábamos los tres en la tienda de mi madre. Ella salió a realizar algún recado. Entonces él me dijo algo que no recuerdo. Puede ser que fuera porque empezaba a llevar el pelo algo mayor de lo normal, o que se refiere a alguna cosa que no era cierto, en cualquier caso, con prudencia le desmentí o repliqué la observación. Entonces él tomó el cigarrillo que sujetaba con los labios y me atrapó una de las manos. Me quemó con alevosía y conocimiento en uno de mis dedos. Aquella acción inesperada me dejó sin aliento. Entonces pensé por vez primera que mis temores eran ciertos no sólo el que se llama mi padre guardaba una personalidad violenta y desquiciada sino que desde el punto de vista psíquico  era merecedor de ser tratada con las más arcaicas formas de tratamiento: los electrodos, la reclusión en una jaula menor que su cuerpo, el bozal, en fin, esos remedios bárbaros que precedieron a la psiquiatría y al tratamiento de las enfermedades mentales.

Mi madre regresó y le expliqué delante del agresor lo ocurrido. Él negó de manera categórica lo sucedido. Mi madre se quedó perpleja. Lo que no le reprocho porque incluso a mí que me acababa de suceder me resultaba inverosímil. Ella volvió a marcharse porque le quedaba algo por comprar, probablemente para la comida de ese mismo día. Entonces el fumador me llevó detrás del mostrador de un empujón y me propinó una fuerte patada en el estómago. Me retorcí en el suelo durante unos instantes, pero después mi tenacidad pudo más que el dolor y me levanté tan campante. Desde luego de este segundo incidente ya no dije nada, pero me confirmó a qué atenerme en adelante. Desde ese día hasta que el juez dictaminó que el que se llama mi padre podía marcharse sin que eso le supusiera la consideración de abandono de hogar dormí con una espada de Toledo junto a mi cama. Me despertaba en mitad de la noche si oía algún ruido. Creía al fumador capaz de atrocidades para mí impensables, por tanto no descansaba en absoluto hasta el sueño me vencía.

Llegado el día de su marcha tomé una ballesta, también comparada en Toledo, y disparé su dardo de hierro contra el retrato de la boda de mis padres. Aquello causó un efecto en mi madre que no sabía si me había liberado o si me atormentaba la situación.

Años más tarde supe que durante ese período el que se llama mi padre llevaba en su “mariconera”, pues con esa prenda realizaba sus rondas nocturnas, una foto de un servidor. Sobre ella peroraba y provocaba lástima en la concurrencia, en especial, supongo, en el sector femenino. Por esos días se presentó con un colgante que mostraba una manzana mordida por lo que supongo con esa treta alcanzaba el propósito que se había fijado.

Debo admitir que tal vez por esas circunstancias, o por otras completamente ajenas a lo relatado hasta ahora, el caso es que tengo por Toledo una devoción especial y que, por algún motivo que no comprendo, durante años visité la ciudad puntadamente y adquirí en sus tiendas de recuerdos las armas más variopintas, estrafalarias, las reproducciones más soeces, en algunos casos, que pude encontrar y que todavía hoy circulan por las habitaciones de esa casa, ¿tal vez por si acaso regresa el caballero con el que lidiar?

En los mismos tiempos de la agresión citada intentó el que se llamaba mi padre agredir a mi madre. Sobre este punto no daré detalles, puesto que sería ella la que debería darlos si ese fuera su criterio. Pero añadiré que el lance se cerró una patada en las partes groseras del sujeto y sin que mi madre sufriera daño alguno salvo el susto del que pronto se repuso.

Por algún motivo transcurridos dos o tres meses de la separación, los hombres de la tipología aquí descrita, deciden retornar al hogar. Y el que se llama no fue una excepción. Comenzó con llamadas en la madrugada en las que afirmaba que se iba a quitar al vida, al más puro estilo del romanticismo tardío. Esa idea me daba esperanzas de un mundo sin tal sujeto, pero para mi desazón él supuesto enamorado jamás llegó a cumplir su promesa.

 

Crónicas de un convaleciente crónico , (XX)

Crónicas de un convaleciente crónico , (XX)

6. El tío de Hamlet

Mi madre se casó con el que dice ser mi padre, y lo es desde un punto de vista meramente formal, en 1972. Un servidor nació nueve meses después de la luna de miel, ya en 1973. El que se dice mi padre trabajaba en un fábrica no sé muy bien haciendo el qué. Recuerdo que de niño me traía a casa camiones hormigonera de juguete, o con una función decorativa que un servidor de inmediato transformaba. También sé que durante el cierre de la fábrica, en la crisis de los 70, en algo se vio mezclado, como representante del comité de empresa, para que un compañero suyo considerase la idea de lanzarle sobre las piernas una cuba de hormigonera. Este accidente lo tuvo ingresado casi un año mientras los cirujanos representaban topografías de mundo insólitos sobre sus piernas. El resultado fue muy apropiado para una exposición de "arte povera".

  Durante el embarazode mi madre  todas las tardes el sujeto se acicalaba con donosura y afeminada pulcritud. Luego abandonaba   el hogar hasta altas horas de la noche con excusas variopintas y siempre enigmáticas. Mi madre, que pasaba la tarde, y luego  buena parte de la noche, encorsetada a una máquina de bordar se quedaba con la incertidumbre propia del que ignora los usos y costumbres y la norma de la normalidad. Así, el feto, que era yo, en ese vaivén de  las piernas de mi madre para conceder impulso a la máquina, en la tripa oscilaba y navegaba como si fuera un aguerrido marinero sobre un acorazado con marejada.

Tras mi nacimiento mi madre continuó con sus costumbres. Y mi padre con las propias.  Durante mis primeros años de vida él se adentraba en los mundos afrodisíacos para deslavazarse y divertirse no sólo de lunes a viernes, sino también los sábados y domingos. Pronto para mí esos instantes resultaban alentadores porque desaparecía la autoritaria figura paternal y me quedaba libre para ser, con las limitaciones que se le puedan poner a todo niño, pero, en definitiva, se me permitía respirar, cantar y realizar algunos gestos del todo impensables en su presencia como jugar con un sonido superior a un suspiro.

Cuando el que se dice mi padre se cansó de salir los domingos, porque tanta juerga no hay cuerpo que la aguante, para mi desgracia sustituyó el festivalero cometido dominical por unas largas siestas. Si uno deslizaba un ápice una silla, si uno bostezaba dos veces, si uno se levantaba a beber un vaso de agua, si uno siquiera intentaba cambiar el canal de la televisión, o si uno no hacía nada, pero él suponía que sí, con el despertar del oso se agitaba una pléyade de reproches iracundos e insultos porque un servidor había realizado tantos y tan extraordinarios ruidos que le había interrumpido el sueño a su Excelencia. Si ante semejante panorama el niño se decantaba por abandonar el salón, donde dormía plácidamente el hombre que dormía sin dormir, y se refugiaba en otro cuarto, el resultado era idéntico. Por tanto, lo mejor hubiera sido abandonar la casa, algo del todo imposible, sobre todo, durante los años de infancia.

Los objetos del salón-comedor guardaban una simétrica relación entre sí y, al tiempo, con las líneas del suelo que delimitaban las baldosas. Si uno de los muebles se encontraba fuera de  tales límites y el que se dice mi padre presenciaba tal movimiento díscolo  los gritos y descalificaciones caían sobre uno como un mar de sal. A veces, la mano del que se dice mi padre pululaba por el aire como si pretendiera ejecutar un baile del todo excéntrico, o como si buscara a una mosca embriagada y bailarina. Alguna vez llegaba a la cara, pero no era lo habitual.

El sonido de la llave en la puerta de casa de esta figura  proterva movilizaba a mi madre y a su hijo a "deconstruir" la casa por completo devolviendo toda pata de mueble a su correspondiente línea del suelo.  Si por ventura estábamos viendo la televisión, cambiábamos de inmediato de canal, puesto que la llegada del padre pródigo iba seguida tras su ritual de calzarse el pijama, del cambio de canal fuera cual fuera el que se estuviera visionando. Como por entonces sólo había dos cadenas  el engaño a la pretendida maledicencia del pater no era difícil.

En la casa una habitación contenía los secretos de la vida y de la muerte. Allí reposaba una barra de bar, con una cafetera, que jamás vi utilizar, así como un equipo de música formidable. Pasé unas felices horas en esta habitación levitando con la música, sobre durante las ausencias de mi padre. Si bien me estuvo prohibida la entrada a ese cuarto oficialmente hasta los trece años a partir de los diez comencé mis incursiones lentas pero seguras. Le molestaba enormemente que eschara un disco de Mozart porque en su opinión "alguien como yo jamás podría disfrutar de esa música, al igual que le ocurría a él". Por tanto terminé gravando el contenido del disco en un cassette para escucharlo con cascos y ahorrarme las escenas de acusadores delitos. Por un deseo de liberación incontenible, a los trece años hice sonar el primer disco en ese excitante conglomerado sonoro en presencia de la bestia. Me esperaba un bofetón de cariño paterno, pero en ese caso él sonrió con media boca y lo dejo pasar. Tal vez esta sea una de las pocas veces en que la misericordia se adueño del sujeto.

Durante las visitas familiares, durante la vida cotidiana y, en especial, si me rodeaba un  buen número de amigos y familiares, el que se denomina mi padre se entretenía situándome en posiciones que me ridiculizaran ante la platea. Los apelativos hacía mi persona solían enmarcarse en la órbita de  los siguientes ejemplos: “imbécil, cretino, inútil”, a los que acompañaba, de vez en cuando, con frases más elaboradas y provistas de dudoso contenido  como “careces de picardía, cómete eso o te tiro por la ventana, rompes todo porque no tienes cuidado con nada”, etc.

Un año antes de las vacaciones estivales  me llevó a visitar a la que luego supe era una de sus "amigas" oficiales. Recuerdo que entré en una perfumería y una mujer rubia me preguntó dónde iba a pasar el verano. Con mis siete u ocho años le hablé del balneario de Benasque, donde la familia tenía por costumbre pasar unas semanas. Por entonces, tras un montículo se encontraba almacenada un montón de leña, dejada allí con un propósito ignoto, en mi imaginación, esta madera se había transformaba en uno de esos robots que aparecían en la televisión pilotados por niños en series infantiles de animación. Una vez que abandonamos la tienda el que se dice mi padre me reprendió y aseguró que sólo había hablado de tonterías, que no sabía a qué venía eso del robot. Como castigo, supuse yo, jamás volvió a llevarme a ninguna parte. Y a esa señora no volví a verla hasta muchos años después.

 

Crónicas de un convaleciente crónico, (XIX)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XIX)

La puerta de la habitación de Manuel  permanecía cerrada la mayor parte del tiempo. A medio día, o por la noche, se encontraba abierta por unos instantes. Cuando uno comenzaba a crecer Manuel permitía que nosotros, sobrino-nietos, o sobrino-hijos, compartiéramos algunos de sus secretos.

Por algún motivo ese cuarto siempre me pareció espartano. Una cama cercana a la ventana, otra pegada a la pared de enfrente. Junto a la primera, donde dormía Manuel, una mesilla antigua (repleta de libros) y una fotografía de sus padres clavada a la pared. Enfrente un armario vetusto donde se ocultaban secretos y desastres no olvidados. En ese mueble me ocultaba a menudo, cuando el número de habitantes de la casa disminuía, o, en su defecto, durante las horas de la aborrecida siesta.

Manuel se atusaba todos los días sus pies deformados por las largas caminatas pueblo a pueblo con su hato de varios kilos. Pero, sobre todo,  por las torturas a los que le sometió la policía franquista para obligarle a  confesar lo que nunca había hecho. He escuchado diversos versiones sobre las torturas: quemazos, golpes en los pies y hasta es posible que le hubieran colgado con ganchos de los que se suele suspender la carne muerta. Esos pies resumían mejor la contienda y la represión posterior que los libros de elogios, condenas y estadistas, mejor que  las enciclopedias y los discursos, mejor que los pueblos en ruinas y las consignas. Con una navaja Manuel se recortaba algunas de las deformidades callosas que sobresalían de sus pies como si fueran cabezas de animales fabulosos en un mascarón de proa que, tras el hundimiento del barco, en alto permanecían, con el cuerpo hundido en el agua, con la inquietud del que desentraña el horizonte.

Sobre el parco armario una maleta gris y negra dormía el sueño que despierta de tarde en tarde. Todos los niños que pasamos por esa casa éramos iniciados en el secreto. Un buen día, supongo que con diferentes edades, Manuel nos mostraba la maleta donde guardaba cepillos, útiles diversos supervivientes de la cárcel y un retrato, un retrato de su hija que otro preso  realizó durante la etapa carcelaria. Su hija poso para el retrato realizado con lápices de colores desde  una fotografía. En el momento en que el retrato de su hija surgía del fondo de la maleta creaba en uno una extraña inquietud, como si hubiera realizado un rito de paso que le llevaba a vislumbrar los dolores de la edad  adulta, en este caso amplificados por el roer inmisericorde de la guerra.

Cuando fue indultado Manuel marchó hasta Francia en busca de su esposa, hermana de Antonio. En París la encontró asentada con otro hombre. Ella le  dijo que la niña había desaparecido en uno de los campos de concentración que los franceses pusieron a disposición de los españoles que huían hacia del país vecino durante la contienda.

Ese suceso se convirtió en el satélite que siempre giro en torno a Manuel, tal vez fuera el abono para el crecimiento de su carácter de sordo litigante que traslucía una inabarcable amargura.

Manuel no volvió más a Francia. Antonio visitó a su hermana, años más tarde, en alguna ocasión. En uno de tales estancias Antonio subió  a la Torre Eiffel, lo que relataba como si fuera una hazaña superior a las expediciones del doctor David Livingstone.

La noche en casa de mis abuelos se poblaba de aventuras si uno permanecía despierto. Mis tímidos ojos veían puntos de luz que gravitaban en el aire y que formaban caprichosas formas. A veces entraba por la ventana un gato, no de los propios de la casa, sino cautivo de la calle, el visitante inesperado  caminaba por las habitaciones mientras sus ojos suspendidos en la oscuridad a uno le hacían estremecerse. El viejo reloj de mi bisabuelo marcaba puntualmente las horas, los minutos y los segundos. Manuel, a menudo, gritaba como un animal herido, sus alaridos se proyectaban por el pasillo, columna vertebral de la casa, por el que se distribuían los sonidos quejosos. Si uno preguntaba al día siguiente por los alaridos de Manuel a mi abuelo, a mi abuela o a Antonio ellos le respondían  en voz baja, con gran secretismo, que Manuel sufría por las pesadillas que le devolvían a la guerra, a la cárcel, a su hija desaparecida y, sobre todo, a las torturas de las que nunca nos habló.

Antonio me relataba su vida como si se tratara de un cuento. El serial se prolongaba durante años y así le acompañé por diversos campos de batalla, temores, discusiones políticas, cárceles y frustraciones. Dormía, Antonio,  en una habitación que, en ocasiones especiales, realiza la función de comedor. En los últimos años su lecho de siempre fue sustituido por  una cama  abatible que, al abrir su boca de colchón, dejaba al descubierto un pequeño retrato de su madre.

Y así, entre sombras, entre los destellos, uno pasaba la infancia. Tras  aquellas historias que se contaban, se veían o se intuían en casa de mis abuelos la infancia iniciaba su paso a la edad adulta acompañada por el ritual de lo inesperado.  Y yo me preguntaba si de adulto sufriría la guerra de mis abuelos, las torturas y los desastres sentimentales. Durante muchos años creí en ese futuro único, al que todo adulto se enfrentaba sin posibilidad de redención, sin posibilidad de victoria.

Crónicas de un convaleciente crónico, (XVIII)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XVIII)

Por  fortuna acudía a menudo a casa de mis abuelos situada  en la calle Ramón Berenguer de Zaragoza, en el barrio de San José.  En comparación con mi hogar del páter familias la vivienda tenía una distribución laberíntica  y una holgada capacidad. Ambas circunstancias alimentaban  mi imaginación.

Una de mis distracciones favoritas consistía en tomar un carrete de hilos e ir desarrollando una tupida red de araña pasando el hilo por el pomo de las puertas, alrededor de las lámparas, por el paragüero, por los muebles del pasillo y así... hasta conseguir que todo espacio se transformara en algo semejante a un nido de araña gigante. La diversidad de hilos de múltiples colores me facilitaba el fin de conseguir una tupida red que no disimulara su presencia, sino que sorprendiera al primero que abandonara una habitación para encontrarse  con tal paisaje artificial. Me motivaba el cómo respondían mis familiares ante el estímulo inesperado, por supuesto, con este “performance” no pretendía que nadie tropezara,  ni provocar el mínimo daño, lo que, según recuerdo, nunca ocurrió, sino pesar y medir las reacciones de mis abuelos o tíos abuelos, cuando el entorno, familiar para ellos, se transformaba en un lugar inesperado, en una pequeña amenaza imprevista. Convenía finalizar la enmarañada hazaña antes de entrar en la habitación donde uno decidía ocultarse, de lo contrario uno podía caer  en la propia trampa. Desde esa posición uno asistía  en primera fila al encuentro entre el individuo y la sorpresa arácnida. Los hilos, de abundantes colores, en el espacio creaban figuras que contemplaba fijamente durante minutos y en las que descubría sorprendentes logros estéticos.

 El lugar más enigmático de toda la casa residía  en la habitación denominada “el pudridero”. Allí se citaban todo tipo de artefactos, de cacharros y de muebles antiguos, un arcón, una pesa de medidas antigua, libros empolvados, restos de objetos inenarrables… Todo un tesoro para un niño con facilidad para adentrarse en mundos invisibles al mínimo estímulo.

Entre los inexplicables sucesos que me acontecieron en casa de mis abuelos, sin duda, el más sorprendente fue el que relataré a continuación.

La habitación de mis abuelos se componía de dos camas. En la primera cama, más próxima a la puerta, dormía mi abuela, en la otra, situada en paralelo a la anterior y pegada a la pared, dormía mi abuelo. Me encontraba precisamente durmiendo en esta segunda cuando desperté  con una sensación extraña. Una débil luz se filtraba por la puerta que daba al pasillo. Al principio la nebulosa de las legañas me impidió comprobar con exactitud lo que mis ojos veían. Tras frotármelos con el puño varias veces descubrí una figura, con apariencia transparente, pero de colores muy vivos, sentada en la silla que se encontraba junto a la puerta que daba al pasillo, frente a la cama de mi abuela. Ella no se encontraba en el cuarto, creo que porque era media tarde y se trataba de una de las pocas veces, que me habían convencido para que me sometiera a la tiranía de la siesta.

En  principio la mujer sentada me pareció una figura extática. Al poco tiempo comprobé que se movía con lentitud. Se trataba de una mujer mayor, vestida de negro y algo gruesa. Entonces entró por la puerta un hombre vestido de militar, también con visos de transparencia y de colorido ácido. A la segunda figura le colgaba un sable sobre el que posaba su mano derecha. El militar se aproximó hasta mi cama. Tragué saliva, me oculté bajo la colcha pero la curiosidad me venció y seguí observando al militar con los ojos en pie sobre el borde de las sábanas. Me quedé petrificado cuando el militar permaneció parado junto a mí, me contemplaba fijamente con unos ojos que yo intuía más que veía. Luego el militar giro y, tras desandar sus pasos, desapareció por la puerta. Cerré los ojos durante unos minutos. Los abrí de nuevo. La figura de la señora sentada también había desaparecido.

Por entonces un servidor no sabía nada de lo que a continuación referiré. Varios años después comenté el incidente a mi abuela y a mi madre. Ellas me confirmaron que en el lugar donde vi a la señora mayor se sentaba mi bisabuelo durante sus últimos años de vida. Precisamente ella murió en esa misma habitación.  Por otra parte, un hermano de mi abuela, hijo, por tanto, de mi bisabuela, durante la guerra civil fue capitán, lo que le daba derecho a portar espada. Desapareció, en combate, unos meses antes del final de la guerra. Hasta el momento se le considera desaparecido. Mi descripción de la persona de  la figura de mi ensoñación encajaba con la persona que se encuentra en las fotografías de este hermano de mi abuela a las que tuve acceso años después del suceso descrito.

Crónicas de un convaleciente crónico, (XVII)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XVII)

En la tienda de San José tuve mis primeras pulsiones imaginarías. Cuando decidieron inaugurarla mis tíos abuelos la llamaron Ralo: como contractura de las primeras sílabas de sus apellidos, Manuel Rasal y Antonio Malo.

A mis ojos de niños las dimensiones del local resultaban absolutamente espectaculares. En la amplia estancia donde se atendía  al público un mostrador gigantesco en forma de L servía de trinchera entre las estanterías, mis tíos-abuelos, más tarde también mi madre, y los clientes. Como bebé dormí en muchas ocasiones sobre aquel mostrador. Con posterioridad sentado sobre el mostrador, como un vigía, me introduje en mis primeras lecturas de cómics que compraba en una tienda de la esquina, a unos pasos del local de mis tíos-abuelos, donde un hombre enjuto, con aspecto de Quijote, me servía dulces, caramelos y también lectura. Cuando por algún azar del destino una moneda se deslizaba hasta mis manos. de inmediato corría hasta el kiosco para adquirir un nuevo tebeo, como se decía por entonces, o cómic como se los comenzó a denominar con posterioridad.

Otro de los motivos por los que estaba convencido del carácter mágico de la tienda era por sus visitantes. No tenía clara la diferencia entre los actores y personas que aparecían en la televisión y los que me rodeaban en mi vida cotidiana. De este modo, el dueño de la tienda de dulces y prensa para mí era el cómico Tip, el representante de los pañuelos Guasch era el propio Luis Aguilé y mi abuelo, sin ninguna duda, era Frank Sinatra. Al principio esas dobles vidas que intuía por los gestos, tonalidades y la apariencia física no me causaban el menor problema. Me parecía de lo más natural.

Pasado el tiempo comenzó a intrigarme  esa doble vida, en especial la de mi abuelo. Para empezar cuando aparecía en televisión cantaba en un idioma incomprensible que jamás empleaba en la intimidad. Tampoco entendía para qué necesitaban ganarse la vida con otras trabajos si aparecían a menudo en la televisión. Pasado el tiempo comencé a diferenciar los mundos imaginarios, los virtuales, los de los medios visuales, de los que contenía la apariencia de realidad circundante. A pesar de todo, el kiosquero y el representante me siguieron evocando  a sus dobles hasta que se jubilaron.

Más allá del mostrador la tienda se transformaba en una especie de vivienda encantada. La primera estancia contenía una acumulación de objetos extraños, un cuadro de colores psicodélicos realizado por un hermano del que se dice mi padre, cajas amontonadas, polvo y sombras y reflejos que despertaban mis  posibles fantasías. Más allá un cuarto enorme donde descansaba una cama plateada junto a una mesa redonda, además de múltiples estanterías. Bajo esa mesa me ocultaba cuando jugaba al escondite con mi tío-abuelo Antonio Malo.

Al final del corredor el aroma del matarratas se introducía por las fosas nasales. Allí un lavabo de piedra siniestro se mostraba a media luz. El suelo se encontraba a menudo revestido con una capa de agua. Más allá se abría una puerta que daba a un patio trasero donde habitaba una colonia de gatos. Mis abuelos y mi madre llevaban de memoria las crónicas de la vida gatuna: hijos, desaparecidos, madres, abuelas, tullidos … Ese patio rodeado de  casetas misteriosas y extrañas construcciones en estado ruinoso dotaban al lugar de  un ambiente de ciudad de los gatos, semejante a las ciudades de monos de algunos países.

En ese patio, sobre todo durante las horas vespertinas de primavera y verano, tuve algunos de los instantes más felices de mi infancia. Mi madre me contaba la saga gatuna remontándose hasta  las abuelas y deteniéndose en los recién nacidos. En ese lugar los felinos habían creado una pequeña sociedad matriarcal. Los gatos masculinos solían abandonar el poblado una vez alcanzada cierta edad. Así las gatas establecían sus querarquías, sus zonas y hasta sus propias guarderías para los gatos que provenían de una misma familia. Mientras las madres procuraban el alimento, las mayores cuidaban a los cachorros. Sólo se permitía la presencia de algún  gato macho, tullido, algo tuerto, que permaneció en el poblado gatuno durante su existencia.

Cuando se jubilaron mis tíos abuelos mi madre se ocupó de la tienda. Al cabo de unos años por una extraña cuestión burocrática y a los intereses de los propietarios del local se nos obligó a abandonar el local. Mi madre trasladó Ralo a Las Fuentes. Por entonces yo tendría unos 9 años. Pero todavía a fecha de hoy me pregunto qué sería de la colonia gatuna.

Crónicas de un convaleciente crónico, (XVI)

Crónicas de un convaleciente crónico, (XVI)

5.

Jesús Herrero, mi abuelo, como anarquista confeso y mártir fue encarcelado tras ser detenido en Valencia, junto con su amigo Antonio Malo y varios centenares de personas más, al final de la guerra civil. Los presos fueron trasladados al campo de concentración de Albatera, al sur de la provincia de Alicante. Posteriormente mi abuelo fue trasladado al penal de Guadalajara y finalmente a la cárcel de Torrero de Zaragoza. Su amigo, Antonio Malo, pasó por el penal del Puerto de Santa María. Durante los paseos que compartíamos durante los sábados de mi niñez Antonio me narraba historias de la guerra y de la cárcel. Me relataba, entre las detalles que recuerdo, cómo los guardianes dejaban que se pudriera la comida, que los familiares enviaban a los presos, antes de entregársela a sus destinatarios. Esto hacía que los hostigados por la hambruna comieran y murieran víctimas de la comida putrefacta  y, en especial, de las frutas cubiertas por una capa letal de verde moho. En el transcurso de esos paseos también me relató Antonio que a cada preso le correspondía a la hora de dormir un número de baldosas del suelo, y que, si un individuo se levantaba con el propósito, por ejemplo de miccionar, quedaba condenado a permanecer en pie el resto de la noche, ya que tras el abandono de su puesto, el hueco se había cerrado bajo la presión del resto de compañeros de calabozo.

Manuel Rasal, casado con la hermana de Antonio Malo, también detenido, ya terminada la guerra, en una pensión donde, con nombre falso, pernoctaba. Fue condenado a muerte pues se le adjudicó la muerte del cura de su pueblo: Tardienta, en la provincia de Huesca. El supuesto crimen lo negó durante toda su vida. Toda la familia sabía la historia. El propio Manuel  expresó en más de una ocasión su inocencia, incluso realizó comparativas entre las fechas del asesinato y el lugar donde él se encontraba en esos mismos días cumpliendo con sus funciones de trabajador de le Renfe. Tras la conmutación de la pena de muerte y una amnistía, Manuel Rasal salió de la cárcel en el año 1944. Mi abuelo en 1943. Y Antonio Malo unos meses antes que mi abuelo. Por motivos de amistad y de cercanía, así como de los problemas económicos propios de quienes se encuentran en tales circunstancias, mi abuela, mi abuelo y Antonio Malo, compartieron vivienda donde integraron algunos de sus puntos de vista anarquistas en pleno auge del franquismo.

Sobre al año 1957 Manuel Rasal abandonó un piso compartido en el barrio de las Delicias de Zaragoza; mis abuelos y Antonio Malo, otro más pequeño, y los cuatro se instalaron en un piso mayor, lo que les permitía una mayor holgura. El 1 de noviembre de 1957 abrieron en la avenida de San José de Zaragoza una tienda de lencería, corsetería, hilos, y, ¡hasta juguetes! durante la temporada de Navidad.

Al tiempo que Antonio Malo se ocupaba de la tienda, Manuel Rasal y mi abuelo viajaban por los pueblos vendiendo trapos de cocina , vestidos, ropa interior, etc. Tanto para mi tío, nacido en 1945, como para mi madre, nacida en 1952, Antonio y Manuel fueron unos padres. Para los nietos, en mi caso que soy el menor tal vez todavía más, nunca hubo una diferenciación entre los tres abuelos. A los tres se les reconocía personalidades heterogéneas,  unas individualidades peculiares y pronunciadas, pero, no por ello, hubo distinciones. En lo que a mí respecta el asunto de los tres abuelos lo vivía con absoluta naturalidad. Y, en todo caso, lamentaba que otros niños no tuvieran la misma suerte. Por parte paterna no había ninguna relación con casi ningún miembro de la familia,  por lo tanto mi espejo “familiar” se reducía a mi abuela y a los tres “mosqueteros”, mi madre y el resto del grupo por línea materna.

Durante un tiempo mi abuelo también mantuvo el negocio de una carbonería. En ella convivían un burro, un gato, un perro y un gallo  enano. Los cuatro tenían por nombre “nano”. Según me comentan los que vivieron esa época, mi abuelo se paseaba por las calles de Zaragoza de los años cincuenta acompañada por tan curiosa prole. Ese extraño grupo origino múltiples anécdotas. De entre las cuales recuerdo el huso del gallo enano como trasunto de perro guardián.

Mi abuelo, a comienzos de los años sesenta, desencantado por los ideales barridos, con el peso de la muerte de sus padres; él, mi bisabuelo,  un químico, estudiante de teología que abandonó en el último momento la carrera de la iglesia, que viajaba por la España de los años veinte y treinta, que visitó casinos y balnearios, muerto de un infarto antes del comienzo de la guerra; ella, mi bisabuela, le sorprendió la guerra en la casa patriarcal, en ausencia de sus tres hijos, fue  violada, rapada y vejada por un grupo de falangistas del pueblo que decidieron apropiarse las posesiones de mi bisabuelo ya que comenzaba una la guerra; con la carga indeleble de sobrevivir a un  conflicto, la cárcel y, probablemente, con el ánimo desecho, mi abuelo fue distanciándose de sus obligaciones, hasta que las enterró por completo. Si alguien le reprochaba  algo sobre este asunto él respondía que “ya había dado demasiado por una sociedad mejor, que ahora le tocaba a la sociedad devolverle algo”. En sus discursos contaba que había salvado su amigo Antonio durante la guerra de no sé cuántos encuentros con la muerte, por tanto, se permitía el lujo de abandonar las riendas y de vivir con los aciertos y desaciertos que el destino le ponía por delante.

A fecha de hoy, cuando mi familia, así como un servidor, ha sido golpeada con cierta dureza por un sistema que recuerda, en sus formas y modos, a los de un gobierno dictatorial, más nacionalsocialista, que socialista, no me sorprende la actitud de mi abuelo. Yo mismo, con menos motivos, he estado tentado de abandonarlo todo.  O de aniquilar a los promotores de mis infaustas circunstancias. Sobre tales pormenores volveré a su debido tiempo para que la verdad triunfe sobre lo empeñado, sobre las siniestras acusaciones.